miércoles, 31 de julio de 2013

LOCUS AMOENUS, DE TOMÁS MORENO

De nuestro colaborador habitual (y entrañable amigo), el catedrático de filosofía y profesor Tomás Moreno, nos advierte de manera muy sugestiva de su faceta de narrador en este Locus Amoenus, para la sección de narrativa de nuestro (siempre vuestro) blog Ancile.


Locus amoenus, Tomás Moreno, Ancile




LOCUS AMOENUS




Locus amoenus, Tomás Moreno, Ancile


A Pastor José Aguiar y Jennifer Moore, ilustres escritores y amigos, con mi sincera admiración por la sensibilidad y creatividad de sus relatos y poemas, y mi profundo agradecimiento por su generosidad inagotable.



Aquella mañana no la olvidaré nunca. Desperté somnoliento y cansado y me dirigí al cuarto de baño para asearme. Al entrar observé que el espejo, no se por qué, estaba empañado, con la toalla traté de limpiarlo. Me acerqué y no vi mi rostro reflejado en él como de costumbre. En la esquina superior izquierda lo encontré. No había duda, era él: una especie de ángel bello, de resplandeciente aura.
-“Buenos días” -me dijo con su voz terrible y fascinante, como si desde un lugar extrahumano se emitiera.
-“Buenos días, señor”, respondí sorprendido y tembloroso. Poco a poco me fui tranquilizando. Mi cuerpo, adquiriendo desacostumbrada ligereza, ingrávido y leve como aún sumido en el sueño. Me sentía físicamente muy bien: mis habituales dolores de huesos habían desaparecido e incluso mi estado de ánimo se había sosegado ya.
- “¡Bienvenido!” -me dijo- “al ‘país de la no-muerte’, al ‘lugar de la eterna juventud’, amigo visitante”.
- “No comprendo lo que me dice, señor”, respondí.
- “Has de saber que has entrado en un lugar mágico: que desconoce el paso del tiempo y la amenaza de la inexorable muerte. Los que aquí vivimos gozamos por siempre y para siempre de lo que los humanos de tu mundo desean y han deseado desde que allí se tiene memoria”.
- “¿Estoy en el paraíso, tal vez?”, pregunté.
- “No puedo decírtelo, todavía. Tu mismo encontrarás respuesta a tu pregunta cuando conozcas este lugar un poco más”.
            Pasé conversando con él varias horas que me parecieron segundos. Después, por los verdes campos de lo que parecía un bucólico edén, nos fuimos a dar un paseo entre toda una muchedumbre de hombres y mujeres elegantemente uniformados, los hombres vestidos de blancas túnicas, las mujeres con elegantes capas rojas que acentuaban su atractiva pero impersonal hermosura. Más que seres vivos parecían esculturas semovientes de mármol, hieráticas y frías. Vimos también animales y avecillas, corriendo los unos por los prados y revoloteando los otros por los árboles y jardines del lugar.
            Era un paraje idílico, como los narrados por el viejo Teócrito o por el ínclito Virgilio de nuestros años escolares. Todo era de una belleza y perfección tales que me parecía irreal como un espejismo.
- “¿Qué ocurre aquí?”, pregunté intrigado.
- “Nada extraño” -me contestó el que yo suponía un ángel. “Desde hace ya muchos años   aquí no existe el dolor físico, ni el sufrimiento, ni la tristeza, ni la muerte, como ya os dije. Los avances científicos los suprimieron definitivamente. Se erradicaron las enfermedades y las pasiones humanas quedaron neutralizadas
Locus amoenus, Tomás Moreno, Ancile
por siempre jamás. No existe el odio, ni los celos, ni la ambición, ni la mentira. No existe la crueldad, ni la envidia, ni la guerra, ni ningún tipo de mal o imperfección”.
            Efectivamente, todo era orden en aquel luminoso lugar, todo perfección geométrica. Algo sumamente incómodo -como bien se comprenderá- por lo inusitado e inhabitual que resultaba tanta simetría para nuestros humanos hábitos perceptivos, y que costaba mucho poder asimilar o comprender. Me sorprendió sobre todo que no hubiera niños, y en consecuencia, ni juegos, ni alborotos, ni sonrisas en aquel supuestamente dichoso lugar.
- “No veo niños, ni jóvenes, por estos lugares”, dije extrañado.
- “No son necesarios”, repuso. “Al no existir la muerte no hay por qué renovar la humanidad. Hemos llegado a la perfección. No esperamos nada más. Sólo gozar de esta vida eternamente”.
            Y continuó diciendo: “A nada tememos porque no existe el mal, ni el dolor, ni la desdicha; a nada aspiramos, porque nada nuevo, nada que no conozcamos ya, nos puede sorprender. El azar lo hemos controlado. Nada imprevisto o inesperado puede surgir. Este es el mejor de los mundos posibles. Es el “nuevo mundo” donde una “nueva humanidad” ha alcanzado definitivamente lo que en vuestro mundo todos siempre -por los siglos de los siglos- han anhelado.
            Recuerda, apreciado amigo, cómo se lamentaba uno de los más ilustres escritores de vuestro mundo -creo recordar que se llamaba Shakespeare- de los efectos lesivos y deletéreos del tiempo y del envejecimiento: ‘Borra el tiempo ese joven ornamento florido, / abre surcos profundos en el más bello rostro / y consume primores que otorgara la vida: / cuanto existe y florece la guadaña lo siega’ (Soneto IX). Pues bien, nosotros hemos logrado detener esos inconvenientes que antaño angustiaban a la condición humana”.
            Constaté que, en efecto, todos los hombres y mujeres que veía eran, efectivamente, bellos, sanos, atléticos, equilibrados.
- “¿Todos se parecen mucho, no es cierto?”, pregunté.
- “Sí”, respondió, “con el aparente transcurrir del tiempo, nos vamos pareciendo mucho. Todos nos alimentamos con productos dietéticos  científicamente testados para prevenir las enfermedades. Nuestra dieta es suficiente y perfecta: recibimos específica y estrictamente los alimentos y medicamentos que cada uno necesitamos para mantener nuestra salud física y nuestro equilibrio anímico”.
            Le pregunté también qué trabajos desarrollaban y a qué dedicaban su tiempo de ocio. Me contestó que las máquinas (supongo que serían robots) se encargaban de todo ello a la perfección. Encontré maravillosa tal situación y le sugerí que tendrían mucho tiempo para dedicarlo al arte, la música, la lectura y, en general, al ocio creativo, a la cultura y a la vida contemplativa.
- “No” -argumentó- “pues todo eso ya ha sido también resuelto en nuestra civilización tecnológica hiperdesarrollada. Todo lo conocemos y hemos llegado incluso a traspasar los límites del conocimiento humano que todavía rigen en vuestro imperfecto mundo: un sistema de informática cuántica atesora todo el conocimiento y toda la belleza artística posible. Nuestros cerebros están conectados a él. Con sólo desearlo contemplamos el más bello de los paisajes, escuchamos la más deliciosa de las sinfonías, experimentamos los más intensos placeres, dilucidamos la más intrincada de las cuestiones filosóficas o resolvemos el más complicado de los problemas matemáticos”.
            Algo contrariado por sus palabras, inquirí sobre la existencia o inexistencia de artistas, músicos o poetas y acerca de las motivaciones e ilusiones que movían a los habitantes de aquel perfecto aunque inquietante lugar. La respuesta fue una suficiente y enigmática sonrisa... Y al preguntarle por su nombre me dijo:  
- “No necesitamos tener nombre propio ni identidad. Esas son cosas del pasado que fomentaban el egoísmo, las diferencias y desigualdades, la envidia y la ambición, las injusticias, el dolor y el sufrimiento”.
- “Pero, entonces, ¿qué esperan de esta vida, siempre igual, siempre repetitiva, monótona y uniforme?”
Locus amoenus, Tomás Moreno, Ancile- “¿No es eso lo que los humanos siempre habéis deseado?”, me arguyó. “Llegar a construir su paraíso en la tierra de manos del progreso y de la ciencia. Pues aquí lo tenéis ya realizado de una vez por todas”.
            Tras conversar con él por un indeterminado tiempo, desapareció como por ensalmo. El sol sobre el horizonte ya declinaba y yo no sabía a donde dirigirme. A lo lejos percibí lo que parecía la parte posterior de Lasciate ogni speranza voi ch' intrate” (Inferno, Canto III, Divina Comedia, Dante Alighieri)...una gran puerta semiabierta. Me dirigí hacia ella lleno de curiosidad. Traspasé su umbral. Volví la cara y pude leer en el frontispicio de la misma esta inscripción: “
            Cuando me desperté traté de interpretar tan insólito sueño: sólo recuerdo que desde aquel día supe del valor  inapreciable de la temporalidad, de la finitud y de la imperfección humanas, de aquello que nos define e individualiza; entendí cuál era el precio que, por todo ello, debíamos pagar y comprendí el significado profundo de la muerte, lo que verdaderamente da valor y sentido a nuestra vida.



                                                                                                             Tomás Moreno



Locus amoenus, Tomás Moreno, Ancile

2 comentarios:

  1. Querido Profesor Moreno: Qué honor nos hace con sus amables palabras y dedicatoria. Y qué relato tan bello y significativo nos ha traído. A medida que iba avanzando en la lectura e imaginando aquel mundo ideal fui redescubriendo la belleza de tantas cosas imperfectas dentro y fuera de mí y de mi entorno y una vez más, como lo hago frente a sus magistrales exposiciones filosóficas, me quito el sombrero en señal de respeto por la magnífica visión de la vida y de la muerte que nos regala. Muchas gracias por compartir su arte, su imaginación, su talentosa pluma.

    Reciba un cordial abrazo.

    Jeniffer Moore
    Miami,USA.

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  2. Lo he venido leyendo con sumo interés, adquiriendo cultura, saber universal; y siempre con una admiración profunda por la labor que hace, que sobrepasa lo profesional y es embellecida con el acto de dar lo mejor de sí, como la naturaleza regalando el agua, o la luz. Mi querido amigo Acuyo ha sido parte esencial en este proceso. Nunca imaginé que fuéramos a recibir de usted un regalo como este, nada menos que dedicarnos una narración suya, con un tema de hondo contenido filosófico, abarcador de la esencia repleta de contradicciones del hombre con sus anhelos jamás saciados en este mundo. Una historia bellísima, con esa sencillez profunda que la hace universal. Muchas gracias, profesor, nos ha regalado algo permanente para nuestras vidas, y esa es una suerte rara y felicícima. Un abrazo.

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