jueves, 4 de agosto de 2016

MARIO CAMPAÑA, BAJO LA LÍNEA DE FLOTACIÓN

Traemos para la sección, Editoriales amigas, del blog Ancile, el libro del escritor ecuatoriano Mario Campaña (Guayaquil, 1959) titulado Bajo la línea de flotación, número 2 de la colección, Los abisos de point, de la editorial Point de lunettes, de la que no nos cansamos de decir que es una de las editoriales españolas que mejor cuidan sus publicaciones, así, este título, como los otros anteriormente ofrecidos en estas páginas (Carlos Germna Belli y su Entre cielo y suelo, primer título de esta colección y Eduardo Chirinos, con su Harmonices mundi, número 3 de la misma colección), sigue las mismas directrices de exquisitez editorial este título, también dedicado a la literatura hispanoamericana, ofreciendo junto a la versión en rústica, otra edición especial en rama para suscriptores, cuya delicada confección hará las delicias del bibliófilo. Traemos uno de los relatos que componen, Bajo la línea de flotación, como representación mínima del magnífico conjunto que integra dicho título y en el que verán desfilar muy diverso relatos en los que constatar lo cotidiano de la vida con sus miserias y alegrías, y todo bajo la previsión atenta de quienes han vigilado la edición con tanta atención y delicadeza, me refiero a Inmaculada Lergo y Manuel García, gracias a los cuales disponen de una edición tan cuidada y que desde aquí vivamente recomiendo. 




Mario Campaña, bajo la línea de flotación, Ancile






MARIO CAMPAÑA, BAJO LA LÍNEA DE FLOTACIÓN





Mario Campaña, bajo la línea de flotación, Ancile



  EL PÁJARO BRUJO





También yo quise cazar pájaros; de la época en que lo intenté en la granja de los abuelos -unos seis meses; los más largos y felices de mi vida- he guardado nu­merosos recuerdos, todos reconfortantes, dignos de ser revividos, y uno turbador, una cifra desconocida, que ha suscitado en mí numerosas e incontestadas pregun­tas, que ha prevalecido sordamente sobre los demás durante demasiados años y que sólo hoy me siento capaz de contar. Nosotros, los Rubio, los nietos de “el señor Rubio”, éramos cinco, a veces nueve, y salíamos “a pajarear”. A mis primos Sofía y Javier, a mis herma­nos Josefina y Miguel, y a mí, se unían otros primos, Eduardo y Wilson, que venían de San Carlos, y, raras veces, Fernando y Manuel, de Guayaquil. Sin acordarlo previamente, partíamos después de un día de lluvia.
En aquellos días nos sentíamos distintos, como alum­brados, llamados por algo que, sin palabras, nos prome­tía sorpresas resplandecientes. Nos gustaba el agua recién caída y toda su invención; el agua de los charcos improvisados que fundaba en los caminos mínimas ciu­dades transparentes de gusarapos y hojas bamboleantes; el agua que corría en las zanjas desbordadas; el agua fresca, hinchada, de los esteros, extendida sobre los arro­zales en un gran oleaje. Sobre todo nos gustaba el aroma y el color que dejaba la lluvia, el aire purpúreo de mati­ces ocres, verdes y azules; una luminosidad imposible de describir: la húmeda luz del trópico.
El agua y la luz, digo, nos sacaban de casa. Estába­mos convencidos, con ese convencimiento sin argu­mentos de los niños, de que la lluvia actuaba de modo encantatorio con la tierra, los árboles y todos los seres; que tenía un efecto transformador sobre la realidad entera: la hacía crecer, la perfumaba, convir­tiendo nuestra rústica granja familiar en un territorio hechizado.
Pequeños catadores de milagros, después de un día de lluvia salíamos a descubrirlo todo otra vez, a veri­ficar lo ocurrido. Como una tribu nómada, trazábamos siempre el mismo trayecto, con las mismas visitas y ri­tuales. Pertrechados con un machete y hondas fabri­cadas la vísperas con ramitas cortas de los árboles, enfilábamos por la manga de los cañaverales, que era el camino oficial y por tanto el menos utilizado, pero para nosotros el mejor, intransigentes ritualistas nece­sitados de un instante inicial solemne. Dejábamos la casa y el jardín, que mi abuela llamaba “el Placer”, y al llegar al paso vecinal girábamos a la izquierda y nos enrumbábamos por esa arboleda de robles y ciruelos, íbamos a “pajarear”, a cazar pájaros. No creáis que nos gustaba escucharlos o atisbarlos; al contrario: soñába­mos con reducirlos, acabar con su algarabía y su milagro, convertirlos en presa de nuestro arrebato. Aún los sigo viendo como los veía cuando era un niño: como seres sólo aparentemente ingenuos pero en realidad concen­trados, enigmáticos portadores de nociones oscuras, acopiadas en su mundo de viajes por parajes y cielos desconocidos, seres acerca de los cuales es mejor tener un conocimiento más o menos preciso si uno no quiere ser desagradablemente sorprendido. Demasiado move­dizos, demasiado reales para arrastrarnos en sus vuelos, nos gustaban pero no nos hipnotizaban. Como los hu­manos, para nosotros los pájaros no eran ni buenos ni bellos, ni malos ni feos, y más valía vigilarlos. Como los humanos, necesitan de un sortilegio: algunos pueden ser mirados y hasta reverenciados, pues en su aérea aventura pueden llegar a dejarnos algún fulgurante saber; otros merecen ser cazados o encerrados; y de unos cuantos, irreductibles y maléficos, es mejor huir.
Mi hermano Miguel, que era el mayor, probaba pri­mero, con su honda; tenía buena puntería pero le fal­taba intuición; Javier, crecido en la granja, lo sabía todo sobre los pájaros pero era dubitativo y lento. Eduardo, a menudo contento y decidido, de mano firme, era el mejor, certero. Todos hacían faenas dig­nas, aunque a veces la distancia y el plumaje provoca­ban que la munición rebotara en el ala y el pájaro volara, advertido de un banal peligro; pero yo ni si­quiera era capaz de suscitar esa inquietud; el escaso impulso de mi honda echaba a perder mis ilusiones.
Al final, abandonábamos la manga con las manos va­cías, pero eso no nos desalentaba. A la altura de la casa de don Quimí volvíamos al perímetro de la granja. Renunciábamos a los pájaros por su excesiva ambi­güedad, por su ser siniestro y a la vez angelical, que impedía la emergencia en nosotros de sentimientos más definidos. Cambiábamos el cielo tan claro del ca­mino por el misterioso verdor de la finca, una frondo­sidad exacerbada por la lluvia que convertía lo frío y oscuro del bosque en una áurea y cálida penumbra. En realidad, estábamos en busca del horror. Porque en cuanto pisábamos el territorio de la granja brotaba en nosotros un temor extrañamente deseado, acuciante y maligno. Tratábamos de encontrar al único ser temible del que teníamos noticia en esas tierras, de ratificar su existencia, de probarnos por un instante que podíamos detenernos delante de él como ante un destino supe­rior que nosotros, gracias a la fuerza de la obediencia, conseguiríamos evitar. Nos excitaba la idea de ejercer la libertad de alejarnos de él en silencio, con el pecho turbado por palpitaciones primitivas. Aquel horror aparecía impertérrito ante nosotros en el momento menos esperado, a poca distancia, en algún árbol bajo. Lo veíamos grande, suntuoso, fúnebre, de plumaje ver­diazul y una cola singularmente alargada. Parecía un búho o una lechuza, pero se distinguía de ellos por su tamaño y su sensualidad, por su lúgubre lujuria.
Estaba siempre solo, impenetrable, silencioso. Nunca lo vimos cantando, pero sabíamos, porque a veces lo escuchábamos en la noche, que un lamento vago, si­niestro, salía de su pico mórbido. Le llamaban “pájaro brujo” o “pájaro culebrero”, apelativos ganados, según los abuelos, por sus capacidades para provocar sucesos extraños y por alimentarse de serpientes. Lo buscába­mos sin palabras y lo encontrábamos de manera sú­bita; lo mirábamos azorados, lo merodeábamos, y con declaraciones confusas poníamos fin a nuestro febril vagabundeo: teníamos terminantes instrucciones de alejarnos de inmediato de aquel animal maligno, de nunca intentar nada contra ese ser tal vez venido de algún lugar tenebroso, si no queríamos ser castigados por la desgracia. Era como si estuviera probado que desafiar la mala suerte es no sólo temerario sino tam­bién una locura por demás inútil, como si no desafiarla no fuera vanidad, la de quien se siente elegido para la salvación y para obtenerla sólo tuviera que abstenerse. Sea como sea, ninguno de nosotros se atrevió nunca a desobedecer ese conminatorio consejo.
Pero una tarde en que habíamos regresado de nuestro vagabundeo pospluvial, me quedé solo en el jardín de­lantero, en el Placer. Mis hermanos y mis primos se habían ido a buscar agua al pueblo o a recoger agua­cates, o mangos, o limones, o a la cabaña. En todo caso, se habrían ido a un lugar cercano, no como ahora, que todos están lejos. No sé por qué coincidencia no estaban ni mis abuelos ni mis tíos. Me había quedado, digo, solo en el Placer. Como tantas veces, había vuelto sin gloria y era consciente de ello. Eran las cuatro o cinco de la tarde. La casa familiar estaba en silencio. No tuve tiempo de pensar en esa circunstancia inusi­tada, incomprensible, pues de repente, a cuatro metros de la casa, acurrucado en el agujero de un árbol seco de papaya, vi al pájaro brujo. Me quedé perplejo. No sólo porque nunca se había atrevido a acercase tanto y yo estaba solo y la casa semejaba un paraje abando­nado, sino porque era inconcebible que aquel animal maléfico tuviera un hogar, un nido, un cómodo agujero justo en nuestro jardín, en el reino de mi abuela, de­lante del ventanal de la sala. Sentí pánico. ¿Iba a ser ata­cado? Giré la cabeza a un lado y otro rastreando lo que pudiera protegerme. Junto a la mesa de herramientas estaba la escopeta, que alguno de mis tíos habría olvi­dado guardar después de aceitarla. Era la primera vez que estaba tan a mi alcance, sin que nadie pudiera im­pedirme su uso. Todo era inédito aquella tarde.
Mirando al pájaro brujo, la empuñé con decisión. En ese instante no pensé en el mal que representaba aquel ser horroroso sino en el estigma que ya pesaba sobre mí, en la oportunidad que se me presentaba de limpiar de una vez por todas las huellas de mi timidez y mi torpeza salvando a la familia de una presencia que pre­sagiaba hechos funestos. La escopeta era un trasto que debía ser cargado después de cada disparo. Yo era capaz de hacerlo: lo aprendí mirando a mi abuelo y a mis tíos. Cogí la batuca, la pólvora y las municiones, cuyo sitio de almacenaje conocía muy bien, y la cargué. Casi temblaba, pero conseguí hacerlo del modo rít­mico y seguro con que lo hacían mis tíos. Me acerqué con sigilo al árbol de papaya. Allí seguía el pájaro brujo. Soberano, hierático, o más bien arrogante, per­mitió que me colocara en una absurda proximidad. Seguí dando pasitos, semi inclinado, como si me es­condiera de algo; alumbrado por una tarde despejada, avanzaba sin apartar la vista de aquel animal cuya in­sultante indiferencia me confundía. Puse el cañón de la escopeta a dos metros de su rostro concentrado. Sé que me invadió una embriagadora sensación de irrea­lidad: ningún blanco si es real, si merece ser alcanzado, puede estar tan estúpidamente cerca. Al final, creo que cerré los ojos.
El estruendo reventó en mi cabeza. Imaginé el aire lleno de un humo vagaroso y oí un escándalo de grazni­dos que no podían pertenecer a la realidad. Cuando abrí los ojos vi una leve cortina azul flotando en el aire. De­trás, mortecino, estaba el pájaro maligno. Era como si no se hubiera movido de aquel agujero seco del papayo que presidía asombrosamente el jardín de mi abuela. Con su figura inmóvil, borrosa, un poco triste, me mi­raba de un modo fijo, con un rancio aire de eternidad.





Mario Campaña






Mario Campaña, bajo la línea de flotación, Ancile

1 comentario:

  1. Gracias, querido amigo, por esta entrega. Me he bebido el relato con fruición. Abunda en detalles ambientales y humanos, la maravillosa forma de ver el mundo de la infancia. Un abrazo.

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