lunes, 24 de septiembre de 2018

LA “FIERECILLA DOMADA” EN LOS PRÓDROMOS DE LA MODERNIDAD




  Siguiendo con la temática de la misoginia, traemos una nueva entrada del profesor y filósofo Tomás Moreno para la sección, Microensayos, del blog Ancile; esta vez bajo el título La fierecilla domada en los pródromos de la modernidad.

 La fierecilla domada en los pródromos de la modernidad., Tomás Moreno


LA “FIERECILLA DOMADA” 

EN LOS PRÓDROMOS DE LA MODERNIDAD


 La fierecilla domada en los pródromos de la modernidad., Tomás Moreno


Silvia Federici[1] ha investigado magistralmente  la emergencia de ese estereotipo en la época de transición del feudalismo al capitalismo mercantil. Nos permitimos a continuación seguir el desarrollo de su interesantísima reflexión al respecto en un apretado resumen. El proceso de devaluación del trabajo y de la condición social de las mujeres a lo largo de los siglos XVI y XVII en Francia y Alemania, comportó, sobre todo, una pérdida significativa de las mujeres en todas las áreas de la vida social, económica, política y jurídica y al mismo tiempo significó el inicio de un proceso de insubordinación y rebeldía por parte de ellas. No hay que sorprenderse, entonces, de que tal insubordinación de las mujeres y los métodos utilizados por los varones para poder “domesticarlas” se encontrasen entre los principales temas de la literatura y de la política social de la “transición”.
            La nueva división social del trabajo y la consiguiente redefinición ideológica de las relaciones entre hombres y mujeres en la transición al capitalismo,  reconfiguraron, efectivamente, las relaciones de género como puede constatarse a partir del amplio debate o “querelle” que tuvo lugar en la literatura culta y popular acerca de la naturaleza de las virtudes y los vicios femeninos. Conocida desde muy pronto como la querelle des femmes, ésta mostró cómo las viejas normas estaban cambiando y el público estaba cayendo en la cuenta de que los elementos básicos de la política sexual estaban siendo reconstruidos.
 La fierecilla domada en los pródromos de la modernidad., Tomás Moreno

        
   Dos tendencias podían identificarse dentro de este conflicto teórico. Por un lado, se construyeron nuevos cánones culturales que maximizaban las diferencias entre las mujeres y los hombres, siempre a favor de los hombres. Por el otro, se estableció que las mujeres eran inherentemente inferiores a los hombres -excesivamente emocionales y lujuriosas, incapaces de manejarse a sí mismas-  y tenían, en consecuencia, que ser puestas bajo control masculino. Las mujeres fueron acusadas de ser poco razonables, vanidosas, salvajes, despilfarradoras. La lengua femenina, era especialmente culpable, considerada como un instrumento de insubordinación. Pero la villana principal era la esposa desobediente, que junto con la “regañona”, la “bruja”, y la “puta” era el blanco favorito de dramaturgos, escritores populares y moralistas. Desde el púlpito o desde los escritos de humanistas, reformadores y católicos de la Contrarreforma, todos cooperaron en vilipendiar a las mujeres, siempre de forma constante y obsesiva.
            Como ha recordado S. Federici el castigo de la insubordinación femenina a la autoridad patriarcal fue evocado y celebrado en incontables obras de teatro y tratados breves[2]. La literatura inglesa de los periodos isabelino y jacobino se dio un festín con estos temas. En este sentido, La fierecilla domada  (Taming of the Shrew 1592) de William Shakespeare era un manifiesto de la época. Marta Cerezo nos ofrece, en una sugestiva investigación, el fragmento más conocido y ampliamente debatido de esta obra, que sintetiza magistralmente la historia de la guerra entre sexos que nos cuenta Shakespeare en su comedia. Es el que contiene el mensaje final que Katherina, la fierecilla, ya domada, transmite al final de la obra a su hermana Bianca y a la mujer de Hortensio:

Kath.-“Tu esposo es tu señor, tu vida, tu guardián, tu cabeza, tu soberano. Uno que se ocupa de ti, y por tu subsistencia somete su cuerpo a penosos trabajos por tierra y por mar; se expone de noche a las tempestades, de día a los rigores del frío, mientras que tú, en tu casa, duermes abrigada, segura y sin temor, y te pide como tributo, sólo tu amor, buena cara y verdadera obediencia; pago, en verdad, bien pequeño para tan gran deuda. La misma sumisión que debe el vasallo al monarca, la debe la mujer a su marido; y cuando es testaruda, caprichosa, cazurra y desabrida, y no obedece a sus honestas órdenes ¿qué es sino una criatura rebelde y culpable, traidora e indigna de perdón para con su señor que la ama? Me avergüenza que las mujeres sean tan simples que declaren la guerra, cuando deberían pedir paz de rodillas; y que aspiren al mundo, a la supremacía y al imperio, cuando deberían servir, amar y obedecer”[3].

            Desgraciadamente, concluye Marta Cerezo, “el mensaje final de Katherina ha traspasado fronteras y perdurado durante más de cuatro siglos hasta hacer necesaria su crítica en discursos sociales y políticos del siglo XXI. Es un claro antecedente de la ideología misógina que sustenta la violencia de género de todos los tiempos y de la actualidad” y que incluso se refleja y perdura en muchos clásicos del cine de nuestro tiempo. Otra obra típica del género es Lástima que sea una puta (1633), de John Ford, que termina con el asesinato, la ejecución y el homicidio aleccionadores de tres de las cuatro protagonistas femeninas[4]. Mientras tanto, se introdujeron nuevas leyes y nuevas formas de tortura dirigidas a controlar el comportamiento de las mujeres dentro y fuera de la casa, lo que confirma que la denigración literaria de las mujeres expresaba un proyecto político preciso que apuntaba a dejarlas sin autonomía ni poder social, en la Europa de la Edad de la Razón. Como escribe Silvia Federici[5]:

A las mujeres acusadas de “regañonas” se les ponían bozales como a los perros y eran paseadas por las calles; las prostitutas eran azotadas o enjauladas y sometidas a simulacros de ahogamientos, mientras se instauraba la pena de muerte para las mujeres condenadas por adulterio. No es exagerado decir que las mujeres fueron tratadas con la misma hostilidad y sentido de distanciamiento que se concedía a los “salvajes indios” en la literatura que se produjo después de la conquista. El paralelismo no es casual. En ambos casos la denigración literaria y cultural estaba al servicio de un proyecto de expropiación. Como veremos, la demonización de los aborígenes americanos sirvió para justificar su esclavización y el saqueo de sus recursos. En Europa, el ataque librado contra las mujeres justificaba la apropiación de su trabajo por parte de los hombres y la criminalización de su control sobre la reproducción. Siempre, el precio de la resistencia era el exterminio.

 La fierecilla domada en los pródromos de la modernidad., Tomás Moreno            Ninguna de las tácticas desplegadas contra las mujeres europeas y los súbditos coloniales, considera Silvia Federici, habría podido tener éxito si no hubieran estado apoyadas por una campaña de terror. En el caso de las mujeres europeas, la caza de brujas jugó el papel principal en la construcción de su nueva función social y en la degradación de su propia identidad cívica, pues destruyó todo un mundo de prácticas femeninas, relaciones colectivas y sistemas de conocimiento que habían sido la base del poder de las mujeres en la Europa precapitalista. A partir de esa derrota de las mujeres europeas a finales del XVIII surgió, como apunta Silvia Federici, un nuevo modelo de feminidad: la mujer y esposa ideal –casta, pasiva, obediente, ahorrativa, de pocas palabras y siempre ocupada con sus tareas. La imagen de la feminidad construida en la “transición” fue descartada como una herramienta innecesaria y una nueva, domesticada imagen de mujer, ocupó su lugar:

Mientras que en la época de la caza de brujas las mujeres habían sido retratadas como seres salvajes, mentalmente débiles, de apetitos inestables, rebeldes, insubordinadas, incapaces de controlarse a sí mismas, a finales del XVIII el canon se había revertido. Las mujeres eran ahora retratadas como seres pasivos, asexuados, más obedientes y moralmente mejores que los hombres, capaces de ejercer una influencia positiva sobre ellos[6].

            Pero para qué seguir con más testimonios, volvamos al tema de la taciturnidad impuesta, a veces con violencia –como acabamos de ver- a las mujeres. Durante milenios, nos recuerda Le Bras-Chopard, las mujeres se han visto privadas de la palabra, lo más propio del ser humano. Cuando comienzan a tomarla –hecho bastante reciente- o no se las escucha o, cuando se las escucha, comienzan a dar miedo y hay que cerrarles el pico. Los revolucionarios franceses se olieron el peligro que comportaba no ya la calidez y dulzura de la voz femenina sino el uso libre de la palabra por parte de ellas, así como su libertad de expresión y de participación en el mundo de la cultura y en 1793 decidieron prohibir, mediante decreto, los clubes y sociedades de mujeres. “Pero como éstas se pusieron a charlar de nuevo, en el siglo XIX el discurso de los hombres, frente a aquellas que estaban invadiendo su humanidad […], se endureció hasta llegar a la caricatura. Es imperativo recordarles su naturaleza y reforzar los barrotes de sus jaulas”[7].
            Durante todo ese tiempo la prohibición de la palabra femenina y su coactiva sofocación estuvo indisolublemente y estrechamente vinculada –como hemos tratado de exponer en este apartado- a la prohibición de educarse y ser instruida como los varones. Privadas de la palabra, la conculcación de sus derechos ciudadanos estaba asegurada. Pero también las mujeres superaron esa gran dificultad y lograron finalmente “tomar la palabra”. El texto que a continuación transcribimos -aunque extenso, merece la pena conocerlo- nos ilustra cumplidamente de esta hazaña:

De la lectura a la escritura va un gran paso, el mismo que hay entre escuchar y hablar. Tanto la que escucha como la que lee recibe información, mientras que quien habla o escribe se convierte en emisor/a de informaciones, toma la palabra. A las mujeres nunca se les permitió reconocerla. El silencio, como dictaba la tradición, se presentaba como su mejor atributo. […] Leer no se entendió, para ellas, como un instrumento de acceso al conocimiento, al saber, sino solo a aquellas obras que le orientaran mejor el juicio moral, que le dirigieran mejor hacia el camino de la virtud. La escuela primaria enseñaba a las niñas que podían reproducir las palabras de otros, las que le vienen dadas, pero no generar y difundir pensamiento propio[8].
                ¿Por qué si no -se pregunta Marie Claire Hook-Demarle- fue tan difícil aceptar a las mujeres como escritoras? El deseo de expresión escrita de las mujeres se canalizó, por ello, hacia cartas y diarios, literatura de lo íntimo, todo quedaba en privado[9].

TOMÁS MORENO



[1] S. Federici, Calibán y la bruja, op. cit., pp. 152-157 passim.
[2] Señalemos a este respecto, la opinión que Maquiavelo, tenía del trato debido a las mujeres en su época, cuando escribe: “Vale más ser impetuoso que precavido, porque la fortuna es mujer y es necesario, si se quiere tenerla sumisa, castigarla y golpearla. Y se ve que se deja someter antes por éstos que por quienes proceden fríamente. Por eso siempre es, como mujer, amiga de los jóvenes, porque éstos son menos precavidos y sin tantos miramientos, más fieros y la dominan con más audacia” (capítulo XXV, titulado “Cuanto dominio tiene la fortuna en las cosas humanas, y de qué modo podemos resistirla”. (N. Maquiavelo, El Príncipe, tr. Miguel Ángel Granada, Alianza Editorial, Madrid, 1991, p. 120).
[3] Citado en Marta Cerezo Moreno, “El canon literario y sus efectos sobre la construcción cultural de la violencia de género: los casos de Chaucer y Shakespeare”, en Ángeles de la Concha (coord.) El sustrato cultural de la violencia de géneroo, Editorial Síntesis, Madrid, 2010,  p. 22.
[4] Otras obras clásicas que trataban el disciplinamiento de las mujeres son Arraignment of Lewed, Idle, Forward, Inconstant Women (1615) (La comparecencia de mujeres indecentes, ociosas, descaradas e inconstantes), de John Swetnam, y The Parliament of Women (1646), una sátira dirigida fundamentalmente contra las mujeres de clase media, que las retrata muy atareadas creando leyes para ganarse la supremacía sobre sus maridos. Vid. Silvia Federici, Caliban y la bruja, op. cit., p. 155.
[5] Silvia Federici, Caliban y la bruja, op. cit., pp. 155-156 y ss.
[6] Y continúa: “No obstante, su irracionalidad podía ahora ser valorizada, como cayó en la cuenta el filósofo holandés Pierre Bayle en su Dictionaire historique et critique (1740), en el que elogió el poder del “instinto materno”, sosteniendo que debía ser visto como un mecanismo providencial, que aseguraba, a pesar de las desventajas del parto y la crianza de los niños, que las mujeres continuasen reproduciéndose” (Ibid, p. 157).
[7] A. Le Bras-Chopard, El zoo de los filósofos, op. cit., p. 227.
[8] Pilar Ballarín, Margarita M. Birriel y Teresa Ortiz, Las mujeres y la historia de Europa, Xantippa, http: // hesinki.fi / science / Xantipa / wes / wes 21. Html, Universidad de Granada, Agosto de 2010, p. 28.Vid. también Pilar Ballarín “De leer a escribir: instrucción y liberación de las mujeres” en María del Mar Graña (Ed.), Las sabias mujeres: educación, saber y autoría (siglos III-XVII), Laya, Madrid, 1994, pp. 17-32.
[9] Marie-Claire Hook-Demarle, “Leer y escribir en Alemania”, en Georges Duby y Michelle Perrot, (Dirs.), Historia de las Mujeres. El siglo XIX, Taurus, tomo IV, Madrid, 1993, pp. 159-182. Y como alternativa, muchas de ellas –más de una veintena- tuvieron que ocultar su verdadero nombre bajo un seudónimo de varón para ser aceptadas: Aurora Dupin, el de George Sand; Mary Anne Evans, el de Georg Eliot; Cecilia Böhl de Faber, el de Fernán Caballero; Caterina Albert, el de Víctor Catalá, Karen Blixen, el de Isak Denissen, etc.   



 La fierecilla domada en los pródromos de la modernidad., Tomás Moreno

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