Establecemos una breve semblanza sobre el romance desde la riquísima tradición de nuestra poesía, hasta su presencia en poetas modernos y contempóraneos como Federico García Lorca. Tratamos de ofrecer algunas claves de interpretación y lectura así como algunos razonamientos sobre su influjo y poder de seducción para poetas de la actualidad, que se han visto empujados a realizar, mediante aquella singular factura, versiones nuevas pero siempre bajo la extraordinaria impronta creativa de aquella tradición.
QUE NO ES FÁCIL ARGÜIR con perspicaces, razonables o razonados -y aún menos con prosaicos- argumentos la enérgica y sublime lozanía del verso verdadero, no será ni en esta humilde estimación -ni acaso en ninguna otra menos recatada-, criterio que en verdad advierta con reconocida novedad de la naturaleza auténtica, profunda, de la poesía más genuina; así sucede, a nuestro juicio de manera indiscutible, con el que, como género, fuese reconocido en nuestra rica tradición literaria y, sobre todo poética, como romancero.
De estas aguas bebieron –beben todavía- y de su fuente inagotable lo más granado, veraz y fidedigno de la poesía inscrita en nuestra opima lengua. Acaso en el ámbito del uso singular del romance sea donde reconozcamos lo más cierto no sólo del potencial artístico y expresivo de nuestro idioma, sino también de los registros más creativos de los no menos excelsos poetas que tuvieron a bien utilizar nuestra lengua española; véanse adjuntos a los del extraordinario romancero tradicional anónimo, y a modo de excepcional ejemplo: los de Lope de Vega, de Quevedo y sobre todo los del gran D. Luis de Góngora; reconozcamos además en lo que valen los de nuestro particular romanticismo, o los de nuestra contemporaneidad en romances de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Federico García Lorca, paradigmáticamente.
En el romance veremos que, algunas veces el verso, al oído responde y aun al entendimiento tal que un ritmo de aromado céfiro primaveral, o en otras ocasiones como un grato silencio augusto y deleitoso. Los poemas, los romances decimos, en tan austeros pero delicados y suaves registros estructurales ofrecen su pie métrico para sostener, con enigmático andamiaje de aladas asonancias y sonoras secuencias de versos casi en el aire cincelados, las composiciones excelsas que de común los integran; sus gallardas, en fin, y sencillas disposiciones silábicas no hacen sino aumentar el pasmo tanto del lego como del avisado lector que observa y sobre todo escucha, absorto siempre, ante la excelencia de la modulación precisa que sostiene su idiosincrásica cadencia versal.
Nos parece este lugar (el que ocupa la tradición de nuestro romancero) de manera extremadamente particular, el sitio idóneo desde el que podemos constatar el aviso que en su momento hiciera Dámaso Alonso(1) sobre que, las épocas literarias no están del todo (de forma radical) separadas por férreas y perfectamente definidas fronteras, sino que coexisten en una generosa y fructífera compenetración. Creemos que la producción poética en romance es un raro ejemplo de esta compenetración capaz de tan singular belleza, acaso porque participa de aquella excepcional vinculación –intemporal- que estrecha lazos en virtud, precisamente, del impulso universal que supone la búsqueda y el hallazgo de lo hermoso conseguido a través de este modelo de consecución formal poética.
El extraordinario vigor y excelsa pujanza del género romancesco, si se manifiesta, como adelantábamos, con vívida insistencia en nuestros días (se extiende no sólo al ámbito del territorio español, también al hispanoamericano y en aquellas comunidades de origen español: sefardí y mexicano, residentes estos últimos en el sur de los Estados Unidos), será porque viene impulsado por el riquísimo acervo derivado de la ingente realidad de nuestro Romancero Tradicional, sostenida a la sazón por el Romancero Viejo (siglos XV, XVI y XVII), así como por el Romancero de tradición oral moderna (siglos XIX y XX).
Con la perspectiva de la historia, si bien las diferencias entre unos y otros textos pueden estimarse evidentes (sobre todo las temáticas), las analogías y claras semejanzas (métricas, estilísticas…) nos permiten colegir que nos encontramos en la estela de un sintomático dinamismo poético que, a nuestro parecer, habla de algo más que de la vinculación o participación en un género, si bien sujeto este potencial a cambios propios del devenir y al albur del gusto de los tiempos. No obstante, insistimos en ello, el ímpetu creativo que estimamos en el romance, común en cualquiera época, se vierte como una entidad poética genuina en la trayectoria de la poesía en nuestra lengua desde el siglo XV hasta nuestros días.
Desde las fuentes primordiales: pliegos sueltos, cancioneros y romanceros, hasta aquellas otras provenientes de los libros de música o del teatro (siglos XVI y XVII), a las recogidas en el siglo XIX por su importancia, pasando por todas aquellas detectadas en el romancero de tradición oral moderna, pueden constatarse múltiples elementos afines que podrán considerarse todos ellos desde diferentes ópticas con las que explicar aspectos en referencia a su composición formal y características de estilo, así como aquellas referidas a sus recursos formales, formulismos y tópicos y, finalmente, en relación con esta o aquella temática habitual del Romancero Tradicional y que merecen también consideración en cuanto a su posible parentesco, mas también veremos que en cuanto a portadores de potenciales contrastes.
En lo que a nosotros interesa para esta limitada exposición, atenderemos al ya recogido por Ramón Menéndez Pidal,(2) y que acaso venga en relación estrecha con el reconocido origen épico del Romancero (Milá y Fontanals, Marcelino Menéndez Pelayo, Andrés Bello o el mismo Menéndez Pidal), cuya métrica (oscilante) y estilo (juglaresco) habría de evolucionar hacia ese lirismo característico de nuestro mejor Romancero (Tradicional y moderno), nos referimos en fin, al que es propio del fragmentarismo del que participa buena parte de lo mejor del género. Así, dejando para más propicia ocasión aquellos aspectos métricos (tipos de estrofa, rimas, estribillo…), o de estilo también de seguro y grande interés. Atenderemos ahora, aunque sea breve y apresuradamente al carácter fragmentario de nuestro Romancero, por parecernos que ofrece una característica especial (pues aporta una suerte de elevadas connotaciones líricas a la totalidad del poema) y que engarzan, en principio sin demasiada violencia, con los intentos modernos, contemporáneos en esta suerte formal de verso: véanse entre otros de relevante importancia, el Primer Romancero Gitano, el Romancero de ausencias, e incluso otros que con ser coetáneos resultan sugerentes para su estudio, véase también en este caso, con toda modestia: No la flor para la guerra,(3) que mostrarán esta impronta formal en verso (fundamentalmente) octosílabo (aunque serán también frecuentes en medidas de seis y siete sílabas).
Si no pocos de los romances son conjunto de poemas conservados en la memoria popular, la fragmentación de dichos poemas tomará en verdad vida (independiente) propia, a la totalidad de la que fuera arrancada. Podrá observarse en la actualidad que se pretende dar en algunos casos un carácter similar al de la tradición a no pocos romances, los cuales participarán de idéntico vigor lírico que el tradicional gracias a este cariz fragmentario de los mismos.
La vinculación a la epopeya, ahora rota en virtud de la fragmentación narrativa de la que partió en su momento, transfigura su naturaleza primera, mas veremos que dicha fragmentación adquiere en la modernidad, si bien cadencias similares a las de su origen tradicional, otras que desde luego las distinguen, pero que demuestran, no obstante, su impulso diferenciador, pues llegaron a él mediante la magia atentamente apreciada en su tradición, la cual indiscutiblemente habría de tener los efectos persuasorios suficientes para que el poeta moderno adoptara aquellos propicios y ricos esquemas iniciales.
En definitiva, nos parecería de gran interés, y aprovechamos aquí para emplazar a un estudio minucioso de este aspecto, atender al carácter fragmentario advertido al inicio de esta exposición en la poesía romancesca moderna. Estimamos motivo este de grande curiosidad por el que vigilar, cuidar y escuchar las posibles analogías de este recurso tradicional de nuestro romancero, así como la posible novedad (o diferencia) en su uso en poemarios tales como el mismo Primer romancero gitano. Y todo porque aquello que señalaba Menéndez Pidal como rasgo estilístico, nos parece a nosotros que puede ofrecerse como un recurso acaso más complejo, sobre todo al albur de algunas
aproximaciones a su uso en poetas de la contemporaneidad, sobre todo si lo estimamos adjunto a la inhibición del adjetivo, o en la utilización del verbo con un grado de rigor y economía rayano en lo netamente matemático, todo lo cual deriva en el extremado lirismo de no pocas de las composiciones del mismo romancero lorquiano.
Podrá observarse en este uso la violación (y desde luego la ruptura con el concepto de mímesis atribuible a la poesía) con los principios de la fábula aristotélica, donde el inicio y sobre todo el nudo del interés dramático no tendrá necesariamente que conllevar un determinado y lógico desenlace. Nos parece que esto supone mucho más que un rasgo de estilo (de mera acción retórica), pues aquel recurso de idealidad se convierte en el estigma que marcará a hierro y fuego una manera diferente de entender el concepto mismo de poesía, ahora sí, plenamente moderno. Y es que el fragmento será más hermoso que el todo, o lo que es lo mismo: las partes serán más que la suma del todo que las conforma.
Se puede, en fin, apuntar (entre este adelantado) otros muchos aspectos ciertamente curiosos, deducibles de este notable distingo que supone la fragmentación del romance, y que el interés de este extraordinario recurso subyace en nuestro comentario, si en parte severo y nada riguroso debido a la parquedad exigida en tan breve espacio, porque se manifiesta desde la tradición origen del mismo hasta nuestros días. Este impulso altamente expresivo, por mucho que se esfuerce en describirse allende el propio poema, no alcanza sino de soslayo a entrever el vigor inaudito de su extraordinaria intuición creativa. Por eso nosotros ofrecemos al respecto juicios comedidos aunque de buen rejo, e inevitablemente inundados, al hablar de poesía sucede inevitablemente, de mil contradictorias intenciones y por más que anhelemos prolongar la raya de nuestro modesto ingenio e intentemos poner remedio y diligencia.
Francisco Acuyo
Notas.-
(1) Alonso, Dámaso, Poesía de la Edad Media y Poesía de tipo Tradicional, Losada, Buenos Aires,1942.
(2)Menéndez Pidal, Ramón: Flor Nueva de Romances Viejos, Espasa Calpe, Proemio: Estilo de los romances: el fragmentarismo, Madrid, 1980.
(3) De Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Miguel Hernández y Francisco Acuyo, respectivamente.
ROMANCE: DE LA INTEGRIDAD VERSAL
AL CARÁCTER FRAGMENTARIO
AL CARÁCTER FRAGMENTARIO
QUE NO ES FÁCIL ARGÜIR con perspicaces, razonables o razonados -y aún menos con prosaicos- argumentos la enérgica y sublime lozanía del verso verdadero, no será ni en esta humilde estimación -ni acaso en ninguna otra menos recatada-, criterio que en verdad advierta con reconocida novedad de la naturaleza auténtica, profunda, de la poesía más genuina; así sucede, a nuestro juicio de manera indiscutible, con el que, como género, fuese reconocido en nuestra rica tradición literaria y, sobre todo poética, como romancero.
De estas aguas bebieron –beben todavía- y de su fuente inagotable lo más granado, veraz y fidedigno de la poesía inscrita en nuestra opima lengua. Acaso en el ámbito del uso singular del romance sea donde reconozcamos lo más cierto no sólo del potencial artístico y expresivo de nuestro idioma, sino también de los registros más creativos de los no menos excelsos poetas que tuvieron a bien utilizar nuestra lengua española; véanse adjuntos a los del extraordinario romancero tradicional anónimo, y a modo de excepcional ejemplo: los de Lope de Vega, de Quevedo y sobre todo los del gran D. Luis de Góngora; reconozcamos además en lo que valen los de nuestro particular romanticismo, o los de nuestra contemporaneidad en romances de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado o Federico García Lorca, paradigmáticamente.
En el romance veremos que, algunas veces el verso, al oído responde y aun al entendimiento tal que un ritmo de aromado céfiro primaveral, o en otras ocasiones como un grato silencio augusto y deleitoso. Los poemas, los romances decimos, en tan austeros pero delicados y suaves registros estructurales ofrecen su pie métrico para sostener, con enigmático andamiaje de aladas asonancias y sonoras secuencias de versos casi en el aire cincelados, las composiciones excelsas que de común los integran; sus gallardas, en fin, y sencillas disposiciones silábicas no hacen sino aumentar el pasmo tanto del lego como del avisado lector que observa y sobre todo escucha, absorto siempre, ante la excelencia de la modulación precisa que sostiene su idiosincrásica cadencia versal.
Nos parece este lugar (el que ocupa la tradición de nuestro romancero) de manera extremadamente particular, el sitio idóneo desde el que podemos constatar el aviso que en su momento hiciera Dámaso Alonso(1) sobre que, las épocas literarias no están del todo (de forma radical) separadas por férreas y perfectamente definidas fronteras, sino que coexisten en una generosa y fructífera compenetración. Creemos que la producción poética en romance es un raro ejemplo de esta compenetración capaz de tan singular belleza, acaso porque participa de aquella excepcional vinculación –intemporal- que estrecha lazos en virtud, precisamente, del impulso universal que supone la búsqueda y el hallazgo de lo hermoso conseguido a través de este modelo de consecución formal poética.
El extraordinario vigor y excelsa pujanza del género romancesco, si se manifiesta, como adelantábamos, con vívida insistencia en nuestros días (se extiende no sólo al ámbito del territorio español, también al hispanoamericano y en aquellas comunidades de origen español: sefardí y mexicano, residentes estos últimos en el sur de los Estados Unidos), será porque viene impulsado por el riquísimo acervo derivado de la ingente realidad de nuestro Romancero Tradicional, sostenida a la sazón por el Romancero Viejo (siglos XV, XVI y XVII), así como por el Romancero de tradición oral moderna (siglos XIX y XX).
Con la perspectiva de la historia, si bien las diferencias entre unos y otros textos pueden estimarse evidentes (sobre todo las temáticas), las analogías y claras semejanzas (métricas, estilísticas…) nos permiten colegir que nos encontramos en la estela de un sintomático dinamismo poético que, a nuestro parecer, habla de algo más que de la vinculación o participación en un género, si bien sujeto este potencial a cambios propios del devenir y al albur del gusto de los tiempos. No obstante, insistimos en ello, el ímpetu creativo que estimamos en el romance, común en cualquiera época, se vierte como una entidad poética genuina en la trayectoria de la poesía en nuestra lengua desde el siglo XV hasta nuestros días.
Desde las fuentes primordiales: pliegos sueltos, cancioneros y romanceros, hasta aquellas otras provenientes de los libros de música o del teatro (siglos XVI y XVII), a las recogidas en el siglo XIX por su importancia, pasando por todas aquellas detectadas en el romancero de tradición oral moderna, pueden constatarse múltiples elementos afines que podrán considerarse todos ellos desde diferentes ópticas con las que explicar aspectos en referencia a su composición formal y características de estilo, así como aquellas referidas a sus recursos formales, formulismos y tópicos y, finalmente, en relación con esta o aquella temática habitual del Romancero Tradicional y que merecen también consideración en cuanto a su posible parentesco, mas también veremos que en cuanto a portadores de potenciales contrastes.
En lo que a nosotros interesa para esta limitada exposición, atenderemos al ya recogido por Ramón Menéndez Pidal,(2) y que acaso venga en relación estrecha con el reconocido origen épico del Romancero (Milá y Fontanals, Marcelino Menéndez Pelayo, Andrés Bello o el mismo Menéndez Pidal), cuya métrica (oscilante) y estilo (juglaresco) habría de evolucionar hacia ese lirismo característico de nuestro mejor Romancero (Tradicional y moderno), nos referimos en fin, al que es propio del fragmentarismo del que participa buena parte de lo mejor del género. Así, dejando para más propicia ocasión aquellos aspectos métricos (tipos de estrofa, rimas, estribillo…), o de estilo también de seguro y grande interés. Atenderemos ahora, aunque sea breve y apresuradamente al carácter fragmentario de nuestro Romancero, por parecernos que ofrece una característica especial (pues aporta una suerte de elevadas connotaciones líricas a la totalidad del poema) y que engarzan, en principio sin demasiada violencia, con los intentos modernos, contemporáneos en esta suerte formal de verso: véanse entre otros de relevante importancia, el Primer Romancero Gitano, el Romancero de ausencias, e incluso otros que con ser coetáneos resultan sugerentes para su estudio, véase también en este caso, con toda modestia: No la flor para la guerra,(3) que mostrarán esta impronta formal en verso (fundamentalmente) octosílabo (aunque serán también frecuentes en medidas de seis y siete sílabas).
Si no pocos de los romances son conjunto de poemas conservados en la memoria popular, la fragmentación de dichos poemas tomará en verdad vida (independiente) propia, a la totalidad de la que fuera arrancada. Podrá observarse en la actualidad que se pretende dar en algunos casos un carácter similar al de la tradición a no pocos romances, los cuales participarán de idéntico vigor lírico que el tradicional gracias a este cariz fragmentario de los mismos.
La vinculación a la epopeya, ahora rota en virtud de la fragmentación narrativa de la que partió en su momento, transfigura su naturaleza primera, mas veremos que dicha fragmentación adquiere en la modernidad, si bien cadencias similares a las de su origen tradicional, otras que desde luego las distinguen, pero que demuestran, no obstante, su impulso diferenciador, pues llegaron a él mediante la magia atentamente apreciada en su tradición, la cual indiscutiblemente habría de tener los efectos persuasorios suficientes para que el poeta moderno adoptara aquellos propicios y ricos esquemas iniciales.
En definitiva, nos parecería de gran interés, y aprovechamos aquí para emplazar a un estudio minucioso de este aspecto, atender al carácter fragmentario advertido al inicio de esta exposición en la poesía romancesca moderna. Estimamos motivo este de grande curiosidad por el que vigilar, cuidar y escuchar las posibles analogías de este recurso tradicional de nuestro romancero, así como la posible novedad (o diferencia) en su uso en poemarios tales como el mismo Primer romancero gitano. Y todo porque aquello que señalaba Menéndez Pidal como rasgo estilístico, nos parece a nosotros que puede ofrecerse como un recurso acaso más complejo, sobre todo al albur de algunas
aproximaciones a su uso en poetas de la contemporaneidad, sobre todo si lo estimamos adjunto a la inhibición del adjetivo, o en la utilización del verbo con un grado de rigor y economía rayano en lo netamente matemático, todo lo cual deriva en el extremado lirismo de no pocas de las composiciones del mismo romancero lorquiano.
Podrá observarse en este uso la violación (y desde luego la ruptura con el concepto de mímesis atribuible a la poesía) con los principios de la fábula aristotélica, donde el inicio y sobre todo el nudo del interés dramático no tendrá necesariamente que conllevar un determinado y lógico desenlace. Nos parece que esto supone mucho más que un rasgo de estilo (de mera acción retórica), pues aquel recurso de idealidad se convierte en el estigma que marcará a hierro y fuego una manera diferente de entender el concepto mismo de poesía, ahora sí, plenamente moderno. Y es que el fragmento será más hermoso que el todo, o lo que es lo mismo: las partes serán más que la suma del todo que las conforma.
Se puede, en fin, apuntar (entre este adelantado) otros muchos aspectos ciertamente curiosos, deducibles de este notable distingo que supone la fragmentación del romance, y que el interés de este extraordinario recurso subyace en nuestro comentario, si en parte severo y nada riguroso debido a la parquedad exigida en tan breve espacio, porque se manifiesta desde la tradición origen del mismo hasta nuestros días. Este impulso altamente expresivo, por mucho que se esfuerce en describirse allende el propio poema, no alcanza sino de soslayo a entrever el vigor inaudito de su extraordinaria intuición creativa. Por eso nosotros ofrecemos al respecto juicios comedidos aunque de buen rejo, e inevitablemente inundados, al hablar de poesía sucede inevitablemente, de mil contradictorias intenciones y por más que anhelemos prolongar la raya de nuestro modesto ingenio e intentemos poner remedio y diligencia.
Francisco Acuyo
Notas.-
(1) Alonso, Dámaso, Poesía de la Edad Media y Poesía de tipo Tradicional, Losada, Buenos Aires,1942.
(2)Menéndez Pidal, Ramón: Flor Nueva de Romances Viejos, Espasa Calpe, Proemio: Estilo de los romances: el fragmentarismo, Madrid, 1980.
(3) De Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Miguel Hernández y Francisco Acuyo, respectivamente.
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