Ante la reciente desaparición del escritor Ray
Bradbury, hemos querido ofrecer un sentido homenaje en las páginas de nuestro
blog Ancile, y se ha hecho de la mano de nuestro selecto colaborador el
profesor Tomás Moreno, que en su sección de microensayos ha elaborado el
trabajo intitulado Humanismo contra barbarie. Con todos vosotros una semblanza
sobre el gran Ray Bradbury.
RAY BRADBURY: HUMANISMO
CONTRA BARBARIE
Ray
Bradbury: Humanismo contra Barbarie
“Allí donde queman libros, acaban quemando hombres.”
(Heinrich Heine, Almansor, 1821)
El pasado miércoles, 6 de junio de 2012, falleció
a los 91 años, en su casa de Los Ángeles, el gran escritor y novelista
estadounidense Ray Bradbury. Nacido
en 1920 en Waukegan (Illinois), autor de 27 novelas y relatos de
ciencia-ficción, género al que confirió dignidad literaria y calidad humana,
vivió la mayor parte de su vida en Los Ángeles. A su ingenio se deben obras tan
conocidas como The Martian Chronicles
(1950), The Ilustrated Man (1951), The Golden Apples of the Sun, (1953), Farenheit 451 (1953), The Stories of Ray Bradbury (1980) o Quicker than the Eye (1996), que le
situaron en el más selecto club de autores del género, al nivel de escritores
tan geniales como Robert Heinlein o Arthur C. Clarke, entre otros. Influyó
asimismo en toda una pléyade de escritores posteriores. Autodidacta -“las
bibliotecas me educaron”, solía decir- no pudo asistir a la Universidad, como
habrías sido su mayor deseo, por motivos económicos: su juventud transcurrió
bajo la Gran Depresión económica de principios de los treinta.
Ray Bradbury tuvo el mérito de renovar el género de la ciencia ficción al
introducir en él, a la vez, elementos líricos y elementos
de denuncia. Así, en sus
escritos -cuentos, relatos o novelas- se reflejan, apenas deformados por un ojo
visionario, tanto los recuerdos líricos e infantiles de una América perdida,
como las pesadillas de la civilización
tecnológica. En efecto, su percepción lírica del mundo sitúa, a veces, su
literatura al borde mismo de la literatura fantástica o de ciencia-ficción,
pero sin llegar a traspasarla. Es el caso, de sus famosísimas The Martian Chronicles (1950). Pero han
sido, sin duda, sus elementos de denuncia,
los que han marcado una parte muy considerable de su producción literaria:
Bradbury se mueve en la tradición ideológica antiutópica y antitécnica
representada por E. M. Forster (The machine stops, 1912) y por S.
Butler (Erewhon, 1872) en las
antípodas mismas del progresismo
utópico-tecnológico del H. G. Wells
de A modern utopia (1905). Intentó demostrar, como ellos,
que la máquina puede llegar a
destruir y esclavizar al hombre; la dependencia física de ella conlleva también
una dependencia espiritual. Su obra presenta así un evidente aire de familia con temáticas y argumentos de otros escritores distópicos coetáneos, desde A. Huxley (Brave new world,1932) y G.
Orwell (1984, de 1949, Animal farm, 1945) hasta Kart Vonnegut (La utopía 14, de 1952). Para Bradbury “una ‘utopía perfecta’ es una
utopía inhumana”. Sus antiutopías, combinan la “advertencia prospectiva” con la
“sátira” y constituyen todo un paradigma del género, puesto que reúnen nítidamente una serie de rasgos comunes a
todas ellas: la crítica del presente, la descripción de las variantes
pesimistas del futuro que surge de este presente y la crítica de determinadas
ideas utópicas que, en el proceso de desarrollo del progreso, revelaron el
reverso trágico de la medalla.
Pero su antitecnicismo
antiutópico y antiprogresista, de raíz rousseauniana, no es tan simple como
pudiera ingenuamente parecer: toma, eso sí, formas exacerbadas cuando se trata
de desenmascara el ídolo americano (la
tecnolatría: la divinizacion de la técnica), pero desaparece, para dar paso a
exaltados elogios románticos, cuando se trata de describir un cohete, por ejemplo, dispuesto a llevar a los hombres a mundos
distintos y mejores, más humanos. Para Bradbury,
el gran peligro de la técnica no es otro que la pérdida de los vínculos con la
Naturaleza que pueda acarrear. Pérdida que comporta ineluctablemente la
desaparición de la propia espiritualidad humana. Sus marcianos de Crónicas
marcianas “sabían vivir en armonía con la Naturaleza. No se empeñaban en
establecer una línea divisoria entre el hombre y el animal”. Ahora, en su
opinión, “en el hombre… sobra el hombre y falta el animal”. El hombre tiene que aprender muchas cosas del animal
(al contrario de lo que sugería la imagen
bestial del animal que presentara H.
G. Wells en The island of Dr. Moreau,
1896).
El hombre busca,
en efecto, el sentido de la vida
porque no vive de una manera auténtica, nos dice Bradbury. Para el animal la
respuesta se halla en la vida misma. Y los marcianos
de Bradbury, tan próximos a la Naturaleza, “comprendieron que para sobrevivir
hay que dejar de inquirir por el sentido de la vida. La vida en sí es la
respuesta. La finalidad de la vida consiste en reproducirla y organizarla lo
mejor posible”. Los marcianos de sus Crónicas, observaron que la pregunta
“¿para qué vivir?” surgió en pleno período de guerras y calamidades cuando no
había respuestas. Pero bastó que la civilización adquiriera equilibrio,
estabilidad, bastó que cesaran las guerras, para que la pregunta dejara de
tener sentido. Cuando la vida es buena no vale la pena discutir acerca de ella[1].
Su obra de denuncia
más conocida, la distopía Fahrenheit 451, novela admonitoria y
angustiosa, en la línea de las contrautopías
de George Orwell y de Aldous Huxley, fue llevada al cine por Francois Truffaut en 1967, y sirvió
como modelo de todo el cine de ciencia-ficción o anticipación científica que
después vendría: desde THX 1138 a Matrix, pasando por Cuando el destino nos alcance, 12 monos o La naranja mecánica. En ellas se nos enseña que todo futuro no es
necesariamente mejor, que puede ser, que -con toda probabilidad- será peor: la
imagen perfecta de la espalda de nuestro tiempo, de su lado oscuro.
En el prólogo a su reedición de 1993, Bradbury reconoció su inspiración
y antecedentes:
“Era
inevitable que acabara oyendo o leyendo sobre los tres incendios de la
Biblioteca de Alejandría; dos accidentales, y el otro intencionado. Tenía nueve
años cuando me enteré y me eché a llorar. Porque, como niño extraño, yo ya era
habitante de los altos áticos y los sótanos encantados de la Biblioteca
Carnegie de Waukegan, Illinois […]”[2].
Su
gran novela, Fahrenheit 451 -título
que alude a la temperatura necesaria para la incineración del papel- se publicó
en 1953. En ella se pronostica un luctuoso futuro, en el cual los libros están
prohibidos y un cuerpo de bomberos se encarga de chamuscarlos sin demora ante
los peligros de que, una vez leídos, perturben la ortodoxia impuesta por el sistema social imperante (totalitario),
dado que para dicho régimen político: “Un libro es un
arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma.
Domina la mente del hombre.” El
protagonista de la obra es Montag, quien, al concluir la persecución desatada
en su contra por ese “sistema” despótico, se une a los disidentes. Cada uno de
ellos, aloja en su memoria un libro completo o el capítulo de un libro y espera
reunirse con otros como ellos, para así intentar reescribir los grandes
libros clásicos proscritos y hechos desaparecer por los decretos oficiales[3].
En ésta, como en toda la restante obra de Bradbury, la memoria es el recurso
principal para sobrevivir en un futuro hostil.
Pero
su libro tenía antecedentes. Como señala Fernando Báez -a quien seguimos en
este excurso- antes de Fahrenheit,
hacia 1950, Bradbury ya había escrito un relato breve titulado Hoguera, en el que su protagonista tras
pasar lista a todos sus odios literarios -entre los que se encontraban nada
menos que escritores y pensadores tan excelsos como Shakespeare, Platón,
Aristóteles, Jonathan Swift, William Faulkner o poetas como Robert Frost, John
Donne y Robert Eric-, proclama su deseo de extinción de todos sus libros:
“Todos arrojados a la Hoguera. Después imaginó las cenizas (porque en eso se
convertirían) […].” En 1963, en Bright
Phoenix, Bradbury incluirá asimismo a un personaje radical dedicado también
a la quema de los libros de la biblioteca del pueblo, pero al descubrir la
extraña peculiaridad de los
habitantes del lugar (unos tenían por nombre Keats o Platón, otros se llamaban
Einstein o Lincoln) el incendiario comprende que todos en aquel pueblo guardan
un secreto: han memorizado los libros de la biblioteca para salvarlos[4].
La novela se inscribe, pues, en toda una gran tradición literaria cuyo
objetivo no fue otro que la denuncia radical de la incineración de libros, de
la biblioclastia y bibliofobia, y cuyos representantes van desde Miguel de Cervantes hasta Umberto Eco. Carlos París ha mostrado, en este sentido, como la
imaginación literaria no ha podido resistirse a registrar este espectáculo de
la destrucción y quema de libros, recreándolo satíricamente en episodios como
“el donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero, animados por la
sobrina y ama de Don Quijote, realizaron en la biblioteca del hidalgo,
arrojando al fuego una respetable cantidad de libros de caballerías, como
supuestos responsables de la locura del bueno de Alonso Quijano”. Y añade que
esa indignación ante semejantes actos de barbarie fue lo que condujo a
Bradbury, ya en el siglo XX y en su en su obra Fahrenheit 451, “a imaginar, bajo el impacto de los nuevos medios
de comunicación, rivales de la lectura, una sociedad en que el poder lanza el
mundo entero de los libros al ardiente fuego”[5].
Pero ha sido el ya citado Fernando
Báez, quien -en el capítulo XV (Libros
destruidos en la ficción) de su impresionante Nueva Historia universal de la destrucción de libros. De las tablillas
sumerias a la era digital- ha pasado exhaustiva revista a los antecedentes
y consecuentes literarios de la distopía Bradburyana[6].
Por sólo referirnos a algunos del siglo XX, hay que señalar, dentro del género
de ciencia-ficción, la obra de Walter M. Miller, Cántico por Leibowitz (1959), en la que se nos informa de una orden
religiosa dedicada a copiar fragmentos y textos de los grandes libros para
salvar la memoria de la humanidad. La misma temática, aunque en sentido
contrario, nos ofrece el escritor
argentino Roberto Arlt en “El escritor fracasado” (cuento inserto en El
jorobadito, 1933) donde se nos narra en primera persona cómo un
escritor precozmente famoso se transforma en un cínico, cuando en un
determinado momento, atormentado por sus fracasos literarios, decide destruir
todos sus libros. Es también el motivo
que inspira al gran escritor mexicano Juan
José Arreola en un cuento titulado “Nabónides”, incluido en su Confabulario (1952), en el que nos
relatará la vida de de un amante de la escritura y del arte babilónico,
Nabónides, que pretendió salvar “ochocientasmil tabletas de que constaba la
biblioteca” de Alejandría, tomando a su servicio miles de escribas para tal
fin.
Sin embargo, nadie como Jorge Luis
Borges, el genial escritor argentino, se ha esforzado, con mayor pasión e
insistencia, en denunciar la destrucción y desaparición de libros. Dedicó, en
efecto, muchos de sus ensayos, cuentos o poemas a reproducir y lamentar el
horror de la de la eliminación de los mismos. Permanentemente fascinado por el
tema de la quema de la Biblioteca de Alejandría, en el “Poema de los dones” (El
hacedor, 1960), se refiere a su ceguera como un impedimento para leer
los libros que le entregaron para su custodia, como director de la Biblioteca
Nacional de Buenos Aires, y alude al antiguo centro del saber griego al decir:
“[…] En vano el día / Les prodiga sus libros infinitos / Arduos como los arduos
manuscritos / Que perecieron en Alejandría […]”. Años más tarde, Borges
recupera el tema de las bibliotecas en “Alejandría, 641 A.D.”, poema incluido
en Historia de la noche (1977). El
texto, debería leerse junto con “La muralla y los libros”, un feliz ensayo de Otras
inquisiciones (1954), porque, de algún modo, resume la idea de que
todas las destrucciones de libros son inútiles; el hombre volverá a escribir
las mismas obras porque los temas están en su alma: “Yo, aquel Omar que sojuzgó
a los Persas / Y que impone el Islam sobre la tierra, / Ordeno a mis soldados
que destruyan / Por el fuego la larga biblioteca, que no perecerá. Loados sean
/ Dios que no duerme y Muhammad, su Apóstol.”
“La
biblioteca de Babel” (Ficciones, 1944) trata de una secta
dedicada a eliminar libros inútiles:
“[…] Invadían los hexágonos, exhibían
credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban
anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata
perdición de millones de libros […]”.
En “Los teólogos” (Ficciones),
Borges rememora el mismo nefasto acontecimiento alejandrino, comenzando así su
relato:
“Arrasado
el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los hunos en
la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los
vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran
blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron
palimpsestos y códices […]”.
En
“Tres versiones de Judas” (Ficciones), recuerda la obra de Nils
Runeberg y advierte que de haber sido escrita en la época de Basílides,
“perduraría en el apócrifo Liber adversus
omnes haereses o habría perecido cuando el incendio de una biblioteca
monástica devoró el último ejemplar del Sintagma […]”.
“El
congreso”, relato incluido en El libro de arena (1975), se refiere
a un frustrado Congreso, que acaba
con una gran hoguera donde son quemados todos los libros recopilados -desde
enciclopedias y atlas hasta la Historia
Naturalis de Plinio- y hace decir a Fernández Irala, uno de los
congresales, estas palabras premonitorias: “Cada tantos siglos hay que quemar
la biblioteca de Alejandría”. En “There are more things” (también de El
libro de arena) el narrador informa de una destrucción de libros y en
“Utopía de un hombre que está cansado” (ibíd.) imagina un mundo futuro donde ya
no existen los libros ni las bibliotecas. El relato, en fin, que da título a El
libro de arena presenta una obra infinita que llega a provocar el miedo
de su último poseedor, quien se verá obligado a admitir: “Pensé en el fuego,
pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara
de humo al planeta […]”[7].
El
análisis de Fernando Báez continúa
con la obra del escritor griego Nikos
Kazantzaki. En su novela El pobre de Asís (1956), su
protagonista Francisco de Asís -santo que veneró al fuego, al sol, a las
plantas y a los animales- fue sin embargo hostil a los libros. En el capítulo
VIII de la citada obra, un novicio (el hermano León) le llama la atención
acerca de la incineración de una serie de libros, mapas y manuscritos en medio
del patio. Ante el montón de cenizas, el venerable místico, Francisco de Asís,
toma un puñado de ellas y mostrándolas en sus manos abiertas se dirige al
novicio diciéndole:
“-Mira, hermano León, y lee: ¿Qué dice este libro?
- Que la ciencia no es sino ceniza […]”.
Elías Canetti, Umberto Eco y Arturo
Pérez-Reverte son los siguientes
grandes escritores en los que el tema de la incineración o destrucción de
libros constituye el núcleo en torno al cual giran las intrigas argumentativas
de sus respectivas novelas o relatos. Una de los más conocidos es Auto
de fe (1935) de Elías Canetti[8]. Protagonizada por
Peter Kien (kien significa en alemán,
leña para teas), un profesor puntilloso y solitario, quien ante tanto fracaso
decide apilar todos sus libros y se quema con ellos. Subido en el sexto peldaño
de su escalera, en su biblioteca-estudio en el que ha apilado todos sus libros,
desde allí “vigila el fuego y aguarda”: “Cuando por fin las llamas lo
alcanzaron, se echó reír a carcajadas como jamás en su vida había reído”[9].
Umberto Eco, en El nombre de la rosa
(1980)[10],
narrada por el joven Adso de Melk -discípulo del protagonista detectivesco de
la obra, Guillermo de Baskerville-, nos describe los asesinatos cometidos en el
monasterio y que obedecen a los celos extraños de un monje ciego y bibliófilo,
Jorge de Burgos,[11] que custodia el único
ejemplar existente del segundo libro de la Poética
de Aristóteles, cuyo tema era, según los testimonios existentes (uno de ellos,
auténtico, es el Tractatus Coislinianus),
un estudio y apología de la comedia. Al final de la obra, la biblioteca
laberíntica de la abadía benedictina arde y deja como único rastro una
colección de fragmentos chamuscados.
Por
su parte, Arturo Pérez-Reverte, en El Club Dumas (1993), nos presenta al
personaje Lucas Corso, “mercenario de la bibliofilia”, quien emprende una
investigación fascinante sobre un capítulo inserto de modo extraño en una
edición de un libro de Dumas, y, también, sobre un libro satánico titulado De umbrarum regni novel portis (Las nueve puertas del reino de las sombras)
de 1666, editado por un tal Aristide Torchia (1620-1667), quien será condenado
a la hoguera por la Inquisición, por magia y brujería, por haber impreso el
libro, que siguió la misma suerte que su editor.
El último y más reciente relato -no incluido en el libro de Báez, por su
publicación posterior al ensayo del escritor venezolano- estaría representado
por la obra Los libros arden mal, del escritor gallego Manuel Rivas[12], si no fuera
porque en ella se alude no tanto a incendios ficticios (literarios) como en los casos anteriores, cuanto una
crónica de hechos desgraciadamente acaecidos en nuestra historia pasada. En esa
extraordinaria historia dramática de la
cultura española que es su novela, Rivas describe y muestra en uno de sus
más intensos capítulos -el titulado Arden
los libros, 19 de agosto de 1936[13],
- la quema de libros, efectuada junto a
la Dársena de A Coruña y en la cercana Plaza de María Pita, por grupos
falangistas tras el golpe militar de agosto del 36, en Galicia. Allí,
sacrificados al odio y al fanatismo más cerril e irracional, incinerados a
montones, indiscriminadamente, piras de libros de los ateneos y bibliotecas de
la ciudad -desde La República, de Platón, El
hombre y la tierra de Elisée Reclus, La
madre de Maximo Gorki, La
metamorfosis de Franz Kafka hasta Como
se forma un electricista de T. O’Conner, De la fecundación de las orquídeas por los insectos de Charles
Darwin o La conquista del pan de P.
A. Kropotkin etc.- ardieron pasto de las llamas con un olor pegajoso, casi a carne humana, ante la insensibilidad,
ignorancia e impiedad de sus ejecutores.
Con
Farenheit 451, Ray Bradbury se
convierte así en el visionario o profeta de la segunda mitad del siglo XX que
nos alerta sobre la reviviscencia de esas prácticas libericidas -permítaseme el neologismo- que la barbarie podría
seguir infligiendo a la humanidad -bien por causas ideológicas, políticas o
religiosas de carácter fundamentalista, bien por imperativos de la eficiencia
del progreso tecnológico y electrónico- tanto en nuestros días como en el
inmediato futuro de nuestra civilización. Ese futuro parece haber llegado ya y
ha provocado que se levanten algunas voces de advertencia, de denuncia y
protesta. Aunque sólo fuese por este libro seminal y prolífico, merecería su
autor figurar en un lugar de privilegio entre los mayores escritores y
humanistas del siglo XX.
Tomás
Moreno
[1] Cfr. Yuli Kagarlitski, ¿Qué es la ciencia-ficción?, Guadarrama,
Punto Omega, Madrid, 1977, p. 367.
[2] Cfr. Fernando Báez, Nueva
historia universal de la destrucción de libros, Destino, Barcelona, 2011,
pp. 148. Alude en esta cita Bradbury
a los tres luctuosos acontecimientos históricos en los que se arrasó e incendió
la famosa Biblioteca de Alejandría: más de seiscientos mil rollos de pergamino
manuscritos, la herencia escrita de la Antigüedad clásica, textos griegos,
egipcios, mesopotámicos milenarios, fueron destruidos por el fuego por el
fanatismo romano, cristiano o islámico. El 1º tuvo lugar como consecuencia de
la guerra civil entre Cesar y Marco Antonio, el año 47 a.d.C.; el 2º a finales
del siglo IV d.d. C, por una turba de cristianos fanáticos, liderados por el
patriarca Teófilo; el 3º, cuando Amru-Ben-El-Asi conquistó la ciudad en el
siglo VII. El más recordado es el que llevó a cabo este comandante islámico el
año 641 de nuestra era, que argumentaba
con este dilema su “hazaña”:“Los libros de esta biblioteca contienen lo mismo,
o menos, o más que el Corán. Si contienen lo mismo, o menos han de ser quemados
(porque son innecesarios). Si contienen más, han de ser quemados (porque son
heréticos). Luego, han de ser quemados.” Cfr. Biblioteca de Alejandría… (en
Rafael Argullol, Disturbios del
conocimiento, Icaria, Barcelona, 1980 pp. 87-88).
[3] Se sabe que en Roma hubo un
hombre rico llamado Itelio, quien tenía en su casa a cien esclavos que
recitaban, cada uno, un libro de memoria: Homero, Virgilio, Horacio.
[4] F. Baez, Nueva historia universal de la destrucción de libros, Destino,
Barcelona, 2011, p. 249.
[5] Carlos París, Ética
radical. Los abismos de la actual civilización, Tecnos , Madrid, 2012, p.
216.
[6] F. Baez, op. cit pp. 249-255. En este imprescindible y
enciclopédico ensayo, su autor pasa revista a seis mil años de barbarie biblioclastica y bibliofóbica universal,
que incluye de destrucción en destrucción, las tres quemas y devastaciones
sucesivas de la Biblioteca de Alejandría; las prohibiciones de los faraones
egipcios; las destrucciones de los biblioclastas
griegos; los intentos por borrar el pasado y secuestrar el saber de los
Emperadores de China y de sus “funcionarios divinos”; las obras paganas
destruidas por los primeros cristianos; las primeras destrucciones de las
bibliotecas de Bagdad; el radical fanatismo iconoclasta y biblioclasta musulmán; los libros musulmanes y judíos
purgados en la España de los siglos dorados; los códices quemados en México
tras la conquista; las hogueras del Santo Oficio; la censura de libros de la
Inglaterra puritana; los incendios y naufragios de bibliotecas diversas y los
interdictos, censuras y prohibiciones inquisitoriales de obras literarias,
científicas y filosóficas a lo largo y ancho de toda la modernidad, desde el Renacimiento
al siglo XIX; la fobia anticultural y el bibliocausto
del régimen de terror nazi; las purgas, censuras de escritores y quemas de
libros bajo el régimen soviético entre 1917 y 1989; los innumerables saqueos
durante la guerra civil española, la destrucción de bibliotecas y archivos bajo
las dictaduras del siglo XX: desde la guerra de Irak hasta el terrorismo
fundamentalista y la guerra electrónica
de nuestros días etc. etc.
[7] Jorge Luis Borges, Obras Completas, I y II volúmenes, RBA, Instituto Cervantes,
Barcelona 1996.
[8] Elias Canetti, Auto de fe, Muchnick Editores,
Barcelona, 1981, p. 253. Fue premio Nóbel de literatura en 1981.
[11] Alusión y homenaje evidente a su admirado
Jorge Luis Borges.
[12] Manuel Rivas, Los libros arden mal, Punto de Lectura, Madrid, 2007. Esta obra de nuestro gran
escritor gallego obtuvo, entre otros varios, el Premio de la Crítica española
del 2006.
Excelente articulo pero la historia siempre se repite. En Argentina durante la ultima dictadura militar se quemaban libros. Adrian.
ResponderEliminarBrillante exposición del Prof. Moreno. Gracias por recordar a este grande de la literatura norteamericana. Su obra me acompañó en distintas épocas y he lamentado mucho su partida. Nos deja un gran legado.
ResponderEliminarUn gran abrazo desde Miami.
Jeniffer Moore