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martes, 2 de octubre de 2012

SOMBRAS Y LUCES DEL AMOR

Me pedía la poeta y amiga Brenda López Soler, que si me parecía bien que publicase el prólogo de su libro recién premiado (con el XVI premio de poesía Miguel de Cervantes) La carne en sombra en su muro de facebook, cosa a la que no me opuse como autor del mismo. Aprovecho la ocasión para ofrecerlo  en el blog Ancile para incitar al que guste de la buena poesía, a leer dicho poemario. Esta modesta introducción no puede tomarse por otra cosa que una humilde aproximación a lo que de profundo y hermoso tienen los poemas del mencionado libro.


Sombras y luces del amor, Francisco Acuyo




SOMBRAS Y LUCES DEL AMOR


LAS sombras y las luces del abisal, oscuro —y tantas veces compulsivo— dominio de la carne, contrastadas en el concep­to (ideal o abstracto) y la realidad (física o fisiológica) que entendemos como amor, sería interesante inferir que, acaso sólo sean en verdad accesibles para unos pocos corazones perceptivos, sensibles y fraternos, pues, exigua es la cantidad de aquellos que comprenden la profundidad de su insondable significado. El amor profano no puede sustraerse al ámbito de lo sentimental y fisiológico únicamente. La conciencia de los amantes puede volver vaciada, sujeta al paroxismo de la con­fusión más absoluta o elevada a la esfera de lo sublime tras el contacto ardiente, radical y arrebatador amoroso. El erotismo traza la crucial confluencia entre la cultura y la naturaleza mis­ma. Si el sexo es poder, en la identidad de los amantes aquel se amplifica exponencialmente desvelando la ley fundamental de la naturaleza, mediante la cual se determina que, cuando se crea algo, algo tiene que destruirse: La destrucción o el amor (alexandrino) es una constante irrefutable que en la poesía toma su forma y espíritu más extremados.
Así las cosas, cada poema de La carne en sombra de Brenda López Soler se adentra, se asimila, se consume en esta sin­gular corriente de creación y aniquilamiento excepcionales. Respiran estos versos la sabia y salvaje intuición del que ama y muere en la corriente agreste y sin condiciones de la genui­na entrega amorosa. Poesía, sí, profundamente intuitiva que socava la razón conceptual, literaria, estructural (gramatica, sintáctica, métrica) del verso para amoldarse a la irracional fuerza que afirma la destrucción y la creación mismas que confluyen por igual en la naturaleza que describe y expresa el amor. El artificio cultural del poema en estas páginas se autodestruye en pos del deseo amoroso. El daimon primitivo, no el guardián del hombre, se levanta para afirmar su potestad irreductible en estos versos. La catexis (la líbido que habita fieramente estos poemas) se libera para autoafirmarse en una identidad férrea que se identifica plenamente con el ardor, la angustia, el placer, la decepción, el impulso entregado, al fin, en el amor de la poeta. No obstante, no hay libertad para quien ama y son los símbolos de su pasión los que finalmente interceden por el que vive y muere en este delirio aherrojado. Pero es inevitable que lo telúrico aflore con violencia y las entrañas mismas de la tierra muestren ferozmente su frenesí incontenible en estos poemas:

Se nos adentra la noche, bajo la piel. Un aroma de
madreselva anuncia lo que nunca seremos.
Errantes, como todas las flores desprendidas,
soñaremos entre páginas, palabras eternas.
Hasta el final, con la carne en sombra.

Sombras y luces del amor, Francisco Acuyo
Mas también suponen la abolición de lo físico y de lo psíquico convencionales en la conciencia del que ama pues, ciertamente, aspira a la fulguración única de la integración en el otro; y es aquí cuando lo sexual, lo plenamente erótico se convierte en imitación de su ctónica naturaleza que aspira a ir mucho más allá de la vida que satisface y garantiza el género de la especie para quedar reducido a simple mito. Así también el principio de placer freudiano queda puesto en tela de juicio: su estupefaciente grado se diluye y escapa de la propia fun­ción fisiológica, y es que el placer no es suficiente, pues, no dura, y es ese tormento de frugalidad temporal lo que causa el desasosiego de nuestra autora, ya que es continuo el énfasis en considerar la atracción amorosa como la polaridad de dos identidades, de dos fuerzas, de dos energías, de dos potencias universalmente arrebatadoras, pero siempre efímeras.
La voluptuosidad se convierte en fascinum para conformar el sortilegio de la sangre amada que, en modo alguno puede ser separada del flujo personal de la corriente de las venas del que ama. Brenda López Soler quiere mostrarnos que la carne es la luz que vive en la materia del amante, sin embargo, en su alma encarnada. La hiperestesia de los que aman permanece siempre secreta e inexplicable en el magnetismo que vincula a los amantes, e incluso más allá, para situarse en el centro del amor mismo.
Esta Carne en sombra es la exaltación, sin embargo, de la luz del alma que posibilita la proyección de la materia en la sombra. Es el embolon que distingue la dicotomía que separa a los amantes pero que, no obstante, recuerda y conserva la otra mitad que es, a pesar de todo, íntimamente, en su identi­dad individual. Lo social, lo individual, lo trascendente, queda todo incluido y excluido a un tiempo en el impulso primigenio del eros que habita pasionalmente estas páginas de ardiente y entregada poesía.
El dolor, el olvido, la separación, el abandono del objeto amado será trasladado aquí como la aflicción del andrógino platónico, que se ve privado por los dioses de su atrevimiento de unidad y propósitos magnificentes y soberbios, dividiéndolos en dos para su tortura interminable pues, solo queda la memoria de aquella naturaleza unívoca, eterna y primordial. Por eso es la entrega sexual el modo universal de destrucción de aquella infamante dualidad, y por eso será la carne el vehículo ideal para la unión definitiva, y el amor (a, sin; mors, muerte) la realidad sin exterminio.
Pero he aquí que no termina la riqueza simbólica, ideológica y espiritual de estos versos. El entusiasmo (la manía griega) ofrece la lúcida embriaguez que sólo en el amor es posible. La poeta es la vidente única que interpreta los signos enigmá­ticos del amor y de la carne, o lo que es lo mismo: la entrega corporal en pos del aliento inmortal que sólo subyace en el amor verdadero y que, acaso, no es tan fácil de distinguir en el ansia de amar y ser amada:

Te he visto.

Desde entonces ando libre por las calles
y los cuerpos.

Sin poseer razones
ni argumentos
he dejado atrás la causa y el efecto
de todas las curvas y las fuerzas.

La dinamis que impulsa en estos poemas es el estímulo que mantiene prodigiosamente el equilibrio casi imposible entre la temporalidad y lo eterno, pues acaba situándose siempre un paso más allá del sedante y narcótico liminal del sexo que, como decíamos, acaso añora la androginia primordial de un estado de identidad único y perfecto.
Sombras y luces del amor, Francisco Acuyo
Circe nos embelesa con la sombra de la carne y no deja ver la plenitud (de Poros) en la indigencia (de Penia) y de cuya capciosa y ebria coyunda habría de nacer Eros[1].Por eso está aquí manifiesta la conjunción paradójica del ser y del no ser, de la plenitud y la indigencia. Tan sólo nos faltaría en esta singu­lar galería de la pasión el amor fatal de Narciso. En cualquier caso el eros de estos versos no hace sino dar constancia de la embriaguez por la que no puede traslucirse el hecho inaudito si manifiesta que, cuando desean, empujan y codician en pos de continuar, mantener, nutrir la existencia vital, están en rea­lidad dando un paso hacia la aniquilación, como su dualidad, finalmente, irremediable nos confirma.
Que la pasión desbordante de los versos no ciegue, digo, el valor intrínseco que aspiran los poemas. ¿Quién, enamorado, no espera del amor El Absoluto? Ya Schopenhauer adelantaba que los sufrimientos del amor destrozado o insidiosamente traicionado estaban, por su dolor, muy por encima de cual­quiera otro sufrimiento, pues no se apoyan en modo alguno en la acerva experiencia del engaño o el olvido, ni se asienta tampoco este daño y padecimiento en el amargo cáliz psico­lógico de la separación o la decepción misma amorosa, sino en su honda aspiración trascendente de ser de manera total y definitiva, lamentablemente cercenada.
El dolor es así algo consustancial a cualquier amor verdadero porque la necesidad de su duración (de su eternización) parte del alto vuelo que ha supuesto la participación y entendimiento del amor. No os extrañe en modo alguno que sea el eros la herramienta más útil y pertinente para que el hombre observe la privación que supone no tener, no conocer o, en definitiva, perder el amor, pues nos muestra el vacío abisal que supone el no ser en la conciencia del ser amado, porque si es verdadero, insisto, será, por fin, la ausencia de nuestro ser mismo.

Pero no existe el fracaso en el amor cuando se siente y se intuye en su genuina dimensión, aun cuando se constata en la decepción más amarga, pues el que ama verdaderamente, debe de sentir la ausencia y debe guardar siempre abiertas las heridas[2], y si la voluptuosidad es una agonía[3], de aquella angustia exaltada se traduce la fuerza más robusta pues, de su impulso, de su vigor y resistencia se intensifica lo audaz, lo potente, lo positivo; y de ese sufrimiento se entiende, por fin, la naturaleza de lo infinito. Véase el poema último del libro:

Sola.
En ti.
En mí.

Victoriosa.

Es la firmeza, la única verdad.
El único amor.

La carne en sombra es la sombra del corazón donde el eros sombrío habita, pues si el amor está bajo el signo de la mujer[4], es como decir que corresponde a lo oscuro, a lo sub­terráneo, a lo nocturno, a lo inconsciente donde el complejo amor-dolor- muerte muestra su matiz más sutil y que va, sin duda, más allá de cualquier placer. Los ciclos de la naturaleza son los ciclos de la mujer, [5] el primum mobile de la naturaleza que muestra cómo estos versos son la fuerza dionisíaca que se filtra subrepticiamente en la razón apolínea para ofrecer des­carnada (o, mejor, carnalmente) el caos de la emoción que no es sino palpitación del cuerpo que se expresa con tanto ímpetu y belleza en la poesía y en la luz que quiso ser materia, y que acaba siendo espíritu en estos versos.



                                                                                                                Francisco Acuyo












[1] Se trata del mito relatado por Platón en El Banquete, donde describe el nacimiento de Eros. En la celebaración del nacimiento de Afrodita, en el jardín de Zeus, participaba Poros, que bajo los efectos
De la embriaguez mantuvo relaciones  con Penia, siguiendo un plan para concebir un hijo, que sería el propio Eros.
[2] Novalis: Himnos a la noche y cánticos espirituales, Ocnos, Barelona, 1975.
[3] Mauclair, C: La magie de l’amour, París, 1918, p.200.
[4] Evola, J.: Metafísica del sexo, José Olañeta Editor, Barcelona, 1997, p. 102.
[5] Paglia, C.: Sexual Personae, Valdemar, Madrid, 2006, p. 36.



Sombras y luces del amor, Francisco Acuyo

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