Me pedía la poeta y amiga Brenda López Soler, que si me parecía bien que publicase el prólogo de su libro recién premiado (con el XVI premio de poesía Miguel de Cervantes) La carne en sombra en su muro de facebook, cosa a la que no me opuse como autor del mismo. Aprovecho la ocasión para ofrecerlo en el blog Ancile para incitar al que guste de la buena poesía, a leer dicho poemario. Esta modesta introducción no puede tomarse por otra cosa que una humilde aproximación a lo que de profundo y hermoso tienen los poemas del mencionado libro.
SOMBRAS Y LUCES DEL AMOR
LAS sombras y las
luces del abisal, oscuro —y tantas veces compulsivo— dominio de la carne,
contrastadas en el concepto (ideal o abstracto) y la realidad (física o
fisiológica) que entendemos como amor, sería interesante inferir que, acaso
sólo sean en verdad accesibles para unos pocos corazones perceptivos, sensibles
y fraternos, pues, exigua es la cantidad de aquellos que comprenden la
profundidad de su insondable significado. El amor profano no puede sustraerse
al ámbito de lo sentimental y fisiológico únicamente. La conciencia de los
amantes puede volver vaciada, sujeta al paroxismo de la confusión más absoluta
o elevada a la esfera de lo sublime tras el contacto ardiente, radical y
arrebatador amoroso. El erotismo traza la crucial confluencia entre la cultura
y la naturaleza misma. Si el sexo es poder, en la identidad de los amantes
aquel se amplifica exponencialmente desvelando la ley fundamental de la
naturaleza, mediante la cual se determina que, cuando se crea algo, algo tiene
que destruirse: La destrucción o el amor (alexandrino) es una constante
irrefutable que en la poesía toma su forma y espíritu más extremados.
Así las cosas, cada poema de La carne en sombra de Brenda
López Soler se adentra, se asimila, se consume en esta singular corriente de
creación y aniquilamiento excepcionales. Respiran estos versos la sabia y
salvaje intuición del que ama y muere en la corriente agreste y sin condiciones
de la genuina entrega amorosa. Poesía, sí, profundamente intuitiva que socava
la razón conceptual, literaria, estructural (gramatica, sintáctica, métrica)
del verso para amoldarse a la irracional fuerza que afirma la destrucción y la
creación mismas que confluyen por igual en la naturaleza que describe y expresa
el amor. El artificio cultural del poema en estas páginas se autodestruye en
pos del deseo amoroso. El daimon primitivo, no el guardián del hombre,
se levanta para afirmar su potestad irreductible en estos versos. La catexis
(la líbido que habita fieramente estos poemas) se libera para autoafirmarse
en una identidad férrea que se identifica plenamente con el ardor, la angustia,
el placer, la decepción, el impulso entregado, al fin, en el amor de la poeta.
No obstante, no hay libertad para quien ama y son los símbolos de su pasión los
que finalmente interceden por el que vive y muere en este delirio aherrojado.
Pero es inevitable que lo telúrico aflore con violencia y las entrañas mismas
de la tierra muestren ferozmente su frenesí incontenible en estos poemas:
Se nos adentra
la noche, bajo la piel. Un aroma de
madreselva
anuncia lo que nunca seremos.
Errantes, como
todas las flores desprendidas,
soñaremos entre
páginas, palabras eternas.
Hasta el final,
con la carne en sombra.
Mas también suponen la abolición de lo físico y de lo psíquico
convencionales en la conciencia del que ama pues, ciertamente, aspira a la
fulguración única de la integración en el otro; y es aquí cuando lo sexual, lo
plenamente erótico se convierte en imitación de su ctónica naturaleza
que aspira a ir mucho más allá de la vida que satisface y garantiza el género
de la especie para quedar reducido a simple mito. Así también el principio de
placer freudiano queda puesto en tela de juicio: su estupefaciente grado se
diluye y escapa de la propia función fisiológica, y es que el placer no es
suficiente, pues, no dura, y es ese tormento de frugalidad temporal lo que
causa el desasosiego de nuestra autora, ya que es continuo el énfasis en
considerar la atracción amorosa como la polaridad de dos identidades, de dos
fuerzas, de dos energías, de dos potencias universalmente arrebatadoras, pero
siempre efímeras.
La voluptuosidad se
convierte en fascinum para conformar el sortilegio de la sangre amada
que, en modo alguno puede ser separada del flujo personal de la corriente de
las venas del que ama. Brenda López Soler quiere mostrarnos que la carne es la
luz que vive en la materia del amante, sin embargo, en su alma encarnada. La
hiperestesia de los que aman permanece siempre secreta e inexplicable en el magnetismo
que vincula a los amantes, e incluso más allá, para situarse en el centro del
amor mismo.
Esta Carne en
sombra es la exaltación, sin embargo, de la luz del alma que posibilita la
proyección de la materia en la sombra. Es el embolon que distingue la
dicotomía que separa a los amantes pero que, no obstante, recuerda y conserva
la otra mitad que es, a pesar de todo, íntimamente, en su identidad
individual. Lo social, lo individual, lo trascendente, queda todo incluido y
excluido a un tiempo en el impulso primigenio del eros que habita
pasionalmente estas páginas de ardiente y entregada poesía.
El dolor, el
olvido, la separación, el abandono del objeto amado será trasladado aquí como
la aflicción del andrógino platónico, que se ve privado por los dioses de su
atrevimiento de unidad y propósitos magnificentes y soberbios, dividiéndolos en
dos para su tortura interminable pues, solo queda la memoria de aquella
naturaleza unívoca, eterna y primordial. Por eso es la entrega sexual el modo
universal de destrucción de aquella infamante dualidad, y por eso será la carne
el vehículo ideal para la unión definitiva, y el amor (a, sin; mors,
muerte) la realidad sin exterminio.
Pero he aquí que no
termina la riqueza simbólica, ideológica y espiritual de estos versos. El
entusiasmo (la manía griega) ofrece la lúcida embriaguez que sólo en el
amor es posible. La poeta es la vidente única que interpreta los signos enigmáticos
del amor y de la carne, o lo que es lo mismo: la entrega corporal en pos del
aliento inmortal que sólo subyace en el amor verdadero y que, acaso, no es tan
fácil de distinguir en el ansia de amar y ser amada:
Te he visto.
Desde entonces
ando libre por las calles
y los cuerpos.
Sin poseer
razones
ni argumentos
he dejado atrás
la causa y el efecto
de todas las
curvas y las fuerzas.
La dinamis que
impulsa en estos poemas es el estímulo que mantiene prodigiosamente el
equilibrio casi imposible entre la temporalidad y lo eterno, pues acaba
situándose siempre un paso más allá del sedante y narcótico liminal del sexo
que, como decíamos, acaso añora la androginia primordial de un estado de
identidad único y perfecto.
Circe nos embelesa
con la sombra de la carne y no deja ver la plenitud (de Poros) en la indigencia
(de Penia) y de cuya capciosa y ebria coyunda habría de nacer Eros[1].Por
eso está aquí manifiesta la conjunción paradójica del ser y del no ser, de la
plenitud y la indigencia. Tan sólo nos faltaría en esta singular galería de la
pasión el amor fatal de Narciso. En cualquier caso el eros de estos
versos no hace sino dar constancia de la embriaguez por la que no puede
traslucirse el hecho inaudito si manifiesta que, cuando desean, empujan y
codician en pos de continuar, mantener, nutrir la existencia vital, están en
realidad dando un paso hacia la aniquilación, como su dualidad, finalmente,
irremediable nos confirma.
Que la pasión
desbordante de los versos no ciegue, digo, el valor intrínseco que aspiran los
poemas. ¿Quién, enamorado, no espera del amor El Absoluto? Ya
Schopenhauer adelantaba que los sufrimientos del amor destrozado o
insidiosamente traicionado estaban, por su dolor, muy por encima de cualquiera
otro sufrimiento, pues no se apoyan en modo alguno en la acerva experiencia del
engaño o el olvido, ni se asienta tampoco este daño y padecimiento en el amargo
cáliz psicológico de la separación o la decepción misma amorosa, sino en su
honda aspiración trascendente de ser de manera total y definitiva,
lamentablemente cercenada.
El dolor es así
algo consustancial a cualquier amor verdadero porque la necesidad de su
duración (de su eternización) parte del alto vuelo que ha supuesto la
participación y entendimiento del amor. No os extrañe en modo alguno que sea el
eros la herramienta más útil y pertinente para que el hombre observe la
privación que supone no tener, no conocer o, en definitiva, perder el amor,
pues nos muestra el vacío abisal que supone el no ser en la conciencia
del ser amado, porque si es verdadero, insisto, será, por fin, la ausencia de
nuestro ser mismo.
Pero no existe el fracaso
en el amor cuando se siente y se intuye en su genuina dimensión, aun cuando se
constata en la decepción más amarga, pues el que ama verdaderamente, debe de
sentir la ausencia y debe guardar siempre abiertas las heridas[2],
y si la voluptuosidad es una agonía[3],
de aquella angustia exaltada se traduce la fuerza más robusta pues, de su
impulso, de su vigor y resistencia se intensifica lo audaz, lo potente, lo
positivo; y de ese sufrimiento se entiende, por fin, la naturaleza de lo
infinito. Véase el poema último del libro:
Sola.
En ti.
En mí.
Victoriosa.
Es la firmeza,
la única verdad.
El único amor.
La carne en sombra es la sombra del
corazón donde el eros sombrío habita, pues si el amor está bajo el signo
de la mujer[4],
es como decir que corresponde a lo oscuro, a lo subterráneo, a lo nocturno, a
lo inconsciente donde el complejo amor-dolor- muerte muestra su matiz
más sutil y que va, sin duda, más allá de cualquier placer. Los ciclos de la
naturaleza son los ciclos de la mujer, [5] el primum mobile
de la naturaleza que muestra cómo estos versos son la fuerza dionisíaca que
se filtra subrepticiamente en la razón apolínea para ofrecer descarnada (o,
mejor, carnalmente) el caos de la emoción que no es sino palpitación del cuerpo
que se expresa con tanto ímpetu y belleza en la poesía y en la luz que quiso
ser materia, y que acaba siendo espíritu en estos versos.
Francisco Acuyo
[1] Se trata
del mito relatado por Platón en El Banquete, donde describe el nacimiento de
Eros. En la celebaración del nacimiento de Afrodita, en el jardín de Zeus,
participaba Poros, que bajo los efectos
De la embriaguez mantuvo relaciones con Penia, siguiendo un plan para concebir un
hijo, que sería el propio Eros.
[2] Novalis:
Himnos a la noche y cánticos espirituales, Ocnos, Barelona, 1975.
[3]
Mauclair, C: La magie de l’amour, París, 1918, p.200.
[4] Evola,
J.: Metafísica del sexo, José Olañeta Editor, Barcelona, 1997, p. 102.
No hay comentarios:
Publicar un comentario