DEBATE
SOBRE EL BUDISMO (IV Sesión)
ANTROPÓLOGO.-
Hoy vamos a dedicar nuestra
sesión a analizar la historia de la penetración y difusión del budismo en
Occidente y, si nos es posible, a indagar las causas de su arraigo en
determinados sectores -sobre todo jóvenes- de nuestra cultura, fascinados por
el Oriente en general y por el budismo en particular.
Es
cierto que se tienen noticias fidedignas del contacto de la cultura budista con
Grecia a partir, sobre todo, de la
época helenística[1]. También se conocen contactos
con la civilización oriental a lo largo de toda la Edad Media europea y el Renacimiento: el afán misionero, aventurero
y comercial -la “ruta de la seda”, por ejemplo- impulsó a numerosos viajeros
atrevidos, desde Fray Guillermo de
Rubruk, Juan del Plano Carcopino
o el gran Marco Polo, a adentrarse
por los lejanos territorios de extremo Oriente, dejándonos testimonios y
relatos inapreciables de sus exóticos viajes.
Más
tarde, en los siglos XVII y XVIII,
sectores minoritarios de la cultura europea, desde filósofos como Leibniz, o enciclopedistas franceses
como Diderot y Voltaire e historiadores como Jules
Michelet, se interesaron por las exóticas civilizaciones orientales para
utilizar sus enseñanzas como un arma contra el cristianismo o el clericalismo,
al servicio de los ideales Ilustrados.
En
el siglo XIX, el encuentro de lo
Occidental con Oriente se fue haciendo más visible. Es cierto que estos
contactos no superaron al principio lo anecdótico y epidérmico, quedando
reflejados en el ámbito de la literatura y el arte: desde el exotismo
superficial y decorativo de novelistas como Pierre Loti, Claude Barriere,
los poemas a la manera de la poesía china de Victor Segalen o los haikus japoneses de los poetas imaginistas
anglosajones, hasta incluso la pintura impresionista francesa (el retrato de
Pére Tanguy de Van Gogh). Pero
fueron los Románticos alemanes (F. von Schlegel, J. G. Herder) y la tradición
contrarrevolucionaria francesa quienes hallaron en el pensamiento oriental
-esta vez al contrario que los enciclopedistas del XVIII- argumentos para
combatir precisamente la ideología de la Ilustración (sus derechos del hombre y su materialismo).
En otros ámbitos culturales europeos, como el de la filosofía, se produjo
también, ya lo comentamos, un verdadero interés por las sabidurías hindúes y
budistas: desde Schopenhauer hasta Paul Deussen.
Aldous Huxley |
A
principios del XX, escritores europeos desde Herman Hesse (Siddharta, 1922
o el Viaje a Oriente, 1932) o Aldous Huxley (La Filosofía Perenne, 1945) hasta Paul Claudel (El conocimiento
del Este, 1896) o Henri Micheaux
(Un bárbaro en Asia, 1933) mantienen
ese interés por lo exótico oriental. Pero es en la década de los cincuenta tras la invasión maoísta del
Tíbet -que es anexionado a la China en 1950-51[2]-
cuando los Beatnicks, inspirándose
en el budismo y en el hinduismo, inician en las costas occidentales de los
Estados Unidos su minoritario movimiento de protesta contra la sociedad de
consumo -que puso de moda las drogas, la libertad sexual y el pacifismo- y que
alcanzará su cenit y apogeo diez años más tarde, en la década de los sesenta, con los Hippies y los movimientos Contraculturales
norteamericanos, tan impregnados de orientalismo.
La
década de los 70, en fin, nos
sorprendió con famosos viajes al Oriente de líderes juveniles occidentales
(como la peregrinación de John Lennon al Nepal) y con el viaje a
Occidente de los primeros maestros tibetanos: gurús y guías espirituales.
Herman Hesse |
SOCIÓLOGO.-
En conexión con todo lo que ha
expuesto nuestro compañero, me ha interesado
sobre todo investigar acerca de las causas
del actual interés occidental por el budismo, que me recuerda, por cierto,
al que experimentó Europa en el siglo XIX, y del que ya se nos ha informado
cumplidamente. No cabe duda de que el budismo está de moda entre nosotros: Richard Gere, Leonard Cohen y otros
artistas famosos confiesan su adscripción al budismo o al hinduismo[3].
Comunidades budistas se extienden y asientan por todas partes. Gurús y lamas
son entrevistados en los periódicos. El Dalai
Lama visita con cierta frecuencia los EE.UU. y Europa[4].
Películas como Siete años en el Tíbet,
de Heinrrich Harret o El pequeño Buda, de B. Bertolucci, popularizan los modos de vida y sensibilidad
orientales y alimentan la fascinación –de los jóvenes sobre todo- por Oriente.
Surgen como champiñones Centros de
Técnicas de transformación de la mente, Cursos
de meditación trascendental o de Yoga,
etc., por todas partes. Hasta el mismo Arnold
Toynbee predijo este fenómeno cuando escribió: “Uno de los acontecimientos
más significativos desde el punto de vista espiritual del siglo XX será la
llegada del budismo a Occidente”.
Por
su parte, el gran neurobiólogo chileno Francisco
Valera, llegará a afirmar -sin duda con un punto de exageración- que “su descubrimiento es
comparable al impacto que el descubrimiento del pensamiento clásico causó en el
Renacimiento”. A este respecto, un ilustre sociólogo francés contemporáneo, Fréderic Lenoir, dedicó en 1999 un
voluminoso ensayo[5] a analizar las
motivaciones principales que, en su opinión, movían a los occidentales a refugiarse en el budismo. La primera de
las que cita es lo que denomina un cansancio
o hastío ante el consumismo
desenfrenado que preside sus vidas, a las que añade un rechazo del dominio de lo económico, y un sentimiento de frustración ante el desencanto del mundo
materialista o ante la ausencia de una
auténtica vida espiritual. La necesidad, por otra parte, de “recuperar un
pensamiento mítico y mágico”, al que el cientificismo y el racionalismo
modernos se oponen por principio, es otra de las razones aducidas.
Otra
de las motivaciones, en fin, que señala es el
atractivo de lo exótico: la imagen del Tíbet, paraje inaccesible e
inviolado, mítico “techo del mundo”, al margen de la corrupción del consumismo,
ha desempeñado un papel indudable en todo este proceso. Para colmo, la agresión
china contra el Tíbet en los años cincuenta y, a continuación, la destrucción
de la cultura tibetana, planificada por Pekín, hicieron de este pueblo, como
señala el filósofo francés J. C. Guillebaud, la encarnación ejemplar del país mártir que opone a la barbarie de sus
conquistadores la imperturbable dulzura de sus lamas[6],
cuyo líder y figura mediática, el Dalai Lama, se nos presenta como una especie
de autoridad moral universal, llena de dulzura, tolerancia y de amor
desinteresados.
A
todo ello, hay que añadir la crisis indiscutible por la que atraviesan las
grandes religiones bíblicas (cristianismo y judaísmo), percibidas hoy, en
determinados ámbitos, como dogmáticas y burocráticas o como moralizadoras y
normativistas en exceso. Frente a la figuras del sacerdote, del pastor o
del rabino, que transmiten lo que hay que creer y hacer y lo que no debe creerse y hacerse –en
suma, el dogma y la norma-, los conversos al budismo y a las espiritualidades orientales,
contraponen la figura del maestro
oriental que enseña modalidades de una experiencia espiritual que él mismo
ha realizado y con el cual los adeptos establecen una relación personal y
dialógica más directa y sin mediaciones jerárquicas de ningún tipo.
Alan Watts decía por ello que si el zen
ganó popularidad en Occidente es porque, a diferencia del estilo profético
judeocristiano, no predica, no moraliza, no amenaza y porque propugna seguir el
propio e individual camino espiritual, más experiencial y menos heterodirigido.
Y Salvador Pániker, por su parte, aduce otras motivaciones parecidas: su
condición de sabiduría sin culpa,
plena de dulzura, armonía, tolerancia; la unión teoría-praxis y doctrina-vida
que prescribe; el uso de técnicas de transformación de la mente y de liberación
(sentimientos, emociones, pensamientos) que inducen al sosiego y equilibrio
vital; su menor apego a lo material; la inexistencia de jerarquías (aunque sí
de guías), la carencia de dogmas etc.
Y además, “que no trata de vender nada. No da la tabarra”[7].
Este
modelo de budismo estaría, sin duda, en consonancia con la sensibilidad
occidental contemporánea, con la ideología nihilista y relativista del llamado
“pensamiento débil” y de la postmodernidad en general, que predica la muerte de
los grandes relatos de la modernidad y la crisis de la idea del progreso, que
ha constatado el fracaso de los movimientos (mesiánico-salvíficos) de
liberación colectiva[8],
que postula la desconfianza en la racionalidad científica e instrumental, así
como en todo discurso normativo que defienda la existencia de una verdad
objetiva o de una naturaleza humana, fundamento de la individualidad personal.
Pero
debemos preguntarnos si este budismo no adolece, en realidad, de una cierta simplificación: ¿Se acerca esta imagen
idílica del budismo occidentalizado a
lo que en realidad es y significa verdaderamente esa doctrina ancestral? ¿No se
trata más bien -como algunos creen o creemos- de un budismo a la carta, una especie de planta exótica trasplantada
artificiosamente a un terreno inadecuado para su natural floración y desarrollo
y, por tanto, desarraigado y desnaturalizado, o, lo que es peor, adulterado o
caricaturizado?[9] O, lo que es lo mismo, de
un budismo ligth, que Occidente ha
confeccionado a su conveniencia y que parece olvidar la rigurosidad de su moral,
la importancia de la ascesis, del orden y la disciplina en la auténtica
tradición budista, y que ignora tanto la visión
pesimista de su antropología -que presentaría una cierta pulsión thanática y desesperanzada de la vida-, como el fatalismo de su doctrina de la
reencarnación, convirtiéndolo en un simple producto
de transacción comercial, en una mera mercancía
espiritual balsámica, muy vendible en el Supermercado religioso, montado y publicitado por intereses
espurios en este Occidente mercantilista además de anómico y nihilista.
NEUROFISIÓLOGO.- Precisamente de ello quería yo hablar,
utilizando también como fuente de mi información el importante ensayo del
filósofo francés Jean Claude Guillebaud[10],
al que antes se ha aludido. La puesta en tela de juicio de la individualidad y
por lo tanto de la humanidad del hombre, por parte de las modernas teorías
cognitivistas -de las que el ya aludido Francisco
Valera es uno de sus adalides más combativos- sería una hipótesis
convergente con lo preconizado por la espiritualidad budista del Anâtman o
No-Yo[11].
En
efecto, el postulado de las ciencias cognitivas, según el cual no somos más que
un conjunto de realidades genéticas y neuroquímicas e impulsos motrices, sin
posible fundamentación en ningún Sujeto o Yo estable (alma o entidad
sustancial) o en ninguna naturaleza humana permanente, nos obligaría a
renunciar a nuestro Yo soberano, voluntarista, pensante y espiritual, en
beneficio de esas realidades corpusculares, semejantes, en lo esencial, a los skandhas constituyentes del Atma búdica.
Francisco Valera nos habla en realidad -como apunta S. Pániker- de un yo sin ego, de un yo virtual,
emergente, real en la interacción con el mundo, pero inexistente en cuanto
tratamos de localizarlo. El yo no sería más que una propiedad emergente de
ciertos mecanismos cerebrales (pero las propiedades emergentes no poseen
identidad real). Se trataría, en consecuencia de un yo virtual, esto es, despojado
del yo: “en el lugar del “yo” hay un vacío (sunyata)”. Lo que llamamos yo “nace de capacidades lingüísticas
recursivas. El yo narrativo se constituye por la vía del lenguaje, es un
fenómeno social” [12]. Ello significa, en definitiva, la
desaparición de la individualidad humana, de
la consciencia individual y del espíritu humano, sobre los que se ha
apoyado, durante siglos, el humanismo occidental y la ética y el derecho de
nuestra civilización judeo-cristiana y romana.
De
resultas de todo ello, quedaríamos abocados a aceptar no ya que nuestro Yo es sólo una ilusión, mera ficción sin
fundamento real, sino incluso a sostener que su supresión misma -preconizada
tanto por el budismo como por el cognitivismo reduccionista- comportaría
la total eliminación de nuestras penas, angustias, desasosiegos y malas
pasiones (envidia, odio, errores o ilusiones), puesto que en él situamos el
origen mismo del sufrimiento y de las pasiones humanas. Alcanzaríamos así la
superación de la ignorancia (Avidyâ)
y consecuentemente nuestra liberación definitiva del dolor (Dukkha) y de la cadena del Samsara.
Abandonando
el “Yo” sufriente, habríamos alcanzado el “No-Yo” sosegado, o lo que es lo
mismo “abolido” y “anulado”. A este
redescubrimiento de la tradición budista por parte del pensamiento débil de nuestra posmodernidad y de la neurobiología
más actual es a lo que se ha llamado “un segundo renacimiento en la historia
cultural de Occidente”.
Y
si este es el mensaje que se nos quiere vender, la incompatibilidad absoluta
entre la doctrina del No-Yo y los derechos del hombre se nos mostraría
como algo obvio: Si el Yo es una
ilusión, si el hombre como individuo
está en vías de extinción, ¿cómo vamos a cimentar el respeto a su dignidad, a
su integridad o a su libertad? ¿Cómo compatibilizar la contradicción entre esa
creencia budista en el No-Yo y la defensa de los derechos
humanos, que son individuales y para todos?
Si,
además, la ley del karma conduce a
imputar la desgracia de una situación social actual de miseria o de una
minusvalía física o psíquica, por ejemplo, a las faltas cometidas en una vida
anterior. ¿Cómo, aceptada esta creencia, sería posible rebelarse contra la
injusticia que padecen los niños del Tercer Mundo o apoyar su derecho
-inherente a su cualidad de seres humanos- a nacer en mejores condiciones?
¿No
estaríamos más bien ante una coartada, legitimadora de la pasividad y la
resignación ante la miseria humana? ¿No nos encontraríamos con un tipo de escapismo trascendente y de culpable evasión o dimisión de nuestra responsabilidad social, más que ante una
doctrina que pretendiera, en serio, ser un vehículo de realización personal o
de liberación de no se sabe muy bien qué? ¿Qué respondería, venerable Gurú, a
todas estas preguntas?
GURÚ.- […]. Se cuenta la historia de que un discípulo
interpeló al Buda con estas palabras: “He venido para hacer una pregunta: ¿Cuál
es la mejor pregunta que se puede hacer y la mejor respuesta que se puede dar?
Buda contestó: La mejor pregunta que se puede hacer es la pregunta que acabas
de hacer y la mejor respuesta que se puede dar es la respuesta que te estoy
dando”.
Tomás
Moreno
Bibliografía
consultada:
Alfred Foucher, Las vidas anteriores de Buda,
Taurus, Madrid, 1959.
Alan Watts, Psicoterapia
del Este, Psicoterapia del Oeste, Kairós, Barcelona, 1968.
Vicente Fatone, El Budismo nihilista, Eudeba, Buenos Aires, 1971.
D. T. Suzuki, La
gran liberación, Mensajero, Bilbao, 1972.
H. Saddhatissa, Introducción al Budismo, Alianza, Madrid, 1974.
H. von Glassenap, El budismo: una religión sin Dios, Barcelona, 1974.
J. Luis Borges y Alicia Jurado, ¿Qué es el Budismo?, Columbia, Buenos
Aires, 1976.
Edward Conze, Breve
historia del Budismo, Alianza, Madrid, 1983.
S. Berchuld y Sherab Chödzin Kohn, La senda de Buda. Introducción al Budismo,
Planeta, Barcelona, 1994.
Heinrich Dumoulin, Para entender el Budismo, Mensajero, Bilbao, 1997.
R. Pániker, El silencio del dios, Trotta, Madrid,
2001.
[1] Como ha mostrado el filósofo y economista
francés Serge Christoph Kolm en su imprescindible Le bonheur-liberté (PUF, París, 1982), en donde desarrolla la
verosímil hipótesis de una influencia budista sobre la Stoa, al considerar
cómo en la tripleta estoica epoché-lógos-phantasía kataleptiké
(suspensión del juicio-razón-idea percaptadora) puede apreciarse un análogo de
la progresión darana-dyana-samadhi (concentración-meditación-contemplación comprensiva y
sintética) característica de la técnica budista de meditación trascendental.
Otros remontan hasta los pitagóricos (VI a de C.) esta presencia del budismo en
la Grecia clásica.
[2] Se producen levantamientos
populares en 1959, que es reprimido sangrientamente: seis mil monasterios son
destruidos, un millón de tibetanos, el 1/5 aniquilados, 200 mil asesinados. El
Dalai Lama y 100 mil tibetanos se refugian en Nepal (Himalaya).
[3] Vicente Verdú al reflexionar en su ensayo
El sentido del mundo. La vida en el
capitalismo de ficción (Anagrama, Barcelona, 2003) sobre este fenómeno sociocultural
señala que esta búsqueda de la espiritualidad oriental por parte de estos
iconos del cine, de la música y de la moda contemporánea revelarían una
reafirmación del “lado femenino” de nuestra cultura, un rescate de los valores
femeninos reprimidos en Occidente durante decenios. Y escribe: “Porque, al
cabo, a lo que más se parece la nueva espiritualidad y a las gimnasias suaves (el yoga, el zazen,
el tai chi, el qigong) es al modelo de la feminidad. Como, a la vez, sentirse
más acoplado a la naturaleza, más sensible y sensitivo, es volverse más mujer.
Ciertamente, desde Uma Thurman a Tina Turner, desde Demi Moore o Christy
Turlington a Laetitia Casta, Noemí Campbell o Gwyneth Paltrow, muchas se han
alistado en las prácticas de la meditación zen y han apoyado sus nalgas en el
zafu” (pp. 218-219).
[4] Véase al respecto la serie de entrevistas
mantenidas en el monasterio de Techen Choeling por el Dalai Lama y un famoso
periodista francés: Su Santidad el Dalai Lama y Jean-Claude Carriere, La fuerza del Budismo, Ediciones B,
Barcelona, 1995.
[6] Cfr. para todo este apartado: Jean Claude Guillebaud, El principio Humanidad, capítulo “Del
‘Yo’ sufriente al ‘No-yo’ sosegado”, Espasa Calpe, Madrid, pp. 168-180
[8] Pues, en efecto, han funcionado como Religiones políticas o seculares, como verdadera doctrinas de salvación intramundanas.
[9] El gran teólogo católico holandés E.
Schillebeeckx (Hacia un futuro
definitivo: promesa y mediación humana, en VV. AA., El Futuro de la Religión, Sígueme, Salamanca,., 1972, pp. 45-46)
se muestra escéptico respecto de la posibilidad del hombre occidental -inmerso
en una cultura secularizada, unidimensional y dominada por el conocimiento
utilitario y científico-técnico dominador de la naturaleza- de acceder a una experiencia contemplativa en su
“original primitividad”, como la budista o la taoísta orientales. No es posible
tal experiencia desde el “exterior” sin sumergirse culturalmente en las
antiguas tradiciones orientales. Y señala: “Al hacerse una vez en el centro de
psicología de Harvard un encefalograma […] a zen-taoístas occidentales en
contemplación, resultó que estos místicos no desarrollaban actividad
contemplativa alguna durante su oración, sino que estaban meramente pasivos. En
medio de la civilización occidental no se puede volver a una “original
primitividad”. El cardenal Ratzinger, por su parte, expresaba, hace algo más de
un decenio, su preocupación y recelo por estas formas de meditación orientales
ya que no se dirigen a un Dios personal, confían demasiado en las técnicas y
posturas y pudieran dar pie a que se confundan estados psicológicos con gracias
místicas.
[11] Cfr. Francisco Varela, Evan Thompson y Eleanor Rosch, De cuerpo presente: las ciencias cognitivas
y la experiencia humana, Gedisa, 1992. La tesis que se defiende en este
libro -la desaparición de la individualidad humana en beneficio de otras
realidades (corpusculares o neurológicas- es una de las hipótesis que ofrecen
las actuales ciencias cognitivas. Con ello, en opinión de J. C. Guillebaud,
estas ciencias asaltan el territorio hasta ahora reservado a la filosofía: el
del espíritu humano. “La inexistencia
de individualidad humana se presenta como una comprobación tan evidente que dejaría caducos a un mismo
tiempo el humanismo occidental y la filosofía cartesiana” (El Principio de Humanidad, op. cit., p. 168).
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