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miércoles, 27 de marzo de 2013

EL PRÍNCIPE, DE NICOLÁS MAQUIAVELO Y SU LEGADO (EN SU 5º CENTENARIO), POR EL PROFESOR TOMÁS MORENO


Aprovechando la ocasión del quinto centenario de la publicación de El principe, de Nicolás de Maquiavelo, el profesor de filosofía Tomás Moreno ha tenido a bien enviarnos este espléndido trabajo para nuestra sección habitual de Microensayos de nuestro blog Ancile. Con propuesta tan apropósito abrimos esta entrada nueva de estas páginas que son las vuestras.


El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.



EL PRÍNCIPE, DE NICOLÁS MAQUIAVELO 
Y SU LEGADO. (EN SU 5º CENTENARIO)



El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.


I. Este año se cumple el quinto centenario de la aparición de El Príncipe, uno de los momentos estelares de la ciencia política occidental -por utilizar una expresión felizmente acuñada por Stefan Zweig[1]- y una de las obras que mayor influencia han ejercido en la teoría y en la praxis política de toda clase de hombres de Estado y gobernantes -déspotas y tiranos, unas veces, prudentes republicanos o avisados patriotas, otras- desde el Renacimiento hasta nuestros días. Manual o libro de cabecera, desde entonces, de reyes y gobernantes, de Papas y Emperadores, de políticos y diplomáticos, de teóricos y filósofos políticos de toda índole.
            Escrita en 1513, divulgada en forma manuscrita a partir de 1515 y publicada póstumamente en 1532[2] es, sin duda,  la obra política más leída y discutida, más ensalzada y denigrada de la literatura política de todos los tiempos. Verdadero best-seller en su tiempo, pocos libros han ejercido tanta influencia o dejado tanta huella en los ámbitos políticos occidentales como este auténtico breviario para gobernar del pensador y escritor florentino Nicolás de Maquiavelo (1469-1527)[3].
            Desde su publicación, y a lo largo de los siglos posteriores “El Príncipe” fue leído, consultado y utilizado como guía de gobierno en la Iglesia renacentista y en las cortes europeas de la época moderna. Un Papa, Clemente VII (Médici) dio licencia para editarlo en 1532; otro Papa, Sixto V, en 1590, mando hacer un extracto del mismo para su uso. El emperador Carlos V, fue asiduo lector de la obra y consideró de provecho su utilización para la educación política de su hijo Felipe II. Dos emperadores otomanos de la época -Ahmrat II y Mustafá I- lo hicieron traducir al turco. Los Reyes Absolutos y los Déspotas ilustrados del XVII y XVIII (desde Enrique III y Enrique IV, Luis XIII y Luis XIV, hasta Catalina de Médicis, Cristina de Suecia, Poniatowski de Polonia o Christian de Dinamarca) se inspiraron en sus páginas. No sólo los absolutistas sino también republicanos, partidarios de la democracia, como Rousseau, lo elevaron a la categoría de modelo a imitar. El propio Napoleón, ya en el XIX, comentó y glosó con unas ochocientas anotaciones su edición de “El Príncipe”, llegando a afirmar: “Tácito sólo escribió novelas. Gibbon, cuentos de hadas. El único libro digno de ser leído sobre la materia política es El Príncipe de Maquiavelo”.
El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.

            Y, ya en el siglo XX, Mussolini dedicó al libro del florentino un elogioso y largo ensayo (Preludio al Machiavelli) en la “Enciclopedia Italiana” (1922-25). Hitler siguió con perversa y consumada maestría sus consejos. Lenin, lo recomendaba abiertamente a los bolcheviques; Mao Tse Tung aprendió en él su doctrina de la razón de estado e incluso el propio Che Guevara lo llevaba en su mochila cuando en su juventud, recorría en motocicleta las irredentas tierras americanas. Gramsci vio en la figura y acción política del Príncipe un verdadero paradigma anticipador de cómo debería organizar su praxis el Partido comunista italiano, encarnación colectiva del “Nuevo Príncipe”[4].
            Políticos y diplomáticos de todos los lugares y tiempos, desde Richelieu o Metternich hasta Kissinger, declararon en alguna ocasión haber tenido muy en cuenta sus consejos y enseñanzas, a la hora de pergeñar sus estrategias diplomáticas en cuestiones de política internacional y de relaciones entre Estados. Sus recomendaciones sobre el modo de adquirir, conservar y acrecentar el poder, sus doctrinas de la razón de estado serán aplicadas y practicadas por Estados, partidos, grupos de presión y gobernantes desde que el mundo es mundo.
            Es por ello por lo que Jean Paul Sartre escribiría en “Las manos sucias”: “El maquiavelismo es anterior a Maquiavelo, es tan antiguo como la perversión humana”. Afirmación que recuerda aquella otra de nuestro Feijóo, en su “Teatro crítico universal”, cuando afirmaba que “el maquiavelismo debe su primera existencia a los más antiguos príncipes del mundo y a Maquiavelo sólo el nombre”.
II. Por esta obra -en verdad coyuntural y de circunstancias, que no expresa la integridad o totalidad de su pensamiento[5]- Maquiavelo pasó a la historia del pensamiento político como “maestro del mal” (en expresión, ya clásica, de Leo Strauss[6]) y su nombre adjetivado (maquiavelismo o maquiavélico) como sinónimo de astucia, malignidad, cinismo, fría y despiadada crueldad. Durante siglos una “aureola” de refinada maldad sin escrúpulos ha sido asociada a su nombre.
El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.

            Baste leer en cualquier diccionario de cualquier idioma occidental sus diversas acepciones, para constatar que vienen a significar algo parecido a “mala fe”, “astuto y hábil para conseguir algo con engaño y falsedad” o “intrigante, mezquino, cruel, despiadado”, “enemigo de la moral y de la religión” o “corruptor de la política”. Entre los anglosajones se llega al límite de animadversión al atribuir en lenguaje coloquial al diablo eufemísticamente el propio nombre del escritor florentino: Old Nick (Viejo Nicolás). Si ya es ominoso satanizar a Maquiavelo, mucho más lo será maquiavelizar al propio Satanás. Así el nombre de Maquiavelo, encarnación humana del diablo y/o del Anticristo y símbolo del mal, recorrerá la historia del pensamiento político hasta nuestros días. Lord Macaulay, un famoso historiador inglés, en sus “Ensayos de crítica e historia”, llegará por ello a afirmar que “ningún nombre en la historia de la literatura se ha hecho tan odioso”.
            Entre sus detractores figuran, en primer lugar, la Iglesia católica que, a partir de la Contrarreforma, calificará a Maquiavelo como anticristiano, pagano y enemigo de la Iglesia. Por orden del Papa Pablo IV condenará sus escritos y doctrinas, incluyendo en 1559 sus obras en el “Index Librorum prohibitorum”, por atentar contra el dogma, la moral, las buenas costumbres y el magisterio de la misma. Un año después, en 1560, el Concilio de Trento confirmará estacondena prohibiendo su lectura bajo pena de excomunión.
            Pero serán, dentro de la Iglesia, los jesuitas sus enemigos más encarnizados e implacables y quienes lo quemarán en efigie en Ingolstad  como si fuera un hereje. El ataque a Maquiavelo llegó a ser para alguno de ellos todo un género literario. Entre los escritos antimaquiavélicos de los jesuitas señalaremos: “De legibus” (1612), de Francisco Suárez, “De Rege et Regis Institutione” (1599), de Juan de Mariana, “De regni regisque Institutione”, de Fox Morcillo (1553). Baltasar Gracián, en “El político” (1651), lo descalificará como “charlatán de feria”, pero fue sobre todo Pedro de Rivadeneyra, con su “Tratado del Príncipe cristiano. Contra lo que Maquiavelo y los políticos de este tiempo enseñaron” (1595), quien con más saña y determinación trató de desautorizar sus doctrinas y obras.
            Fuera ya de los ambientes eclesiásticos, debemos citar las obras “Política de Dios, gobierno de Cristo y tiranía de Satanás”, de Francisco de Quevedo (1595) y la “Idea de un príncipe cristiano representada en cien empresas”, de Saavedra Fajardo, publicado en Munich en 1640, como las más representativas de la inquina y hostilidad de los tratadistas católicos a la cruda y amoralista visión  maquiavélica de la política como simple técnica del poder, autónoma, laica y secularizada, esto es: emancipada de toda ética, moral, metafísica o religión extrínsecas a la misma.
El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.

            Pero también, en los ambientes no católicos sino protestantes, su figura y doctrinas fueron también objeto del rechazo más absoluto. Entre los protestantes las enseñanzas maquiavelianas eran  identificadas con las de los propios jesuitas -sus enemigos declarados-, llegando a mofarse de ambos al utilizar con frecuencia expresiones como Maquiavelo jesuita o Ignacio Maquiavelo, para referirse al escritor florentino con la intención de desacreditarle. En 1572, después de los acontecimientos sangrientos de la Noche de san Bartolomé (días 23 y 24 de Agosto), sus responsables, Catalina de Médicis y colaboradores, fueron acusados de seguir una política “italiana”, esto es, inspirada en Maquiavelo. Cuatro años después, en 1576, un hugonote ilustre, Innocent Gentillet, publicará un “Discurso” (conocido como “Antimaquiavelo”) para tratar de refutar sus doctrinas anticristianas. En el siglo XVIII, en plena Ilustración, será un déspota ilustrado, Federico II de Prusia, quien escribirá, con la ayuda y colaboración de Voltaire, en 1740, un panfleto titulado “Antimaquiavelo. Examen del Príncipe de Maquiavelo”, y en 1744, un “Miroir des princes”, también de índole moralista y didactizante.
            Su figura y doctrinas traspasaron el marco político estricto para reflejarse en el teatro y la literatura de su época: tanto en Francia, como en Inglaterra. En Francia, a través de las tragedias de Corneille y de las fábulas de La Fontaine; en Inglaterra isabelina, está obsesivamente presente en los dramas y tragedias políticas de Shakespeare[7]: “Hamlet”, “Macbeth”, “Ricardo II”, “Ricardo III”, y, sobre todo, en “Enrique VI”, 3ª parte (IV-V), en donde alude a Maquiavelo con los adjetivos de “criminal” y “sanguinario”.
            Pero no todos los lectores de “El Príncipe” y de los “Discorsi” llegarían a ser enemigos o adversarios del florentino. Maquiavelo tuvo contó igualmente con defensores y apologetas entre teóricos y gobernantes de todos los tiempo y lugares. Entre los primeros cabe destacar a un seguidor tan conspicuo como Francesco Guicciardini, embajador florentino ante el Rey Católico y corresponsal de Maquiavelo; y a teóricos tan afamados como Juan Botero o Pablo Sarpi, entre otros muchos.
III. Según los expertos, cuatro han sido básicamente los grandes momentos de la recepción de sus textos y doctrinas[8]: el primero, que comprende el final del Renacimiento hasta el Despotismo Ilustrado, estaría determinado por el contexto de la construcción o formación del Estado moderno. En este momento, Maquiavelo será interpretado como el teórico del Absolutismo político, del Príncipe moderno y de la doctrina de la razón de Estado, que alcanzará su plena realización con las obras de sus continuadores Jean Bodino (con “Los seis libros de la república”, de 1576) y Thomas Hobbes (con su “Leviatán”, de 1651).
            El segundo, situado en el siglo XVII (entre el Barroco y parte de la Ilustración), presentará a Maquiavelo como teórico del republicanismo antiguo, y tendrá como adalides a Alberico Gentile, Spinoza y Rousseau. Benito Spinoza en su “Tratado Político”, se refiere a él como “agudísimo y sutilísimo Maquiavelo”, apuntando ya una idea o interpretación de Maquiavelo como favorable al pueblo y, más allá de las apariencias, opuesto, en realidad, a toda tiranía. Su Príncipe habría sido un tratado político de “advertencia al pueblo contra los tiranos” (una forma de “poner en guardia” a los pueblos desenmascarando la forma de gobernar de los gobernantes absolutos). Gottfried Leibniz, por su parte, en su “Esquema de una biblioteca Universales selecta” (obra encargada por el Emperador  Leopoldo I) y escrita durante su viaje por Italia en 1689, incluirá las dos obras políticas de Maquiavelo entre las más importantes que se han escrito de su género.
El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.

            Juan Jacobo Rousseau, en el XVIII, retomará la interpretación de Alberico Gentile y la de Spinoza, advirtiendo a sus lectores del “Contrato social” que Maquiavelo “simulando dar consejos a los reyes, en realidad da grandes lecciones a los pueblos”. Interpretación con la que también coincidirá Diderot al decir: “El Príncipe es una sátira [contra la tiranía] que se ha tomado por un elogio”.
            El tercer momento de esa recepción correspondería al Romanticismo y será obra de los Idealistas alemanes que interpretarán a Maquiavelo en clave nacionalista, como heraldo y teórico de la Nación. Fichte, con su obra “En qué medida la Política de Maquiavelo puede aplicarse a otros tiempos, y Hegel, con su “Filosofía del derecho”, defenderán la postura de Maquiavelo respecto a la necesidad de alcanzar el poder y establecer un estado fuerte como un instrumento necesario, imprescindible para la realización de la Nación en el mundo moderno. En una situación de desintegración y fragmentación de un país, Hegel considerará con Maquiavelo que la única salvación nacional posible estará en un Estado fuerte, regido y organizado por un héroe o genio político que aplicase con determinación y virtú todo tipo de remedios por duros que sean con tal de salvaguardar la libertad y engrandecimiento de la nación: la gangrena no se cura con agua de lavanda.
            Según Roberto R. Aramayo y José Luis Villacañas -a quienes seguimos en las reflexiones de este apartado- esta interpretación es la que aparecerá no sólo en la Italia del Risorgimento (segunda mitad del XIX), cuyos inspiradores y poetas, Hugo Fóscolo y Víctor Alfieri, exaltarán a Maquiavelo como héroe nacional, sino también en la Alemania de la unificación del canciller Otto Von Bismark (1871), en la que uno de sus más destacados ideólogos, Heinrich Von Treitschke[9], inspirándose asimismo en Maquiavelo, llegará a afirmar este principio tan caro al viejo pensador florentino: “La esencia del Estado es en primer lugar el Poder, en segundo lugar el poder y en tercer lugar el poder”.          
            El cuarto momento, en fin, de esta recepción de las doctrinas de Maquiavelo vendría representado por aquellos que interpretaron sus textos en clave ontológico-voluntarista como teórico del Poder-Fuerza, entendido como estructura de la subjetividad humana, como una dimensión particular de la naturaleza del propio sujeto humano. En este sentido, será Friedrich Nietzsche, quien establezca como filósofo lo que Maquiavelo trató de instituir como estadista unos cuatrocientos años antes: la exaltación de la fuerza, y de la voluntad  como esencia del poder (“Wille zur Macht”). Idea recogida poco después por el Positivismo jurídico, que tratará de fundamentar la legitimidad del Estado para imponer cualesquiera leyes en esa “voluntad de poder”: no habiendo más leyes legítimas en consecuencia que las que emanan del Estado, ni más derechos que los que él reconoce como tales. De ahí al Prinzip Führer del jurista e ideólogo nazi Carl Schmitt[10]  no habrá más que un pequeño paso.
            Por su parte, y en las antípodas ideológicas del hitlerismo, un filósofo comunista italiano, Antonio Gramsci, en sus “Notas sobre Maquiavelo” postulará finalmente que “el Partido comunista es la versión moderna del Príncipe de Maquiavelo”, confirmado así la tesis defendida por los teóricos españoles antes aludidos de que la expresión política más precisa de esta lectura maquiaveliana del poder serán los Estados totalitarios del siglo XX: el Estado-partido staliniano y el Estado-fuerza nazi.
El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.

IV. Pues bien, esta fecundísima herencia teórica y práctica de “El Príncipe” de Maquiavelo no sería coherentemente entendida si la aislamos del resto de su obra teórica, en la que brilla con luz propia sus famosos “Discorsi sopra la Prima Deca de Tito Livio” (escrita entre 1513 y 1517, aunque publicada en 1531), ya que todas las consideraciones vertidas por Maquiavelo sobre el poder en los Estados en este opúsculo se enmarcan e integran, sin solución de continuidad, en ellos.
            Recordemos que “Il Principe” fue una obra breve, coyuntural, oportunista y de circunstancias. Escrita en unos cinco o seis meses, entre julio y diciembre de 1513, en su quinta campestre del Albergaccio, en Sant’ Andrea in Percusina (en las afueras de San Casiano), donde Maquiavelo, caído en desgracia ante los Médici, se encuentra confinado. Por su correspondencia, conocemos cumplidamente la ocasión y la motivación última que determinaron la realización de su famoso opúsculo. La ocasión desencadenante, el estímulo circunstancial de su elaboración, fueron los “rumores”, llegados a su conocimiento, de que el Papa León X (Giovanni de Médici) proyectaba crear un Estado para la Iglesia con administración centralizada en la parte meridional del valle del Po (Parma, Módena, Regio, Piacenza) y la Romagna, con la intención de que, bajo la dirección de los Médicis de Florencia, tratase de unificar los territorios del centro de Italia. Coaligada con la dinastía Médici (Giuliano de Médici, 1513-1516), la Iglesia, hasta ese momento opuesta a la unificación italiana, podría ahora liderar esa patriótica empresa con presumible éxito.
            Al conocer el proyecto, Maquiavelo interrumpe su ya iniciado “Comentario” a las “Décadas” de Tito Livio[11], que en su intención debería ser su obra más ambiciosa y definitiva, y se dispone a escribir de corrido, de una vez, ese pequeño tratado u opúsculo, “Il Principe”, que sirviese de guía a tan anhelada y necesaria empresa de unificación italiana. En efecto, el 10 de diciembre de 1513 lo anuncia así en su famosísima carta al embajador florentino ante la Santa Sede, Francesco Vettori, informándole de la intención de su proyecto y de las circunstancias que le llevan a redactarlo, y haciéndole saber, al mismo tiempo, sus dudas o vacilaciones acerca del título que debería ponerle: De Principatibus, De Principati o De Principe[12].
El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.

            Ahora bien, si ésa fue la “ocasión” inmediata, la motivación, el objetivo o impulso de la obra (con independencia de sus perentorios deseos de rehabilitación política ante los Médici y de sus ambiciones de promoción personal, que también contaron para ello) fueron fundamentalmente de índole patriótica: impedir la definitiva ruina y hundimiento de su patria florentina e italiana -secularmente irredenta, debilitada, invadida y desunida permanentemente- ante las potencias extranjeras (Francia o España: los “barbari”) que ambicionaban conquistarla y someterla a sus dominios.
            Ante tal situación de emergencia, Maquiavelo no abrigaba otra esperanza que el advenimiento de un héroe libertador, de un líder o caudillo salvador de la patria que asumiera y emprendiera la urgente empresa de unificación italiana bajo un Estado nacional, fuerte e integrado. De ahí que dedicara su opúsculo sucesivamente a Giuliano y, tras su muerte en 1516, a su heredero Lorenzo de Medici, duque de Urbino y nieto de Lorenzo el Magnífico. Esta motivación patriótica y nacionalista constituye, pues, “la clave” para una correcta interpretación de esta célebre obra y para su adecuada integración en la totalidad de su doctrina y de su pensamiento político. De su apasionante y complejo contenido tendremos oportunidad de analizarlo en otra ocasión.


                                                                                                          Tomás Moreno



           



[1] La expresión utilizada se inspira en el famoso libro Momentos estelares de la humanidad del inolvidable escritor vienés Stefan Zweig (1881-1942).
[2] La primera edición es en efecto póstuma, de 1532, editada en Roma por Antonio Blado y en Florencia por Bernardo Giunta. Sobre la figura y la vida de Maquiavelo véanse: Marcu Valerio, Maquiavelo, Austral, Madrid, 1945; Pasquale Villari, Maquiavelo, su vida y su tiempo, Grijalbo, Barcelona, 1969; A. Renaudet, Maquiavelo, Tecnos, Madrid, 1965; M. A. Granada, Maquiavelo, Barcelona, 1981; Quentin Skinnner, Maquiavelo, Alianza, Madrid, 1984; Edmond Barincou, Maquiavelo Salvat, 1985; José María Bermudo, Maquiavelo, consejero de Príncipes, Universidad de Barcelona, 1994; Maurizio Virolo, La sonrisa de Maquiavelo, Tusquets, Barcelona, 2000.
[3] Las ediciones de la obra son numerosísimas en castellano: Tecnos, Planeta, Sarpe, Austral, Cátedra, Bruguera etc. Entre las mejores destacamos: Maquiavelo, El Príncipe, trad. y prólogo de Miguel Ángel Granada, Alianza, Madrid, 1981 y Maquiavelo , El Príncipe, edición de Andrés Plumed, Alhambra Longman, Madrid, 1987.
[4]Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el estado moderno, Nueva Visión, México, 1980.
[5] En efecto: son los Discorsi (1531) la obra más extensa, completa y ambiciosa del pensador florentino, la que expresa la globalidad de su pensamiento político y el marco teórico en el que debe ubicarse e integrarse El Príncipe como la “parte” en el “todo”. Ambas se refieren a aspectos y situaciones distintas (normales o excepcionales y de crisis, respectivamente) de la vida política de un Estado determinado. Véase al respecto: Rafael del Águila y Sandra Chaparro, La República de Maquiavelo, Tecnos, Madrid, 2006.
[6] Leo Strauss, Meditación sobre Maquiavelo, I. E. P., Madrid, 1964.
[7] Cfr. Federico Trillo-Figueroa, El Poder político en los dramas de Shakespeare, Espasa, Madrid, 1999.
[8] Cfr. La herencia de Maquiavelo, recopilación. de Roberto R. Aramayo y J. L. Villacañas, FCE, México, 1999. Véanse también el clásico: J. G. H. Pocock, El momento Maquiavelo, I. E. P., Madrid, 1964; Isaiah Berlin, Contra la corriente, F. C. E. México, 1986 y F. Meinecke, La idea de la razón de estado en la edad moderna, I. E. P., Madrid, 1959.
[9] Su obra “La política” (1897) sería el evangelio “völkisch” (ultranacionalista) de los jóvenes nacionalistas alemanes del 14-
[10] Autor de “La Dictadura”, en la que expone las bases doctrinales y jurídicas del Estado nazi, para quien “la potestas es el origen de toda legitimación política y fuente del derecho”.
[11] Precisamente se encontraba redactando el capítulo XVIII del Primer Discurso, cuya temática era como indica su título “De qué modo en las ciudades corrompidas se puede mantener un estado libre si existe o establecerlo si no existe”. Lo cual nos indica que los Discorsi constituyen el marco teórico ineludible e imprescindible para entender adecuadamente la significación más profunda de El Príncipe, cuyo referente es en una situación política de excepción.
[12] Hay que señalar que la obra está escrita en lengua vulgar (toscano), no en latín como era usual para escritos de este género. Consta de un Preámbulo o dedicatoria preliminar y de 26 capítulos precedidos de un epígrafe en latín y trabados con una férrea concatenación lógica.




El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo y su legado, Tomás Moreno, Ancile.

domingo, 24 de marzo de 2013

ABADDONA, Y LAS REMINISCENCIAS AL LIBRO DE ENOCH


Abaddona, y las reminiscncias al libro de Enoch, Francisco Acuyo Tras visionar el corto Abaddona (ópera prima de excepcional fascinación y belleza –a pesar de la precariedad de medios empleados para su realización- de un nuevo grupo de entusiastas creadores y amantes de la mejor cinematografía, me refiero al grupo de producción 3 & acción) no pude evitar traer a mi conciencia inmediata la reminiscencia de las lecturas del libro de Enoch (Henoch). Las versiones extraídas del amhárico (etíope, aunque se sospecha que sea de origen hebreo, cuya trascripción original se ha perdido y la conocemos en virtud de las versiones etíope, griega o latina)  y traducidas en primera instancia por el arzobispo Lawrence (sobre el año 1821) han sido sucesivas, y con mayor o menor éxito traídas a colación hasta nuestros días. Nos ponen estas transcripciones en contacto, mediante un despliegue simbólico sin precedentes, y sin obviar el carácter profético que vierte a través de su singular teogonía, con un mundo del todo atractivo y harto sugerente. Las siete razas a las que se aluden y describen (las cinco primeras, quedando resueltamente secretas las dos últimas) ya nos hablan de su vinculación con los Misterios de la Iniciación, y todo adornado con personajes sugerentes y enigmáticos (angélicos y arcangélicos), los cuales nos pone en antecedentes con el carácter secreto y o apócrifo del libro (etimológicamente derivado de crypto –esconder-) y del que se deduce el origen terrenal pero también célico o estrellado del hombre. De las siete partes del Libro, este poema se centra o encuentra lugar, en la segunda parte que relata la asunción de Enoch y la caída de los ángeles (capítulos VI a XXXVI), mas encuentra el empuje o inspiración definitivos en la visión del corto anteriormente aludido y que tuvo a bien traerme a la memoria aquellos párrafos del Libro profético, cosmológico y escatológico a un tiempo. No deja de causarme especial impresión la notable influencia que tuvo en los primeros cristianos (lo mencionan Tertuliano, Prisciliano y el mismo San Pablo que llega a considerarlo un libro profético), y sobre todo en el siglo XV al que los kabbalistas cristianos vuelven a su lectura y referencia; también Pico de la Mirandola, Guillermo Postel entre otros acaban citándolo, siendo su influencia muy importante también en las filas gnóstica y hermético alquimistas.
Así las cosas, y bajo este deslumbrante y seductor influjo tuvo lugar este poema (un fragmento os ofrezco, se publicará íntegro en la edición próxima de Abaddona en la editorial Jizo; también expongo al final el enlace al trailer del corto) que ofrezco para la consideración del interesado, no sólo de la poesía y del cine, también en el universo misterioso de los libros antiguos que siguen, consciente o inconscientemente, manteniendo su extraordinaria fuerza, inducción y ascendencia para gozo de las generaciones presentas y futuras.


Abaddona, y las reminiscncias al libro de Enoch, Francisco Acuyo




CRÓNICAS DE ENOCH
FRAGMENTO



Abaddona, y las reminiscncias al libro de Enoch, Francisco Acuyo



Al grupo Tres y acción,
Por su ángel Abbadona



Demonio, hermano mío, mi semejante

Luis Cernuda


   I


   ENOCH, mi hermano; la bella
relación dejó sellada:
del gran luminar benévola

razón nos cuenta que hablara
el relato en confidencia
de la belicosa máquina

celeste que al hombre muestra
en sus páginas lacrada,



   pues hierofante y albacea
sobre estos textos consagra
la iniciática estrategia,

si inscrita puebla sus páginas
la estirpe toda arcangélica
que signarlo quiere heresiarca,

e impresa dejó la estela
que sigue en líneas varias:



“Alas extiende y cadenas
las que en campo de batalla
arcangélica hueste extrema,

ora oscura, ora diáfana
cohorte de figuras trémula
que, desde la noche avanza,

si sombra no, centinela
de una luz siempre sonámbula.



   Cada arcángel, por la niebla,
dejar apenas en cada
rostro pudo, si sospecha,

como tenebrosa máscara,
la impávida muerte expresa.
En el cíngulo la espada

tinta todavía muestra
cruel de sangre vigilancia.



   De Dios desertor, apenas
caído el ángel, la escuadra
al fin alevosa deja

y, en pos de la luz más clara
del redil divino, espera
piadosa, por la arrogancia,

redención a su anatema.
Soledad sin esperanza.



   A la súplica respuesta:
soledad sin esperanza,
y en ella al fin la azucena

del silencio se derrama,
pues por el mundo frontera
a tanto olvido no hallara,

ni a su sueño centinela,
ni a su sombra luminaria.”


                           Francisco Acuyo







Abaddona, y las reminiscncias al libro de Enoch, Francisco Acuyo