Volvemos a traer a la sección de Narrativa del blog Ancile, el pulso singular, ágil, vívido, diligente y desembarazado de Pastor Aguiar. Esta vez con una nueva serie de cuentos que iremos ofreciendo, intercalados con otras secciones y obras, con sumo y sincero placer, sobre todo para los interesados en la manera de decir y contar propias de quien tiene el don de hacerlo por el impulso del ingenio particular y de la vivencia asumida con grandes dotes de permeable sensibilidad e inteligencia. Comenzaremos hoy con el relato titulado La bicicleta.
LA BICICLETA
Eran cerca de las cinco de la tarde. Aún me recuperaba
de la odisea del regreso desde el hospital, donde ejercía como médico forense. Recorrer aquellos cuarenta
kilómetros era una aventura agotadora, de duración y hechos impredecibles. Pero
esta vez había tenido suerte. Un carro fúnebre, que iba rumbo a la prisión
Combinado del Sur, me había dejado en el entronque de la carretera a mi pueblo.
Media hora más tarde, saltaba sobre una carreta repleta de cajas de madera
vacías, rumbo a Sabanilla del Comendador, apenas a seis kilómetros de mi destino. En la
cafetería, donde media hora atrás habían vendido las últimas croquetas elásticas
en medio de una bronca, la totémica
dependienta limpiaba el atolladero con un trozo de frazada raída, que parecía
empegostar aún más aquel piso que una vez fue de lozas.
Llegando al parque de la iglesia, alguien me gritó
desde una moto destartalada.
_ ¡Médico, vamos!
Ahora descasaba unos minutos. Era verano y aún
quedaban varias horas de claridad.
Poco después dejaba la bata sobre el camastro y me
engalanaba con aquella muda de ropa que había resistido varias generaciones. Me
encasqueté el sombrero de paja y atrapé un pomito vacío. La mochila de saco de
yute ya me gritaba al lado de la bicicleta, con sus seis carretes hechos con
latas vacías que había ido recolectando por los basureros. En ellas el
enrollado pulcro de las líneas de pescar, que terminaban en pequeños anzuelos
comprados a un viejo artesano que los vendía
a siete por un peso. De paso, agregué media barra de maní molido de mi
propia cosecha, y una botella repleta de aguardiente casero que Papito, mi
compañero de andanzas, destilaba clandestinamente, usando azúcar robada del
central y fermentada durante un mes en agua y levadura. La levadura se la
conseguía una prima en la panadería donde trabajaba, escondiéndola entre las
tetas.
La bicicleta era el órgano más importante de mi
cuerpo, con su armazón de manufactura soviética y un injerto de gomas chinas en
las que no cabía un parche más.
Aseguré mis cosas a la parrilla, después de haber
agregado las carnadas de filetitos congelados de tilapia, cortados en tiras de
cinco centímetros.
Esta vez iba solo, pues Papito estaba con fiebre.
Rumbo a la salida sur hice dos paradas, una en el portal de Lencho para
comprarle tres tabacos de Manicaragua a dos pesos cada uno, y dos casas más
allá, para rellenar el pomo de café mezclado con polvo de chícharos.
Ya pedaleaba felizmente por la carretera semi
desértica rumbo al central.
Andados unos ocho kilómetros, torcí a la derecha, por
una fangosa guardarraya que semejaba un majá desenrollado entre los cañaverales
quedados de la zafra anterior.
Cuando perdí de vista la carretera, con las gomas
atascadas en el fango, me hice a un costado y miré en todas direcciones,
aguzando el oído. Solamente el estampido de los lagartos en las hojas secas,
perturbaban la calma. Así fue que, cargando el vehículo y dando tropezones,
avancé unos quince surcos cañaveral adentro y acosté mi bici sobre la cama de
paja, cubriéndola a medias.
Al retomar el camino, hice un nudo en las hojas
superiores del plantón orillero, a manera de
señal y me eché la mochila al hombro, con un buen trago de alcohol y un
tabaco que humeaba como las lejanas chimeneas del central en tiempos de zafra.
Ya el sol maduraba al borde de los cerrojos del Oeste.
Me esperaba una caminata de dos kilómetros entre charcos, pequeños sembrados,
restos de arboledas de cuando hubo fincas por allí, y potreros del Estado.
Un kilómetro más tarde, ladeaba un pequeño descampado
recostado a los raquíticos cañaverales. Aquel mínimo sitio fue asiento de un
bohío del que solamente quedaban trozos de cemento entre espartillos moribundos,
marilopes y mariposas. Detrás, tres matas de toronjas, una de las cuales, amiga
íntima, me surtía con su jugosas lunas verde amarillentas, que gracias a Dios,
no muchos comían por ser amargas. Eché una docena dentro de la mochila, que ya
hacía sentir su peso.
La luz del crepúsculo iba quedando descuartizada,
mostrando sus hermosas vísceras caleidoscópicas por guardarrayas y cayos de
marabú del potrero, que ahora enfilaba acercándome a la presa.
Traté de acelerar el paso cuanto la impedimenta me permitió.
Al llegar a la puerta de alambres del potrero que rodeaba al manto de agua,
eché las cosas al otro lado y cerré cuidadosamente, ante las oscuras claraboyas
de una decena de vacas flaconazas, con más apariencia de pescadoras que yo.
A poco, avanzaba sobre el trillo a lo largo de la alta
cortina de tierra que cerraba a las aguas, para descender a un centenar de
pasos y culebrear ansiosamente por las márgenes del Sur, buscando un buen
pesquero, el más propicio para este anochecer, entre los cinco o seis que ya
conocía de años.
Precisamente donde el lomo plomizo, apenas rizado a
trechos por las hebras de brisa, se fue estrechando de manera que la otra
orilla distaba unos cien metros, me detuve, dejé caer la mochila y aprovechando
los últimos ripios de claridad, empuñé el machete y desbrocé unos pequeños
sitios en la orilla, donde situé lajas de piedras para colocar los carretes.
De tal forma, en quince minutos dejé el pesquero
listo. Una media decena de carretes improvisados quedó sobre las piedras, con
las líneas estiradas en distintas direcciones, de manera que a la primera
picada, la lata rodaría haciendo el conocido escándalo.
Entonces me puse a descascarar una toronja mientras
dejaba el cabo de tabaco al lado de la mochila e iba escrutando las cercanías
apenas visibles, tratando de adivinar las cabezas de las jicoteas cuando salen
a respirar. Pude ver algunas grandes
como semillas de aguacates, pegadas a un tronco mutilado de palma, que sacaba
su muñón desde el centro del brazo de agua.
Acababa de asegurar las baterías en la linterna,
cuando sonó la primera lata con un
triple tintineo, pues había colocado dos o
tres rocas más adelante para que el ruido fuera inconfundible.
Como no había luna, alumbré por unos segundos, los
necesarios para localizar el punto. Anduve por detrás para no enredarme con las
otras líneas y dejé la interna en un bolsillo. Justo a la orilla del agua, la lata giraba a pequeños
intervalos, desenrollando el nylon. La tomé con la izquierda y con la otra
mano, entre el índice y el pulgar, fui tanteando. En pocos segundos sentí la
presión. Era el primer animal. Halaba lentamente, unos dos o tres metros y se
detenía de nuevo, como para tragar la masa de tilapia. Al siguiente halón, tiré
hacia mí firmemente, sin brusquedades. Cuando sentí su peso, no pude reprimir
el grito.
_ ¡Coño, buen animal! Ven chiquilla, no te me escapes.
Fui enrollando la línea en la lata. Entonces supe que
flotaba boca arriba, como una canoa, alivianándose. Halé con ambas manos hasta
sentirla atascada en el fango, a dos pasos de mí. No cedí, pues arañaba con sus
cuatro patas de filosas uñas. Entonces le planté un pie encima, hasta que pude
voltearla. Yo jadeaba como en un orgasmo, como si el mundo no existiera. Por el
volumen y el peso adivinaba que era una hembra de tres o cuatro libras. Tuve
que alumbrar unos instantes para localizar el saliente del anzuelo en sus
comisuras pétreas y, con mucho cuidado, empujar hasta desanzuelarla. La eché en
la mochila, al tiempo que saqué otra toronja para la celebración.
Fue una de las mejores noches que tuve. Tres hembras y
dos machos, todos de buen tamaño. La carne de una semana asegurada.
Sería cerca de media noche cuando recogí los aperos y
sudando la gota gorda, me eché al hombro el bulto, ahora con un peso
multiplicado que se sumaba al cansancio de la hora.
Me sabía de memoria
aquellos trillos. El regreso hasta la cercanía de la carretera me tomó
una hora, hasta localizar el nudo en las hojas de caña, ahora mojadas de rocío.
Dejé la pesca al costado y me sumergí en el amasijo de
tallos y follaje cortante, hasta el punto donde reposaba, o debía reposar, la
bicicleta; pero no la encontré.
_ ¡Dios mío, no me hagas esto!
Salí de nuevo y con la linterna, me aseguré de la
señal. Conté los pasos hasta adentro una vez más, mientras clamaba por todos
los santos. Repasé durante media hora todo el pajizal, enredándome con los
bejuquillos, sufriendo la embestida de un hormiguero que me acribillaba hasta
las ingles, mientras el instinto me empujaba a rebuscar, porque debía estar
equivocado.
La desazón y el agotamiento, triunfaron sobre la terquedad,
hasta que terminé echado a la larga, pateando la yerba enfangada a orillas del
cañaveral. Me incorporé después como alguien que envejece veinte años de repente.
El ruido de los lagartos en la paja y el graznido de las lechuzas me sonaban
como insultos. Me esperaban infinitos kilómetros de marcha en la noche maciza,
con aquel saco a cuestas, que ahora pesaba más que mi cuerpo derrotado. Pero no
tenía otro remedio que hacerlo.
Pastor Aguiar
Muchas gracias, Francisco Acuyo por difundir la narrativa de Pastor, a la que particularmente admiro y tengo la bendición de verla germinar a mi alrededor. Felicitaciones al autor por este magnífico cuento y un gran abrazo.
ResponderEliminarJeniffer Moore
Estoy sumamente contento, pues para mí es un premio ver mi trabajo publicado en este sitio tan prestigioso. Hasta me parece ajeno de lo elegante que se ve el formato, los colores, las fotos. Hay detalles que parecen cosas de surrealismo; pero en este cuento casi todo fue vivido, padecido, recreado con el paso del tiempo. Gracias, amigo, y gracias, Jeni, por el estímulo que siempre me das con tanta paciencia y Amor. Un abrazo, Acuyo, amigo.
ResponderEliminarY pensar que en la vida real perdí par de bicicletas en parecidas circunstancias. No hay más grande ficción que la realidad misma, amigo. Un gran abrazo.
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