LEER A LOS CLÁSICOS,
POR EL PROFESOR TOMÁS MORENO
Leer a
los clásicos: el poder de las ideas y de las humanidades
“La educación no
es llenar un recipiente sino encender un
fuego” (Williams Butler Yeats).
Jon Juaristi |
La reciente celebración en Granada de la Feria del
Libro Antiguo nos ha brindado la ocasión de adquirir alguno de los libros
clásicos durante largo tiempo anhelados y también la oportunidad de pergeñar
esta modesta reflexión sobre la importancia de su lectura y la necesidad de su
habitual compañía.
Se
lamentaba el gran poeta y antropólogo español Jon Juaristi en un bello artículo titulado Libresco, de la torpe relación que los occidentales hemos
mantenido con los libros, sobre todo los europeos de tradición católica, menos
acostumbrados que los protestantes a la lectura del Libro por antonomasia de nuestra cultura, las Escrituras. Relación que oscilaba desde odio hacia todo lo peyorativamente adjetivado de “libresco” hasta
su instrumentación banalizadora, lo
que impedía, en su opinión, plantear la pregunta porjudías[1]- al tiempo que señalaba cómo en
nuestros grandes almacenes se promovía la compra de libros como utensilios: manuales del tipo do it yuorself, novelas de evasión o guías de viaje.
Frente
a esa hostilidad hacia los libros en general y esa, comercialmente inducida, trivialización
de la lectura, reivindicaba nuestro poeta, con el filósofo judío Emmanuel Lévinas, la necesidad de
amar incondicionalmente el libro, de
cultivar la lectura de los clásicos, con esta palabras: “El libro es una
modalidad de nuestro ser. Acaso la más rigurosamente humana. No es que el
destino del mundo sea terminar en un libro, sino que nuestra única posibilidad
de trascender el mundo pasa por la mediación del libro. Por fortuna o por
desgracia somos humanos. Es decir distintos del mundo, irremisiblemente
librescos”.
Sería
ocioso, por obvio, justificar la importancia y la necesidad de la lectura en
general y la de los clásicos en especial. Pero no lo es tanto -en nuestro
tiempo- si tenemos en cuenta el déficit de lecturas que [2], que cada vez hace la lectura de libros más
incómoda, innecesaria o superflua para ellos: todo lo tienen sin apenas
esfuerzo en Internet.
Emmanuel Levinas |
No
está de más, en consecuencia, volver a repetir el inveterado consejo de los viejos
maestros de leer a los clásicos, de
dialogar con ellos. Pero, cabe preguntarse ¿quiénes son los clásicos? ¿Por qué
leer a los clásicos? Italo Calvino, en su famoso ensayo
homónimo[3],
proponía nada menos que catorce definiciones del “clásico”, desde aquella que
lo definía como un libro “que nunca termina de decir lo que tiene que decir”
(definición V) hasta aquella otra que lo entendía como aquel libro “que no
puede serte indiferente y te sirve para definirte a ti mismo en relación y
quizás en contraste con él” (definición XI). Por su parte, Jorge Luis Borges decía que “clásico es un libro que las
generaciones de los hombres leen con previo fervor y con misteriosa lealtad”. Y
Ortega y Gasset afirmaba con pleno
convencimiento que: “No hay más que una manera de salvar al clásico: usando de
él sin miramiento para nuestra propia salvación” [4].
Debemos,
en efecto, obedecer estos sabios consejos y acudir a los clásicos, leer sus
libros y “usarlos” con fervor, sabiendo que de su lectura vamos, sin duda, a
sacar provecho, a encontrar ideas que pueden ayudarnos a encontrar nuestra
propia verdad, nuestro propio proyecto vital, nuestra propia salvación porque
“somos irremisiblemente librescos”. No será tiempo perdido: en primer lugar
porque el conocimiento de las ideas de los clásicos es más productivo, creador
y transformador de nuestra propia vida individual y de la misma vida colectiva
que nos envuelve, de lo que podamos imaginar o sospechar. Y, en segundo lugar,
porque -más allá de las múltiples razones o motivos lúdicos, estéticos, éticos,
cognitivos y utilitarios que podamos tener sobre la conveniencia de leerlos- la
mejor y “única razón que se puede aducir es que leer a los clásicos es mejor
que no leerlos”, según la contundente boutade
calviniana[5].
Precisamente,
en relación con la pregunta sobre la utilidad o inutilidad de la lectura quiero
traer a colación una vieja e ilustrativa anécdota. Se cuenta que en cierta
ocasión Thomas Carlyle, el pensador
británico -autor de Los héroes-,
cenaba con un prepotente hombre de negocios quien, terminada la cena, le
desdeñó por la ingenuidad e inutilidad de su conversación, reprochándole no
haber expresado a lo largo de toda la velada más que “ideas”, “opiniones” sin
ningún interés práctico. Carlyle le replicó: “Hubo una vez un hombre llamado Rousseau, que escribió un libro que no
contenía más que ideas. La segunda
edición de su libro fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la
primera”. Ese libro -todos lo habréis adivinado- El Contrato social, compendio programático de las ideas que inspirarían y
desencadenarían la Revolución francesa.
Miguel de Cervantes |
Y
es que las ideas tienen poder, son poder. Sobre ese poder Isaiah Berlin, el
más grande pensador liberal del siglo XX, escribiría en su liminar ensayo Dos conceptos de Libertad estas
palabras: “No hay que subestimar el poder de las ideas. Los conceptos
filosóficos criados en la quietud del cuarto de estudio de un profesor pueden
destruir una civilización. Sólo otros filósofos o pensadores pueden
desarmarlos”[6]. Por eso, consciente de la
fuerza trasformadora y subversiva de sus propias ideas, de sus propias
doctrinas, decía Nietzsche: “Yo no
soy un hombre, soy dinamita”[7].
Difícilmente
entenderíamos la historia de la humanidad sin tener en cuenta los libros o
escritos -esto es las ideas- que
sirvieron, digámoslo metafóricamente, de “parteras” para alumbrar los más
cruciales acontecimientos de la experiencia humana y de su desarrollo, devenir
y significado (literarios, artísticos, filosóficos, económicos, sociales,
políticos, éticos, científicos)[8].
Sin la lectura de los grandes poetas y escritores de nuestra tradición
cultural, desde Esquilo o Sófocles hasta Cervantes y Shakespeare,
desde Ovidio o Virgilio hasta Dante y Goethe, pasando por Kafka, Baudelaire, Proust, Dostoievski y Chejov y tantos otros, nuestro mundo
cultural -si es que tal sintagma pudiera escribirse o referirse sin sonrojo
en tales circunstancias- se encontraría irremisiblemente empobrecido, huérfano
de belleza, mutilado de experiencia y de memoria humana, sin identidad ni
raíces (como un enfermo colectivo de
Alzheimer).
Nadie
puede dudar de que -por referirnos ahora sólo al punto de vista político, por
ejemplo- nuestro mundo actual es el producto de lo que pensaron y escribieron
hombres -escritores, pensadores, filósofos, científicos- que nos precedieron en
el tiempo. Sin la secuencia de escritos de Hegel-Marx-Lenin
difícilmente podría entenderse el mundo comunista del pasado siglo; sin la saga
de los libros de Rousseau-
Locke-Montesquieu-Adam
Smith, tampoco se entendería el mundo liberal capitalista. Sin las
doctrinas expresadas en los escritos de Mahoma,
Buda, Confucio o Lao-Tzu, gran
parte de la cosmovisión del Mundo oriental y asiático nos estaría vedada. No
olvidemos, por otra parte, las lúcidas palabras que Víktor Frankl -el creador de la logoterapia-
dijo en una famosa conferencia: “Creánme ustedes, señores y señoras, ni
Auschwitz ni Treblinka, ni Maidanek fueron preparados fundamentalmente en los
Ministerios nazis de Berlín, sino mucho antes, en las mesas de escritorio y en
las aulas de clase de científicos y filósofos nihilistas”[9].
Williams Shakespeare |
La
historia, en fin, nos muestra que ni Hegel,
para quien la filosofía era la historia
hecha conceptos y que la filosofía
como la lechuza de Minerva levanta su vuelo al atardecer, ni Lord Bolingbroke -un vizconde ilustrado
inglés del siglo XVIII- que afirmaba que la
historia no es más que la filosofía puesta en ejemplos, tuvieron del todo
razón. Las ideas preceden, la mayoría de las veces, a los acontecimientos
históricos, no son meras legitimaciones teóricas a posteriori de esos hechos.
La imagen hegeliana de la lechuza de
Minerva debería ser transformada en la del gallo
auroral que anuncia un nuevo día, un nuevo amanecer. A despecho de las ya
obsoletas teorías del materialismo histórico, según las cuales las ideas son
superestructuras ideológicas justificadoras de un determinado modo de
producción social, cada vez más -al menos desde que Max Weber escribiera su El
nacimiento del Capitalismo en el espíritu del Protestantismo[10]-
estamos persuadidos de la trascendencia y del poder transformador de las ideas,
esto es de los libros que las contienen, conservan y transmiten.
De
ahí la importancia de “encender” en los alumnos la pasión, “el fuego” de la
lectura: de conocer y leer a los clásicos, de aprender de ellos, de dialogar
con ellos, de atisbar en sus escritos las líneas maestras por donde puede
caminar la sociedad del futuro. Líneas maestras que se han trazado ya sobre el
papel en Maquiavelo,
encontrarnos con su devoción por la lectura de los antiguos clásicos, expresada
en tan entrañables, bellas y sugerentes palabras, dirigidas epistolarmente a un
amigo desde su villa-refugio de San Casiano, como las que a continuación
transcribimos[11]: nuestro más próximo -y también más lejano- pasado. Por eso resulta
emocionante leyendo, por ejemplo, a un clásico del pensamiento político tan
esencial como
“Llegada la
noche, vuelvo a casa y entro en mi
escritorio. En el umbral me quito la ropa de cada día, llena de barro y
lodo, y me pongo paños reales y curiales.
Vestido decentemente, entro en las antiguas cortes de los antiguos hombres,
donde –recibido por ellos amistosamente- me alimento con aquella comida que es
la única verdaderamente mía y para la cual nací. No me avergüenzo de hablar con
ellos y preguntarles por la razón de sus acciones, y ellos, por su amistad, me
responden. Durante cuatro horas, no
siento pesar alguno, me olvido de toda preocupación, no temo a la pobreza, no
me acobarda la muerte: me entrego
totalmente a ellos”[12].
Tomás
Moreno
[1] Sobre la obsesión destructora de libros
por parte de censores de toda laya y condición y de fanáticos políticos o
religiosos es imprescindible el libro de Fernando Baez, Nueva historia universal de la destrucción de libros, Destino,
Barcelona, 2011. Sobre la obsesión contraria -ésta sin embargo loable- de amor
y pasión por los libros y la lectura, véase Alberto Manguel, Una Historia de la Lectura, Lumen, Barcelona,
2005. Llega a afirmar en ella algo perfectamente constatable: que”toda la
historia del mundo está ya en ‘La Odisea’”.
[2] Para toda esta temática de la nueva
cultura audiovisual y multimediática, véase: Giovanni Sartori, Homo videns. La sociedad teledirigida,
Taurus, Madrid, 1998.
[3] Italo Calvino, Por qué leer los clásicos, Tusquets, Barcelona, 1993.
[4] J. Ortega y Gasset, Pidiendo un
Goethe desde dentro, en Triptico.
Mirabeau o el político, Kant – Goethe, Austral, Espasa Calpe, Madrid, 1959.
[8]Por ejemplo: La Ilíada y La Odisea, La Biblia, Los Evangelios, El Corán,
Los Cuatro libros clásicos de
Confucio, los Diálogos sobre los dos
grandes sistemas de Galileo, los Principia
Mathemática de Newton, Leviathán
de Hobbes, El Contrato social de
Rousseau, los dos Tratados sobre el
Gobierno civil de Locke, Del espíritu
de las Leyes de Montesquieu, La
Riqueza de las Naciones de Adam Smith, El
origen de las especies de Darwin, El
Capital de Marx, Los fundamentos de la teoría de la relatividad
general, de Einstein, La Doble hélice,
de Crick y Watson etc. etc.
[11] Y que sin duda suscribirán (porque estoy
seguro de que las practican asiduamente) Francisco Acuyo y todos los que han
puesto en marcha la feliz iniciativa de editar esta encomiable Revista Jizo de Humanidades, en formato
digital, a los que cordialmente felicito por ello.
[12] N. Machiavelli, carta del 10 de diciembre de 1513 a
Francesco Vettori, en Lettere familiari,
edición de Edoardo Alvisi, Florencia, Sansoni, 1883, pp. 305-310.
El placer por la lectura, mucahs gracias por compartir este regalo.
ResponderEliminar