En el ciclo altamente sugestivo dedicado a la feme fatal llevado a cabo por el filósofo y profesor Tomás Moreno, hoy El eclipse final de un mito: de las Wamps a las Pin-ups, en la sección de Microensayos del blog Ancile.
EL ECLIPSE FINAL DE UN MITO:
DE LAS WAMPS A LAS PIN-UPS
EL ECLIPSE FINAL DE UN MITO: DE LAS WAMPS A LAS PIN-UPS
VII. El mito de la mujer fatal, dio lugar de nuevo, en el
cine de posguerra de los años cuarenta, a
tipos femeninos inolvidables, ya encarnados en “viudas negras”, ya
en “mujeres araña”, que atrapan a los hombres en su tela, pacientemente tejida,
y que se deshacen de ellos en el momento oportuno: la rubia platino de turno, la mala
de la película, las innumerables vamps
que inundan las pantallas. Como la Rita Hayworth de Gilda (1946), inolvidable mito erótico y sexi de los cuarenta, con el strip-tease
más excitantemente púdico del cine al quitarse el largo guante negro que cubría
su brazo, mientras se contoneaba cantando Put
the blame on Mame[1].
Al final de la segunda guerra mundial, el cine y la novela “negros”, han ido
desgranando una amplísima variedad de mujeres
fatales, en cuyo carácter serial, como apunta J. Jiménez, hay que reconocer su adscripción representativa a una
imagen unitaria.
Sin
embargo, poco a poco, con el estilo glamour que encarnan Rita Hayworth o Lauren
Bacall, la belleza incendiaria característica de la femme fatale se va a ir desprendiendo de su dimensión satánica de
antaño, la oposición tradicional de la ingenua y la “devoradora de hombres” va
a dar lugar a un nuevo arquetipo de mujer que reconcilia apariencia erótica y
generosidad de sentimientos, sex-appeal
y alma pura. Es el anuncio del eclipse
del estereotipo.
Gilles
Lipovetsky[2] -que ha analizado con gran penetración la
figura de la mujer fatal- considera
que es en el segundo tercio del
siglo XX, a partir de los años
cuarenta y cincuenta, cuando las imágenes de la mujer se independizaron del
referente secular de la belleza demoníaca en provecho de un sexy moderno,
lúdico y despreocupado, representado por jóvenes de finas piernas, de silueta
estilizada y flexible, de aspecto ingenuo y provocativo. Comienza entonces la
época que Lipovetsky ha denominado de la
posmujer fatal. El cine marca el cambio y consagra el reinado de la pin-up[3];
en las pantallas aparece la figura nueva de la good-bad-girl, la mujer con aspecto de vampiresa pero de corazón
tierno, seductora pero no perversa.
El modernismo de las pin-ups[4]
-fotos de muchachas desvestidas- tan admiradas por los solitarios soldados
americanos, con las que adornaban las
paredes de sus barracones y tiendas de campaña- sólo pudo desplegarse, según
Lipovetsky, al prorrogar al mismo tiempo los rasgos típicos de una feminidad
marcada por la prioridad de las expectativas masculinas “clásicas”, con
respecto al cuerpo femenino: pecho voluminoso, nalgas redondas, posturas
incitadoras, hipererotización de la mirada y de la boca.
La nueva simbología sexual tuvo, en
efecto, en la fijación sexual del busto femenino, en los senos generosos y
exuberantes -cuyo valor permanecía subestimado desde 1900- su rasgo más
significativo. Los nuevos mitos icónico-sexuales femeninos del celuloide se
encarnan en actrices italianas -Sofía Loren, Gina Lollobrígida, Silvana
Mangano, Silvana Pampanini y Claudia Cardinale- cuyo erotismo campesino y
neorrealista parece redescubrir esa hipertrofia mamaria[5],
que había sido aceptada y publicitada ya desde la segunda guerra mundial, a
través de las pin-ups. Estrellas de formas explosivas cuyo sex-appeal
ya no tiene misterio, entran en escena e inundan las pantallas cinematográficas[6].
Por moderna que nos parezca, la pin-up, sigue siendo en este plano, nos
advierte Lipovetsky, una “mujer menor”, un “objeto sexual” construido
ostensiblemente en función de los deseos y las fantasías masculinas. De aquí
que la pin-up surja como una
formación de compromiso entre dos lógicas. Por un lado, una lógica moderna, que
se concreta en la estética del cuerpo esbelto, las largas piernas, el keep smiling, un sex-appeal
desdramatizado y lúdico. Por otro, una lógica de esencia tradicional, que
recompone una “mujer objeto” definida mediante cebos eróticos excesivos (pecho, nalgas y poses
provocativas), una feminidad que evoca más el “reposo del guerrero” que la
afirmación de una identidad femenina autónoma. La conjugación de ambas lógicas
“heterogéneas” constituye la originalidad de la pin-up[7].
Este nuevo standard estético
femenino va a tener en Marilyn, ya en los años cincuenta, su máximo exponente.
Con ella, la fisonomía de la wamp clásica se metamorfosea esencialmente, pues
como vio con agudeza André Bazin
“después de la guerra el erotismo cinematográfico se desplazó del muslo al
seno. Marilyn Monroe lo ha hecho descender entre los dos”. Conserva rasgos
inequívocos de la femme fatale
tradicional -“Marilyn por su origen era Lulú”[8],
decía Mailer- pero incorpora
características de vulnerabilidad, desvalimiento infantil, ingenuidad inocente
y espontaneidad animal que la redimen de la malignidad satánica y de la
perversidad destructora del original. Con toda razón, Román Gubern ha podido escribir que “su naturalidad la aleja de las
wamps tradicionales, hay en sus películas una permanente ironía y autocrítica
hacia aquel espécimen humano del que Marilyn fue su culminación y su
sepulturera”[9].
En los primeros tiempos del cine,
concluye Lipovetsky, la sensualidad se había encarnado en el estereotipo de la
vampiresa, cuyas figuras emblemáticas –recordamos de nuevo- fueron Theda Bara,
Pola Negri y Marlene Dietrich. Con sus ojos insondables cargados de rímmel, sus
atuendos sofisticados, sus largas boquillas, la vampiresa evocaba una feminidad
inaccesible y destructora, esta mujer, en opinión de Lipovetsky, no tenía:
Nada que ver con
la estética desdramatizada de la pin-up
que Marilyn Monroe elevó a la categoría de mito. Desaparece la equívoca
lascivia de la vampiresa; la fragilidad radiante sustituye al satanismo de
Eros, la belleza sensual se reconcilia con la ingenuidad, con la abierta y
franca alegría de vivir. En una síntesis inédita de sensualidad e inocencia, de
sex-appeal y vulnerabilidad, de encanto y ternura, de erotismo y jovialidad, la
sex goddess holliwoodiense creó el
más resplandeciente arquetipo de la posmujer
fatal[10].
Tomás Moreno
[1] Rosa María Santidrián Padilla, Mujeres malas y perversas, Edimat,
Madrid, 2007. Esta autora las ha visto representadas por figuras
cinematográficas como la Escarlata O’Hara (Vivean Leight) de Lo que el viento se llevó de Margaret
Mitchell, la Bette Davis de Jezabel de William Wyler, la Linda Darnell de Ambiciosa o la camarera de ¿Angel o diablo? También se encarnó en la Verónica Lake de Me casé con una bruja en la vampiresa fría del cine negro Lauren
Bacall, en la neumática y explosiva Mae West, vampiresa despampanante y con
humor, en la también rubia platino y
sensual Jean Harlow, en la gélida belleza rubia de Marlene Dietrich, en la
fascinante Ava Gadner de Forajidos,
Simone Simon de La mujer pantera, la
Joan Crawford con su interpretación de Cristal en Mujeres, la Barbara Stanwyck de La
Gata Negra o Perdición.
[2] Seguimos aquí en líneas generales el
análisis que realiza Gilles Lipovetsky en el capítulo 4, "El Eclipse de la
mujer fatal", de su libro La tercera
mujer, op. cit., pp. 157-172; véase asimismo Edgard Morin, Les
Stars, París, Seuil, colección Points, 1972, pp. 27-28.
[3] Según Lipovetsky, nada ilustra mejor el fin del imaginario de la belleza maldita como la estética sexy
de las pin-ups,
creada por dibujantes y fotógrafos de los años cuarenta y cincuenta que imponen
un nuevo estilo de belleza, cuyas
imágenes incitadoras pero no perversas,
provocativas mas no devoradoras invaden poco a poco los soportes más diversos,
desde calendarios hasta máquinas del millón, de los carteles publicitarios a
las tarjetas postales. Sus imágenes expresaron el advenimiento de un eros femenino desprovisto de todo misterio,
de toda idea de falta; eran como“Venus con tejanos”, bellezas adolescentes más
lúdicas que tenebrosas, más pop que románticas, más dinámicas que enigmáticas.
Ya no tienen nada de diabólicas, se parecen más a una muñeca sexual picarona
que a una mantis religiosa. “La pin-up es el erotismo femenino del que se ha
sustraído el satanismo de la carne, y con la gozosa vitalidad como añadidura.
Ya no responden ni al modelo de virgen ni al de la puta, se ofrecen como baby-dolls encantadoras, desvergonzadas
“simpáticas”, destinadas más a los amoríos sin consecuencias que a las pasiones
devastadoras” (La tercera mujer, op.
cit., p. 161).
[5] Román Gubern, considera que “los argumentos psicoanalíticos que se han esgrimido
para explicar la revalorización del busto femenino en estas circunstancias
históricas son bastante curiosos. Se ha hablado, en el caso de Italia, de la
dura carestía de alimentos en la postguerra y de las dificultades nutritivas
como motor de este redescubrimiento mamario. También se ha querido ver, en el
caso de los soldados en campaña, una búsqueda de la imagen protectora de la
madre, eróticamente sublimada. En ambos casos, la explicación de fondo resulta
bastante coincidente, pues el busto femenino sería imagen de la protección y de
la nutrición materna, en un neto fenómeno de regresión a la infancia”. (Un Olimpo de imágenes, op. cit., p. 40).
[6] Además de las ya citadas
italianas, hay que citar a Betty Grable, Marilyn Monroe y Jayne Mansfield en
Estados Unidos, y en Europa, Anita Ekbert, y, sobre todo, Brigitte Bardot o el
“animal sexual”, creada por su Pigmalión, Roger Vadim (Y Dios creó la mujer, 1956).
[7] Gilles Lipovetsky, op. cit.,
p. 162.
[8] Norman Mailer, Marilyn, Nueva York, 1973; citada por
Hans Mayer, en su Historia maldita de la
literatura, op. cit., p. 137.
El mito de la mujer fatal ha servido a Hollywood como una estrategia de marketing efectiva. Desde actrices como Demi Moore y actualmente Scarlett Johansson han aprovechado este mito en plenitud como forma de negocio. Así que una “Mujer Fatal” es un mito pero también una realidad.
ResponderEliminar