El Trabajo. ocio y vida cotidiana, en las Utopías maquetas, en su novena entrega para la sección de Microensayos del blog Ancile, por el profesor y filósofo Tomás Moreno.
TRABAJO, OCIO Y VIDA COTIDIANA,
EN UTOPÍAS MAQUETAS, NOVENA ENTREGA
UTOPÍAS
MAQUETAS: TRABAJO, OCIO Y VIDA
COTIDIANA (9)
Utopía no es Arcadia ni Cucaña[1]. “El utopista serio del
Renacimiento -señala M. A. Ramiro Avilés-
no describe tierras fantásticas en las que hay ríos de leche y miel, montañas
de queso o guijarros que son pasteles, sino tierras en las que la industria del
hombre saca el provecho aplicando la razón”. El modelo de Utopía cuenta, pues, en sus inicios con una cierta escasez, con
algunas dificultades para satisfacer las necesidades básicas de todos sus
ciudadanos. Tomás Moro, por ejemplo,
reconoce que el suelo de la isla de Utopía
no era muy fértil y su clima no de los mejores, y decía que los utopianos se protegían
contra el clima con una forma de vida
temperada y que mejoraban su suelo mediante
la industria. Es decir no confiaban la resolución de los problemas sociales
y políticos a una abundancia natural; porque
ésta era inexistente, no la producía de forma espontánea y graciosa el entorno
natural sino que dependía de las instituciones formales creadas por
los hombres:
“La eliminación de la escasez se debe a que el hombre aplica la técnica para
trabajar mejor la tierra, la ciencia para descubrir las leyes de la naturaleza,
y a que posee un sistema justo de distribución de los bienes materiales
disponibles”[2].
La organización social del
trabajo y el reparto racional y justo del mismo son pues indispensables para
que las comunidades utópicas puedan subsistir materialmente. Así en la Amauroto moreana, por existir un
comunismo económico, todos los bienes de consumo se ofrecían a los ciudadanos
para satisfacer sus necesidades alimentarias y materiales. Existían comedores
colectivos para cada 30 familias y almacenes de barrio para guardar los
excedentes productivos que aseguraban la satisfacción de las necesidades de la
comunidad en periodos de mayor escasez.
No existía una estricta
división del trabajo social, al contrario que en la Kalipolis de Platón; los
distintos grupos de ciudadanos se repartían el trabajo obligatorio para todos
(hombres y mujeres) en función de sus capacidades o aptitudes y preferencias,
en jornadas de seis horas diarias, lo que les permitía largos períodos diarios
de ocio. Cada dos años determinados grupos de ciudadanos, por rigurosa
rotación, se alternaban en las tareas agrícolas (que eran las más pesadas y
penosas), en períodos de cosecha se preveían “movilizaciones suplementarias”
para agilizar la recogida de los frutos. La actividad productiva básica era la
agricultura, aunque también existían actividades relacionadas con las artes
mecánicas para la producción de tejidos (lanas), herramientas de labranza, y
hasta “incubadoras artificiales” para optimizar la producción de huevos en las
granjas avícolas.
Los trabajos “serviles” eran
desempeñados por los “servi”, que no eran propiamente ni esclavos, ni siervos
feudales, sino delincuentes de derecho común, ladrones (o también adúlteros,
prisioneros de guerra, extranjeros clandestinos, ateos etc). Eran tratados
“humanitariamente”; sus pies arrastraban cadenas
de oro, para mostrar con ello su “desprecio” por las joyas y por los
metales preciosos (que eran, ya lo dijimos en un epígrafe anterior, utilizados
para los usos más viles: fabricar bacinillas o como simples juguetes para los niños
muy aficionados a los objetos brillantes). Al no existir cárceles para castigar
los delitos en la sociedad de Utopía, los reos se rehabilitaban desarrollando
los más humillantes oficios y de esta manera reducían penas y prestaban un
servicio a la sociedad. En la mayoría de las utopías el ocioso, perezoso o
pordiosero y el vagabundo no tenían derecho de ciudadanía alguno, por lo que en
muchas de ellas se les trataba de reintegrar en el circuito del trabajo y la
producción.
En la Taprobana solariana, los niños/as desde su más tierna infancia
(partir de los tres años) comenzaban sus aprendizajes contemplando los muros
ilustrados de la ciudad y visitando los distintos talleres de pintores,
sastres, orfebres, etc., teniendo a los ancianos como instructores. Desde los
siete
en adelante recibían una exhaustiva instrucción escolar en las diversas
artes mecánicas y especialmente en aquella para la que mostrasen mayor
capacidad. Las mujeres de la Ciudad del
Sol participaban en el trabajo de los hombres (incluso se las adiestraba en
el manejo de las armas), pero se les asignaban las tareas más livianas. Todos
trabajaban, pues, en los distintos oficios, artes y ocupaciones agrícolas y
ganaderas fundamentalmente. Había cuatro horas de trabajo obligatorio y se
premiaba o incentivaba la cantidad y calidad del trabajo realizado. El resto
del tiempo podía dedicarse a pasear, charlar, leer, escribir, cultivar las
artes y la filosofía.
En Christianopolis de J. V.
Andreae, la producción tenía por fin la utilidad y no el lucro. A tal
objetivo el trabajo (“empleo de las manos”, lo denominan) se realizaba según
ciertas reglas preestablecidas. Todos los materiales
de trabajo se llevaban a un cobertizo público y allí cada trabajador/a recibía
lo que necesario para el trabajo de la semana siguiente. La ciudad se asemejaba
a un gran taller donde se desarrollaban
las más variadas tareas. Al frente de ellas,
los supervisores -“apostados en las torrecillas que hay en los ángulos
de la muralla”- daban a los obreros las
instrucciones necesarias para desarrollar su tarea y vigilaban el trabajo. No
producían más de lo que podían consumir: su vida era austera y sin necesidades
artificiales o superfluas. Como las familias eran poco numerosas, vivían apartamentos
o casitas muy pequeñas (dormitorio, cocina y cuarto de baño), por lo que no
necesitan servidumbre. Y dado que entre ellos reinaba la igualdad más absoluta,
no deseaban impresionar a los demás por el lujo.
En la Icaria socialista de E.
Cabet todo estaba regulado por comités de expertos (funcionarios) al
servicio del Estado, el trabajo de los ciudadanos por supuesto también. Por ley
se había fijado el horario rígido y uniforme de todos los habitantes, que debían
levantarse a las cinco de la mañana, trabajar hasta las dos de la tarde,
divertirse hasta las nueve de la noche y, a partir de las diez, observar
estrictamente el toque de queda, que duraba hasta las cinco de la mañana. Era
obligación del ciudadano trabajar para la República cierto número de horas
igualmente establecido por ley (nada, pues, novedoso o que ignoremos los
ciudadanos del siglo XXI).
Al terminar los estudios
escolares los muchachos (a los dieciocho años) y las muchachas (a los
diecisiete) elegían su profesión u oficio. Si para determinado empleo había
demasiados solicitantes, se seleccionaba a los mejores mediante un concurso
oposición. Los hombres podían jubilarse a los sesenta y cinco años y las
mujeres a los cincuenta, pero en Icaria el trabajo era tan liviano y grato, que la mayoría continuaba en sus
puestos pasada la edad de retiro.
El trabajo se tornaba agradable gracias a una
conveniente distribución de los períodos de reposo, a la limpieza de las
fábricas y al empleo de máquinas que eran eficientísimas y omnipresentes en
ellas. La producción industrial se efectuaba en grandes fábricas donde se
aplicaba el sistema de trabajo en cadena. No había labores degradantes en Icaria, pues la ley prohibía cualquier
actividad tenida por insalubre o inmoral (así por ejemplo, no había taberneros,
y a nadie se permitía fabricar
puñales). Un zapatero gozaba allí de tanta
estima como un médico; no es de extrañar, entonces, que uno de los más altos
dignatarios de la República fuera cerrajero y su hija, costurera.
En lo que respecta a la
organización del ocio y del recreo en
las diferentes ciudades utópicas, su realización efectiva era de una monotonía,
de una tristeza y de un claroscuro sin límites: baste decir que en Kalipolis, la ciudad de Platón, el teatro, la música, las artes miméticas,
los mitos y fábulas poco moralizantes estaban sometidos a un riguroso control y sólo
se toleraba la danza y la música (y preferiblemente de índole “militar”), pero
controlándolas de una manera estricta para que no superasen cierta intensidad,
y se prohibía todo aquello que pudiera parecer una improvisación. Los poetas, eran proscritos y expulsados de la ciudad como elementos “rebeldes y
subversivos” y los mendigos –“esa
clase de bichos”, como los denomina el legislador- expulsados también de la
comunidad. Y Sócrates, de vivir en ella, sin duda, habría sido también
condenado por el Consejo Supremo de Guardianes
de la Ley.
En lo referente a estas actividades
recreativas, Thomas
More sólo
permitía en su ciudad dos diversiones exclusivas, fuera de las cuales se caería
bajo el peso de la ley: el juego de damas y el juego de ajedrez. Por otra
parte, las cenas de los utopienses, que Thomas More pretendía asimilar a los
antiguos banquetes griegos y romanos por conservar aun la índole religiosa y
culta de los orígenes, así como las horas de reposo que les seguían -dedicadas
a la lectura, a la música y a esos juegos de mesa antes citados - no dejan de
producirnos la sólida impresión de tratarse en realidad de un festejo empalagoso
y plomífero poco comparable a lo que hoy entenderíamos por una fiesta.
El piadoso Johann Andreae nos
cuenta, excitado, las “divertidísimas” rondas del orfeón local, interpretando
salmos y motetes moralmente edificables por las calles de su utópica ciudad conventual,
las representaciones públicas de los misterios divinos o de los sucesos más
dramáticos de la historia sagrada, los oficios divinos en la iglesia, las
procesiones. Todo ello como prueba manifiesta del profundo gozo y beatitud que
se alojaba en el alma de los piadosos cristianopolitanos.
En Nueva Atlántida, Bacon
nos obsequia con un minucioso relato de la Fiesta
de la Familia en Bensalem que nos
basta y nos sobra para comprender la atmósfera tediosa y sofocante que rodeaba
a la vida familiar de los bensalemianos, marcada por un patriarcalismo
antipático y un odioso machismo. Tommaso Campanella extendía la transparencia del ciudadano de Taprobana
y la de sus
acciones ante el Estado a ámbitos tan íntimos de su vida -como la
complexión física o la actividad sexual- que lo que nosotros entendemos por
“fiesta” podemos asegurar que allí brillaba
por su ausencia. Es, por otra parte, tan
habitual y regular la presencia de los otros en la vida de cualquier ciudadano que
ello hacía inviable cualquier posibilidad festejar o gozar de alguna actividad
placentera o fruitiva al no existir espacio ni tiempo libres para desarrollar
ningún atisbo de vida personal o de privacidad. Por ejemplo, para dar fe de una
acusación ante el juez se exigía cinco
testigos, cosa fácil puesto que [los
solarianos] casi siempre están
acompañados.
Por lo
que se refiere a la Icaria de Etienne Cabet, F. Laplantine nos recuerda cómo éste
instituye en ella por decreto la noción de fiesta obligatoria: “Todas estas
diversiones, escrupulosamente organizadas, y que no son más que una sombra
trasladada del trabajo […], bastan para demostrarnos de un modo casi
experimental que ‘no hay y que nunca ha habido una verdadera fiesta laica’ que
no sea siempre una miserable caricatura de fiesta y nada más. La fiesta –como
lo cómico y como el juego-, que es una de las dimensiones fundamentales de la
existencia de los pueblos bien sustentados, supone la capacidad de transgredir
lo ‘sagrado’, una capacidad que falta por completo en un universo banal carente
de profundidad” y de misterio[3].
María
Luisa Berneri en su magnífico e insustituible examen
de las utopías literarias[4] hace
una crítica sistemática de las instituciones de las utopías literarias, a las
que califica de represivas, autoritarias y cercanas al totalitarismo. La
abolición de la propiedad privada y del dinero, la militarización permanente, las restricciones a la libre circulación de
personas, la convivencia obligatoria, inevitable y absorbente, la absoluta
falta de intimidad, la existencia de la pena de muerte (a veces por los motivos
más nimios) y de durísimas sanciones y castigos penales por determinadas
infracciones, y la represión indiscriminada y arbitraria instituida en muchas
de ellas, las hace aparecer a primera vista como tiránicas, agobiantes y
sombrías, y, a la vista de las experiencias habidas posteriormente en algunos
países totalitarios o teocráticos, como muy temibles.
Con la excepción tal vez de La
ciudad del Sol, donde el genio descontrolado de Tommaso Campanella suelta
esporádicamente algunos detalles grotescos, graciosos o truculentos, las otras
(las tres o cuatro utopías a las que aquí nos hemos referido preferentemente)
proyectan una imagen de la vida cotidiana infinitamente tediosa y triste. La
estampa de estas sociedades perfectas
se nos antoja, efectivamente, desoladora, con su arcaísmo, su monotonía, su
enclaustramiento y su abdicación ante el futuro. La vida cotidiana en la
genérica Utopía de los soñadores
utópicos es de una tristeza, de una
monotonía y de un claroscuro sin límites y
está estrictamente
“reglamentada” desde sus creencias, costumbres y tradiciones hasta los mismos
juegos infantiles. En todo momento, el individuo está controlado o por
familiares o por sus superiores o por sus vecinos, convertidos unos y otros en
una especie de espías
institucionales. “Hay -escribe
M. L. Berneri- pocas utopías decimonónicas que podamos leer hoy sin
experimentar mortal aburrimiento, a menos que consiga hacernos reír la
ostensible fatuidad de sus autores, convencidos de ser los salvadores de la
humanidad”[5].
Incluso ni en la utopía moreana, la más tolerante y humana de
todas las ficciones literarias imaginadas, existía ninguna intimidad: las
puertas de las casas no se cerraban, de modo que cualquiera en cualquier
oportunidad podía traspasarlas, con la consiguiente violación de la intimidad
más elemental. Para pasear por los campos próximos a la ciudad se requería el
permiso del padre y el consentimiento del cónyuge; y para excursiones más
largas o para visitar otras ciudades el salvoconducto del príncipe con la fecha
del retorno señalada. En la mesa los jóvenes estaban flanqueados por dos
personas adultas que estaban atentas a sus palabras y a sus gestos, para que no
se extralimiten y para, a través de la
conversación con ellos, ir averiguando el carácter de cada uno de ellos.
El mismo More nos asegura que la
exposición del ciudadano a la vista de
los otros, a la mirada presente de todos, es y debe ser continua y
dondequiera[6];
ello es algo que compete al trabajo habitual del ciudadano o a un ocio no
deshonesto. Carecían, además, de licencia alguna para estar ociosos, entregarse
a torpes diversiones o formar conciliábulos. Se
tenía asimismo “por delito capital entrar en consejo
acerca de asuntos comunes fuera del Senado o de los Comicios públicos”, lo cual
equivalía ni más ni menos que a una limitación a la libertad de reunión o de asociación política. Y por
si fuera poco, Thomas More prescribe que todo el mundo debe hallarse en cama a
las 9 de la noche, y el despertar deberá efectuarse a toque de clarín.
Johann Andreae, para quien no ya la
presencia sino la vigilancia activa era
uno de los deberes cívicos más fundamentales en Christianopolis -pues sin ella no era posible preservar la moral y
la piedad cristianas ni mantener incólume la república-, luchó toda su vida por introducir en el
ducado de Wurttemberg los “tribunales de costumbres”, que había visto en la
ciudad calvinista de Ginebra, una especie de comités o patrullas vecinales
encargadas de velar por el buen comportamiento de cada uno, tanto dentro de su
propia casa como fuera de ella. Vigilar era para él la gran palabra en el reino
de la convivencia social. Vigilancia,
Censura y Delación serán rasgos específicos y distintivos también de otras
muchas macroutopías, esta vez no de ficción, sino trágicamente realizadas a lo
largo del pasado siglo XX. (Continuará)
Tomás Moreno
[1] J. C. Davis distingue Utopía
de otras sociedades ideales como son
Cucaña, Arcadia, la Perfecta República Moral y
el Milenario (Utopía y la sociedad
ideal. Estudio de la literatura utópica inglesa, 1516-1700, trad. de Juan
José Utrilla, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, pp. 11- 49) y M. A.
Ramiro Avilés también diferencia el modelo Utopia
de otros modelos de ciudades ideales como Abundantia, Naturalia, Moralia y Millenium (Ideología y Utopía: una aproximación a la conexión entre las ideologías
políticas y los modelos de sociedad
ideal, op. cit., pp.87-129).
[6] E. García Estébanez, tratando de
justificar esta praxis o costumbre (tan ominosa) de estado policíaco, comenta
que se trata de una “circunstancia que subrayan con ufana obstinación tres de
nuestros utopistas” y que “resulta bastante temerosa, hay que confesarlo, pero,
desde luego, no se puede interpretar a la luz de la experiencia habida
posteriormente con algunos regímenes, como los comunistas u otros. Es una
distorsión histórica inaceptable. Debemos ceñirnos a la perspectiva de sus
autores, cautivos de una concepción agrícola o artesanal de la sociedad,
cerrada sobre sí misma y transparente a todos sus miembros. Una sociedad
“presencial” o “cara a cara” que se dice hoy en sociología. En estas
comunidades el estar a la vista es el estado ordinario y natural, no el efecto
de un designio policial (en la de Andreae por sus connotaciones teocrátics sí
es esto último)” (“Lo Utópico en el pensamiento político”, en Jorge Riezu y
otros, Historia y Pensamiento Político.
Identidad y perspectivas de la Historia de las ideas políticas, Biblioteca
de C. P., Universidad de Granada, 1993,
pp. 119-149).
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