De forma seguramente irremediable casi cualquier criatura con conciencia de sí misma y de lo que le rodea, por muy ingenua o exiliada del mundo que se tenga, habrá tenido la ocasión de experimentar el rencor, incluso de personas allegadas y fuera de toda sospecha de albergar un corazón con odio, y lo que es peor, incapaz de superar tan nefando sentimiento. He aquí, en algunas entradas, algunas reflexiones sobre tan turbador sentimiento y conducta tan nociva, para quien lo vive hacia quien(es) fuere y para quienes sufren, muchas veces inopinadamente, sus consecuencias.
DEL RENCOR: ETIMOLOGÍA Y AVISO DE SUS PATRONES
LA percepción y la vivencia del rencor
marcan de guisa no poco frecuente y manera harto infame no pocos momentos del
tránsito de nuestra compleja, agitada, no siempre cristalina y trajinada
existencia. Su singular pero siempre tosca, zafia y trivial (o tribal en muchos
casos) manifestación, puede contemplarse en una amplia y muy variada panoplia
de comportamientos individuales y colectivos, desgraciadamente señeros en
momentos claves de nuestra historia (e intrahistoria) antigua y reciente.
Es extraordinaria y profunda la
interpretación que exige la etimología de las palabras para su comprensión no
sólo semántica, también para su entendimiento ideológico, moral, intelectivo e
incluso psicológico. Si el participio utilizado por Lucrecio del verbo rancere se trae a colación proverbial
etimológica, no se hace ni mucho menos de manera baladí, aunque la raíz más
usada fuese la de rancescere
(enraciar); y es que el sufijo sc de
proceso acaso nos muestra una visión más cercana a la adopción semántica de la
actualidad, teniendo en cuenta que el adjetivo derivado rancidus (de hedor podrido, rancio), también aplicado por los
clásicos (Juvenal, Horacio…) acabaría dando forma a la manera verbal rancidare (descomponerse, estropearse,
pasarse…), y que muy bien justifica el sustantivo rancor que, tan sabiamente, San Jerónimo hubo de trasladar al
ámbito de la ética, emparentado con los insoportables hedores del odio rancio,
si anclado en el tiempo y sin solución de disolverse.
No puedo eludir en esta liminar y apresurada
exposición (siempre instructiva) etimológica aquel renquear del que arrastraba
la pierna en el renco usual de la
Edad Media, que muy bien pudiere derivar de la voz germánica wrankjan (torcer), y del que nos
informa y avisa Corominas, y que trae
La vida humana, como genuina e
inevitable manifestación de correspondencia entre los individuos, exige una
responsabilidad con el otro (aunque sea pacíficamente crítica), desde luego
basada en la libre elección de nuestras acciones; la percepción del odio
enquistado (del rencor) veremos que responde a la confusión (interesada,
consciente; o inconsciente, en otros casos) y a la subversión del orden
–racional- necesario para aquella elección libre anunciada, y que tiene como
consecuencia la reacción rencorosa por parte de quien no tiene asumida ni la
libertad ni la responsabilidad respecto del otro. Mas esta resistencia obedece
a una suerte de patrones –no precisamente racionales- que acaban por ser impuestos en la sociedad y
en la relación personal y que se hacen lamentablemente expresas, en la imposición
cultural, ideológica… y que afectarán necesariamente al juicio y elección libre
de los individuos e incluso de los pueblos. Dichos moldes [1]
mas ahora nos centraremos en la relación interpersonal como fuente del amargo
fruto del rencor.
mentales impiden la
indagación intelectual emancipada y la independiente realización de las
acciones. Nos parece que el intento de salir o vivir fuera de estos patrones
por parte de algunos conlleva el rencor de determinadas personas y de grupos
sociales atados de manera especial a aquellos. Hablamos en otra ocasión del
fenómeno de la discriminación racial, cultural, ideológica…,
Cuando Sócrates reconocía que solo hay un bien: el conocimiento. Solo un
mal: la ignorancia, muy bien deberíamos mirarnos en este apotegma como
principio y espejo capital para contrastar una de las fuentes u origen de donde
toman alma desventurada y cuerpo tullido y contrahecho nuestros rencores. El
miedo –muchas veces travestido por intereses de la más diversa índole- a
trasgredir los patrones impuestos por el entorno y por nuestra propia
mezquindad resuelta a no aceptar la libertad y la iniciativa ajena, son sin
duda el pábulo que mejor avitualla el nunca saciable apetito del fatuo vanidoso
que, ante su frustrada petulancia en la contemplación del raro espíritu libre,
creativo, ceba el rencor hasta la
extenuación de su miserable conciencia. Es claro que hay mucha ignorancia en
este comportamiento. Ineptitud sujeta a los patrones del resentimiento que
viven a sus anchas (por falta de juicio, sabiduría y honradez de
conciencia) en la mediocridad del
individuo que los alimenta. Veremos en la siguiente entrada nuevas y verídicas
aproximaciones al fenómeno vulgar y extendido del rencor, aunque solo sea para
resaltar las excelencias de los pocos corazones fraternos que, por el
contrario, alimentan el espíritu de otro yantar más vívido liberal y creativo; aquel nutre a los que,
aun sin amor, viven enamorados.
Francisco Acuyo
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