Bajo el título de El amparo tribal y el universo de la irresponsabilidad, ofrecemos la última entrega que portaba el título genérico de La vívida heredad, como cuarta entrega, y todo para la sección del blog Ancile, De juicios, paradojas y apotegmas.
EL
AMPARO TRIBAL Y EL UNIVERSO
DE LA IRRESPONSABILIDAD INDIVIDUAL,
LA
VÍVIDA HEREDAD IV
¿HASTA qué
extremo somos realmente impermeables al sufrimiento de los otros? Con esta
interrogante cerrábamos el anterior capítulo de estas reflexiones en torno a la
disparidad y segregación entre los seres humanos, y en razón de diversas justificaciones,
no siempre, por cierto, muy razonables. Estimamos que en realidad es esa
supuesta soledad vivencial e incomprensión del dolor ajeno, una magnífica
excusa para la búsqueda de protección -e irresponsabilidad personal- (aunque
las más de las veces venga a suponer un serio sometimiento a los dictados de
unos pocos) de la tribu, y todo porque en verdad el miedo al otro es un miedo
a la libertad y al compromiso vital y existencial que irremediablemente nos
emparenta. La mirada del otro no sólo nos obliga (como advertía Sartre) a tener
muy presente su inevitable presencia, sino que nos remite, como en un espejo, a
ver nuestras propias y muchas miserias, y es que no sólo habla del infierno -sartriano- de los demás, sobre todo del nuestro propio.
La necesidad del grupo formado
por individuos despiertos exige la superación del aletargamiento expreso en el
albergue de sombras de la tribu, donde quiere encontrar refugio para sus muchos
temores y debilidades, mas es necesario la superación de esa rémora para ofrecerse
como el otro yo mismo que acaso adolece de las mismas pasiones irracionales y
de idénticas carencias lógicas y de compromiso. Es esta la opción única para superar la
ilusión del grupo impuesto como un escenario en que cada individuo representa
un papel de vida totalmente impostado.
El racismo bien puede ser un dar la espalda a la ética (nicomaquea),[1] y, a vueltas con el pensamiento filosófico, porque muy bien no es
suficiente la advertencia (hegeliana) que nos dice que todo individuo espera ser
reconocido por el prójimo, y esto no será posible si nosotros no nos vemos reconocidos en el mismo. O es que, acaso, ¿no interesa
contemplar que la realización del individuo no es gran cosa sin el
reconocimiento de nosotros en aquél? La debilidad, la fragilidad que advertía Levinas,
no es otra que la fragilidad humana, y de cuya irrenunciable realidad nace la
ética de responsabilidad hacia los demás, y en cuyo reconocimiento vemos al
otro, por fin, como otro yo mismo.
No deja de resultar paradójico
que una de las principales preocupaciones de la actual disciplina sociológica
sea el presunto aislamiento del individuo en su esfera personal, pues esta se
hace cada vez más impenetrable, y por la que la relación social muy bien diríase inclinarse a la desaparición. Se dice que el influjo de los medios favorece la
introspección narcisista poniendo en jaque la posibilidad de un cambio social
alternativo. Pero en realidad lo que a nosotros nos parece es que, el
individuo, como ser consciente y complejo y, desde luego permeable a lo que
acontece a su alrededor, está altamente condicionado por una sistemática
manipulación social o sociológica que se afana por hacer vivencial la ilusión o
el espejismo de ser un individuo único y completo.
Decíamos al principio de estas
reflexiones que el efecto devastador de cualquier tipo de nacionalismo proviene
de la significación de unos en relación con los otros, pero si miramos
atentamente estas manifestaciones segregadoras (nacionalistas, racistas,
religiosas, ideológicas, políticas, culturales…), no son más que el reflejo
(sarcástico) de nuestro comportamiento cotidiano mediante el que buscamos
lindes y fronteras en todo aquello que nos rodea y por el que nos separamos egocéntricamente de
todo: este o aquel maravilloso panorama lo estoy viendo y disfrutando desde mi
idiosincrática percepción, y ésta me hace a su vez ser el observador aislado
que, como testigo de excepción, contempla el mundo. Creemos que el grado de
destrucción que conlleva implícita esta apreciación ilusoria de separación, no
es ni por asomo justamente valorada. El reconocimiento atento de este infundio
será el que nos avise de que la verdadera percepción (que incluye, desde luego
al otro) no puede estar separada de lo vivido, la vida es inmanente y
trascendente vertebración de la conciencia verdadera de las cosas.
Ante todo lo tan
apresuradamente antecedido cabe preguntarse, no obstante, ¿hasta qué punto puede
cambiarse la sociedad, si el tejido y
estructura singular de la misma no cambia? El
individuo integrador de lo
social, para su mudanza positiva, exige una renovación que se manifieste en el
cese de la división y separación del otro, aunque eso conlleve un sentimiento
de absoluto no ser. Hablamos de una percepción de lo otro que no puede
articularse mediante el pensamiento y la
palabra condicionados (por la razón, la cultura, la religión, la ideología...) y que se debaten entre lo que en realidad es y lo que se
supone que debería ser, puesto que estos mismos elementos son
contradictorios y de evidente
separación; pero sirven para mostrarnos la mordaza del temor y la esperanza de
lo que debería ser, ignorando que la realidad de lo que es, será accesible
cuando nos hallamos deshecho de toda convención, ideal, ética, cultural…
En el dominio de los
instintos, el adaptarse y obedecer, si bien son reconocibles procesos para la
supervivencia (animal), en el ámbito de la convivencia social humana se han
mostrado desde siempre altamente peligrosos; de hecho este proselitismo y
obediencia llevan irremediablemente al conformismo y a la aceptación
–incondicional- de patrones sociales injustos que privan al individuo de los
mínimos rudimentos para una vida en libertad. Acaso sólo cuando se entiende la
naturaleza de nuestras acciones condicionadas, es posible el advenimiento de la
enunciada verdadera libertad, ante todo porque el conflicto entre el individuo y la
sociedad es algo del todo irresoluble sin la liberación de cualquier
condicionamiento individual. Es claro que un alto grado de sensibilidad hacia esta
situación es una forma imprescindible de inteligencia que no muchos están
dispuestos a buscar dentro de sí mismos y a cultivar, sobre todo para entender y alcanzar el amor como relación verdadera, pues
en verdad sin esta afección de concomitancia o correspondencia no habrá manera
de superar el conflicto enunciado y, por tanto, un equilibrio dinámico en el ser humano, si es que en verdad este amor
no es un don otorgado por los sacerdotes o sus dioses, por los filósofos o por
ninguna droga dorada.[2]
Francisco Acuyo
El individuo se refugia y camufla en la tribu, donde se siente seguro, no solo no se reconoce en el otro, sino que pierde su individualidad a cambio de su protección, y cometerá las mayores atrocidades sintiéndose parte de la sociedad privilegiada, el que se aparta de todo eso paga un precio muy alto por ello
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