Traemos para la sección de Microensayos del blog Ancile el interesantísimo trabajo del profesor y filósofo Tomás Moreno en su primera entrega, bajo el título: El legado de Teresa de Jesús. Su proyección y vigencia en la espiritualidad de nuestro tiempo, para el año del aniversario de la mística española.
EL LEGADO DE TERESA DE JESÚS.
SU
PROYECCIÓN Y VIGENCIA EN LA ESPIRITUALIDAD
DE NUESTRO TIEMPO (Iª)
I.
Teresa de Jesús: Rasgos de su
espiritualidad mística
Es significativo que 2015 sea un año en
el que coinciden dos grandes centenarios: el cuarto de la edición de la segunda
parte del Quijote y el quinto del
nacimiento de Teresa de Ávila. Y también lo es, que en la figura de Teresa se
conjuguen precisamente, dos rasgos inequívocamente quijotescos (casi un siglo antes de que tal vocablo cervantino
existiese): el rasgo libresco de su afición a la lectura de los libros de caballería y de las vidas
de santos (que compartía con su
madre Beatriz) y el rasgo utópico e idealista de su decidida apuesta por
la empresa o tarea a realizar: toda su vida, como la del caballero manchego,
estuvo impulsada por la búsqueda de un grandioso ideal irrenunciable y
aparentemente irrealizable. En el caso de Don Quijote ese ideal fue restablecer
la Justicia en el mundo y “desfacer tuertos” (Francisco Rico), en el de Teresa
la reforma del Carmelo.
De
los múltiples y polifacéticos rasgos o dimensiones de su obra, de su biografía
y de su personalidad, hemos elegido -para su análisis- algunos que, creemos,
han atravesado los siglos y que pueden atisbarse o detectarse en la
espiritualidad de nuestro tiempo y en algunas de las figuras místicas más
ilustres y representativas de nuestro siglo XX, poniendo así de manifiesto la
modernidad, fecundidad y vigencia de su legado doctrinal. Analicemos, muy
sucintamente, alguno de ellos.
El primero, hace referencia al carácter
inequívocamente Cristocéntrico de su
experiencia místico-religiosa y de su
kerigma. El segundo, se refiere a una
de las características esenciales de su Camino
de perfección, de su vía de purificación, consistente en la necesidad de
desarrollar un proceso ascético de desapego, desasimiento y anonadamiento
kenótico para posibilitar la unión mística o el desposorio con el Amado divino.
Y el tercero, se centra en su decidido e incondicional compromiso con el mundo
y en su confianza en el valor y poder de la oración para llevarlo a cabo
adecuada y eficazmente.
a) El Cristocentrismo de Teresa de
Jesús
Lo
primero que nos sorprende cuando leemos los textos de Teresa de Jesús es la centralidad
que toma en el itinerario de su conversión y de su espiritualidad, la figura de
Cristo sufriente y redentor (algo, por otra parte, característico de la mayoría
del misticismo femenino). No se trata, pues, la de Teresa, de una mística trinitaria ni teocéntrica, sino Cristocéntrica[1].
A lo largo de toda su obra, pero de
manera expresa en dos admirables capítulos, el vigésimo segundo de su “Vida” y
el séptimo de las “Moradas sextas” -que constituyen, a nuestro entender, una de
las claves de lectura de sus escritos doctrinales- manifiesta Teresa como eje
esencial de su experiencia mística y de su fe: la humanidad de Cristo. En efecto, lo que ante todo debe destacarse
en los textos aludidos es que Teresa rechaza de plano todo el extremo
planteamiento espiritualista neoplatónico que, infiltrado a través de San Agustín
y el Pseudo-Dionisio, impregnaba los libros de espiritualidad de su tiempo[2].
Contra estos tratados místicos,
denominados espirituales -que
preconizaban como exclusivo privilegio de los perfectos la contemplación mística, entendida como “un perderse
extáticamente” en la Divinidad (Absoluto), sin reconocer la mediación de la
humanidad encarnada de Jesucristo- Teresa
arremeterá decididamente[3]. Y
se enfrenta a ellos con no disimulada indignación, afirmando que tal
extrema
espiritualización “no lo puedo sufrir”[4] (Vida, 22,1 y Moradas sextas, 7, 14). La doctrina oficial decía, en efecto, que
en los altos grados de la contemplación, todo cuanto no fuese puro espíritu, todo lo que estuviese
inficionado de corporalidad (como lo relacionado con lo sensible e
imaginativo)- habría de ser excluido como estorbo,
ganga, obstáculo e impedimento de esa
misma contemplación, incluyendo en ello incluso la humanidad/corporalidad de
Cristo y de la Virgen.
A tal espiritualismo extremo, Teresa siempre se opondrá, argumentando que
la tentación del místico de abandonar la
sacratísima humanidad de Cristo por la sospecha de que ir directamente a Dios sería más perfecto, es un total error. De
tal modo que si alguien cree “que esto de
apartarse de lo corpóreo, bueno debe ser”, sepa este tal que “si pierden la guía, que es el buen Jesús, no
acertarán el camino” (Moradas Sextas,
7, 6). Y concluye con una espléndida reivindicación de lo humano de Jesús: “Por esta
puerta –dice- hemos de entrar si
queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos” (Moradas Sextas, 7, 5-6).
Apoyada en la Biblia y en su propia experiencia,
Teresa mantendrá la continuidad de lo humano en Cristo en todo el proceso de su
itinerario religioso-contemplativo y cristificará
la mística, de tal manera que donde los demás ponen Dios, ella pone Cristo;
donde los otros dicen absorción en la
divinidad, ella habla de inmersión en
Cristo resucitado y en su historia pre-pascual. El cambio de perspectiva
con respecto a algunas corrientes místicas de su tiempo es, como se ve, total y
sus derivaciones innumerables. Podemos concluir, en consecuencia, que Teresa
avanzó mucho en esta vía mística que privilegiaba la dimensión de lo humano y
de lo sensible corpóreo y que valoraba sobre todo la experiencia personal y
vivida -de lo que no hay experiencia, mal
se puede dar razón cierta- y la relación directa con Cristo, sin mediaciones.
Cristo se le ofrece, le hace sentir, le habla, la embelesa, la llama hacia sí,
y posibilita que se multipliquen sus experiencias extáticas.
b) Necesidad de la Kénosis
Al
final del Camino de Perfección (CP.
28, 9), cuando Teresa ha explicado ya a sus monjas la práctica de la oración,
que está orientada a la unión mística con
Cristo, hace su aparición una metáfora espacial: dentro de vosotras, viene
a decir Teresa dirigiéndose a sus monjitas, hay “un palacio de grandísima
riqueza” todo hecho “de oro y piedras
preciosas”. Ésta será la imagen clave de su mayor obra, Castillo interior o las Moradas[5].
Nuestra alma, explica allí Teresa con una candorosa comparación, es como “un castillo todo de un diamante u muy claro cristal, adonde hay muchos aposentos,
ansí como en el cielo hay muchas moradas” (Moradas primeras, 1, 1).
Ese castillo
interior solo es accesible a través de un recorrido, de un itinerario
interior que nos lleva hacia el propio centro
o ápice del alma, el lugar de nuestra
auténtica morada intima. Lo divino -que habita el alma- es la verdad del
sujeto, con él hay que juntarse no ya mediante el éxtasis (salir fuera de sí)
sino con el ínstasis (adentrándose
en el interior). Hay que entrar en sí mismo/a para alcanzar así el “propio
conocimiento” y saber quién somos[6].
Cuando se llega a la séptima morada
del castillo interior, la más íntima, cesan las manifestaciones del éxtasis: “en llegando aquí el alma,
todos los
arrobamientos se le quitan”. Es la morada del desposorio. Entonces el alma
y Dios “se gozan con grandísimo silencio”
y paz; se aplaca la fuerza de los deseos; y ya no hay más voluntad que la
divina. El alma de Teresa ya no anhela morir sino vivir. Se produce así una
especie de kénosis, de “desasimiento de todo lo criado” (Cp. 4,
4 y 8,1) o de vaciamiento de sí mismo/a[7].
En la Cristología de Teresa -apunta P. Agustina
Serrano[8]- se da una clara referencia a la kénosis de la “razón por amor” (Camino de Perfección). Y esta,
permítanme el juego de palabras, “razón de amor” es muy concreta y explícita:
la humanidad de Jesús es lo que la enamora, la atrae y la convierte. Su
presencia es real y ella comprende su anonadamiento, su entrega hasta la muerte
por amor al dios-hombre Cristo y por fidelidad al plan de Dios. Y el fruto de
ese matrimonio espiritual tiene que
manifestarse en el mundo: “Para esto es
la oración, hijas mías, de esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan
siempre obras, obras” (Séptimas
Moradas, 4, 6).
c) El compromiso con el mundo y el
valor de la oración
Para
Teresa, la experiencia mística, la experiencia contemplativa no nos debe
desinteresar, pues, de las cosas del mundo sino al contrario nos debe volver al
mundo: Marta y María (vida activa y vida contemplativa) “han de andar
juntas” (Séptimas Moradas, 4,12), deben
estar de acuerdo. Tras ella, tras esa experiencia, ya no se desea morir sino
vivir para servir mejor al Señor -al Amado- en el mundo. “Señor mío –escribe en
Camino de Perfección- no hace nada
quien ahora se aparta del mundo” (CP. 1, 4). En consecuencia, para Teresa, la
aspiración suprema del cristiano no ha de ser la mística sensu stricto sino la ética (el seguimiento,
la acción pastoral), como
prescribe al finalizar su obra cumbre Las
Moradas.
En ello consiste la modernidad de su
mística -absolutamente contraria a cualquier tipo de angelismo espiritualista o desencarnado-
y tan cercana, como veremos en la segunda parte de esta ponencia, a la
espiritualidad actual, derivada de la nueva cristología. “Su pensamiento encaja
mejor en nuestra comprensión de la vida cristiana que en la de su tiempo”[9],
afirma un experto tan acreditado como Secundino
Castro, carmelita y autor -entre otras de obras- de una muy encomiable Cristología
carmelitana. La experiencia mística no es, por tanto, para Teresa una
desconexión o separación de este mundo, una evasión o desentendimiento de la
realidad, sino una experiencia que nos
permite ir más allá del éxtasis: un volver del éxtasis a la interioridad, al ínstasis, y desde ahí –de nuevo- hacia la realidad exterior,
modificando de esta manera cualquier sentido pietista, quietista o escapista[10].
Tomás Moreno
[1] Ello no quiere
decir que eluda el tratamiento de la Santísima Trinidad o del Dios Padre. Teresa no solo goza del
regalo de la presencia de Cristo, su Señor, sino también el de las otras dos
personas divinas: “Aquí –dice en uno de los muchos pasajes de Las
Moradas en donde se refiere a
ellas- se le comunican todas las tres
personas y la hablan”.
[2] Cfr. Secundino
Castro, “Una mística con los pies en la tierra”, El País, 15 de octubre de
1981. Véase también sus decisivos ensayos al respecto: “Cristología teresiana”, Editorial de Espiritualidad, Madrid, 1978
y “Ser
cristiano según Santa Teresa”, Editorial de Espiritualidad, Madrid, 1985
[3] También San Juan
de la Cruz, autor del Cántico espiritual,
el tratado más cristológico de la
mística cristiana, pide imágenes a todo lo sensible para reproducir la inefable
hermosura del Amado, en vez de abismarse en el centro del alma. Ello es
inconcebible sin la humanidad de Cristo. Santa Teresa confiesa cómo llegó a tal opinión: “…no entendía la causa, ni la entendiera a
mi parecer, hasta que tratando la oración que llevaba con una persona sierva de
Dios, me avisó” (Moradas Sextas, 7, 15). Esa persona tal vez sería el mismo
San Juan de la Cruz, al que en Carta a Ana de Jesús lo llama padre de su alma.
[4] En Teresa de
Jesús, Obras Completas, Biblioteca de
Autores Cristianos, Madrid, 1997. El
texto del Libro de la Vida (22, 1)
dice así: “Porque les parece que, como esta obra (la contemplación) toda es
espíritu, que cualquier cosa corpórea la puede estorbar […] mas que entre en
cuenta este divino cuerpo (el de Cristo) con nuestras miserias […] no lo puedo
sufrir”.
[5] Teresa de Jesús,
Obras Completas, op. cit.
[6] Es evidente la
influencia de San Agustín en este proceso de búsqueda que la mística Teresa
propone al encuentro del Señor amado por la vía de la interioridad, en el mismo
“centro” de su alma: “Noli foras ire, in te ipsum redi; in interiore homine
hábitat veritas. Et si tuam naturam mudabilem invenius, trascende te teipsum.
Illuc ergo tende, unde ipsum lumen rationis ascenditur” (Confesiones X, 33, 50) (No vayas fuera de ti, entra en ti mismo, en
el hombre interior habita la verdad. Y si hallares que tu naturaleza es
mudable, trasciéndete a ti mismo. Encamina, pues, tus pasos allí donde la luz
de la razón se enciende”).
[7] Para Patricio
Peñalver (La mística española (siglos XVI
y XVII), Akal, Madrid, 1997) esta cuestión del vaciamiento no debe interpretarse como una aproximación de la
mística carmelitana al quietismo o nihilismo de raíz eckhartiana. El tema
radical y esencial en la mística carmelitana de la aniquilación del alma y
deshacimiento, la busca no voluntarista de una determinada pasividad del alma
no se parecen en lo más mínimo y, sobre todo, no en su acento afectivo y su
tono amoroso, al nihilismo especulativo. El caso es que los místicos españoles
–carmelitas, sobre todo, en un clima en que el afectivismo de franciscanos y
agustinos prevalece sobre el intelectualismo de dominicos y jesuitas- no se
muestran interesados por “superar” el destino mortal del alma. El teresiano
“muero porque no muero (Vivo sin vivir en
mí…) apunta exactamente a lo contrario. .
[8] “La racionalidad
apasionada. Acercamiento a la relación razón y amor en la obra ‘Camino de
Perfección’ de Santa Teresa de Ávila (1515-1582”, Teología y Vida, Vol. XLVI,
nº 3, Santiago de Chile, 2005
[9] S. Castro, “Una
mística con los pies en la tierra”, art. cit.
[10] El teresianismo
protestante inglés y alemán -de Allison Peers, Truemann Diecken o Ernst Schering
(Mystik und Tat) ha mostrado cómo la
santa de Ávila no se encierra con su experiencia mística en un dudoso pietismo
o escapismo: “en su vida el misticismo es fuente de dinamismo interior y de
actividad creadora”, como muestra toda su vida y su obra fundacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario