Por el Profesor y filósofo Tomás Moreno, para la sección de Microensayos del blog Ancile, el trabajo titulado, ¿Tomar el cielo por asalto o cercar y deshabitar el infierno?, con temática de candente actualidad y que hace vigente más que nunca aquella afirmación de Höderling que decía: lo que ha hecho del Estado un infierno sobre la tierra es que los hombres han tratado de hacer de él su paraíso, para que ustedes hagan sus propias reflexiones.
¿TOMAR EL CIELO POR ASALTO
O CERCAR Y DESHABITAR EL INFIERNO?
¿Tomar el cielo por asalto o cercar
y deshabitar el infierno?
Toda utopía comienza siendo un
enorme paraíso que tiene como anexo un pequeño campo de concentración para
rebeldes a tanta felicidad; con el tiempo, el paraíso mengua en
bienaventuranzas y la prisión se abarrota de descontentos, hasta que las
magnitudes se invierten (Milan Kundera)
En uno de sus mítines primerizos, Pablo Iglesias, el líder de Podemos, proclamaba ante sus seguidores
que su intención era “tomar el cielo por
asalto, y no por consenso”. Reproducía así una famosa frase que Marx
escribió en una de sus cartas a su amigo Kugelman para elogiar el valor de los
revolucionarios de la Comuna de París y que se inspiraba en parecidos eslóganes
revolucionarios de los románticos alemanes. Esa pretensión escatológica-secular
de establecer el paraíso en la tierra
situaría a su formulador, de entrada, dentro del grupo de los políticos mesiánicos, de los iluminados redentores tan alejado de esa
racionalidad política que constantemente proclama el líder de la nueva
formación política.
Ya Hölderlin nos advertía de la
peligrosidad de esas mesiánicas pretensiones y anhelos cuando en su Hyperión escribía con toda razón que “lo
que ha hecho del Estado un infierno sobre la tierra es que los hombres han tratado
de hacer de él su paraíso”. Y Karl
Popper denunciaba esos proyectos de ingeniería social totalizantes como
esas macroutopías abstractas y globales, cuyos resultados desembocaban siempre
en sociedades cerradas, totalitarias. El filósofo español Fernando Savater coincidía
con el filósofo austríaco en su crítica de los utopismos totales o globales
y
caricaturizando sus pretensiones
utópicas, señalaba: “Cuando a Leszek
Kolakowski, un filósofo polaco actual, le preguntan que dónde le gustaría
vivir, suele responder: ‘En lo más hondo de una selva virgen del alta montaña a
orillas de un lago situado en la esquina de Madison Avenue de Mannhatan con los
Campos Elíseos de París en una pequeña y tranquila ciudad de provincias’. ¿Ves?
Eso es una utopía: un lugar que no existe, pero no porque no hayamos sido lo
suficientemente generosos y audaces para inventarlo sino porque es un
rompecabezas formado con piezas incompatibles”[1].
Pues
bien, suele llamarse “utopía” a un orden político en el que predominaría al máximo
alguno de nuestros ideales (justicia, igualdad, libertad, armonía con la
naturaleza) pero sin ninguna desventaja ni contrapartida dañina y sin
determinar los medios a emplear para su logro o consecución. En el terreno
político, la utopía pretende, en opinión del filósofo donostiarra, conciliar
valores inconciliables argumentando, en coincidencia con Isaiah Berlin y su politeísmo
de los valores, que la libertad dificulta la igualdad, la justicia aumenta el
control y la coacción, la prosperidad industrial deteriora el medio ambiente,
las garantías jurídicas permiten a ciertos delincuentes escapar a su castigo,
la educación general obligatoria puede facilitar la propaganda ideológica
estatal etc. En la realidad de los
asuntos políticos toda ventaja tiene su contrapartida y es preciso adquirir
conciencia de ella.
Desde un punto
de vista ético, dice Savater, el descrédito de semejantes proyectos de “non
plus ultra” social es una señal de cordura y salud moral, no de conformismo.
“Como proyecto –concluye Savater- es una tontería: supongo que quienes se lo
recomiendan a los jóvenes como típico anhelo de su edad es porque les considera
‘bobos’. En cuanto ‘imposición’, como han demostrado en este siglo los totalitarismos (siempre con pretensiones
utopistas): es el sueño de unos pocos que llega a convertirse en pesadilla para
todos los demás”[2].
Como sostenía Aranguren los
totalitarismos no son más que utopías
cumplidas. Y lamentablemente lo malo, lo peor de las utopías es que fácilmente
hacerse realidad con tal de
apelar a los sentimientos, a los instintos y a los anhelos más profundos e
irracionales del corazón humano, manipulándolos convenientemente con la
elección de un chivo expiatorio
adecuado sobre el que cargar la culpa y la responsabilidad de todos nuestros males (así ocurrió con la
utopía staliniana, con la hitleriana, con la maoísta, con la de Pol Pot y
ocurre con todas las utopías nacionalistas, xenófobas y tribales como nuestro
tiempo nos viene demostrando).
En su libro
nuestro mayor filósofo ético, propone sustituir esos proyectos o anhelos utópicos por los denominados ideales. Frente a este tipo de “utopías”
totalizantes y/o totalitarias Savater recomienda y propugna los “ideales”
políticos, morales, éticos, estéticos, sociales, religiosos o humanitarios,
porque las utopías abstractas y globales “cierran la cabeza” y fanatizan, mientras
que los “ideales” las “abren”; las utopías llevan a la inacción o a la
desesperanza destructiva (porque nada es
tan bueno como debiera ser) mientras
que los ideales estimulan el deseo
de intervenir y nos conservan perseverantemente activos; las utopías son “absolutas”, los ideales nunca son absolutos, porque
han de convivir unos con otros y cada cual tiene sus propias
contraindicaciones. Las utopías tratan
de cambiar la condición humana ex radice, los ideales no intentan cambiar o
mejorar la condición humana sino la sociedad humana: no lo que los hombres son sino las
instituciones de la comunidad en que viven, porque viviendo en “sociedades
mejores” los hombres nos “hacemos mejores” y por medios menos destructivos de
los que alientan las utopías o los utopismos.
La utopía se
propone delirantemente lograr un “Hombre
Nuevo”, los ideales políticos prefieren ayudar al antiguo, a que sea más
soportable, más responsable, menos bruto. No es conformismo, no es resignarse a
lo “probable”, es progresista: se esfuerza por lograr lo posible, aunque sepa que no ha de ser fácil. Todos los
ideales políticos son “progresivos”, cada vez exigen más. Las utopías son irracionales, visionarias,
alucinadas, los ideales son
decididamente racionales y tienen en cuenta la experiencia histórica, los
avances científicos”[3].
Las utopías son sueños de un orden
político absolutamente perfecto e inmutable en el que “todo el mundo fuese
automáticamente bueno porque las circunstancias no permitiesen cometer el mal”,
los ideales y los proyectos éticos, por el contrario, tienen en cuenta siempre
la variabilidad, la libertad, la falibilidad y vulnerabilidad de la condición
humana (“el fuste torcido de la humanidad”, en expresión kantiana) conscientes
de la sustancial imperfección de la naturaleza humana[4].
A esas
macroutopías se refiere también José
Saramago, un escritor tan poco
sospechoso de posiciones reaccionarias, cuando incluso propone eliminar de su
vocabulario el vocablo utopía, tal vez porque lo considere una especie de nuevo opio del pueblo que proyecta hacia un más allá ilusorio por
escatológico -aunque intrahistórico e inmanente- la resolución y compensación
de las injusticias nuestro Premio Nobel lusitano e hispano- es algo que no se sabe
dónde está, ni cuando, ni cómo se llegará a ella. La utopía es como la línea
del horizonte: sabemos que, aunque la busquemos, nunca llegaremos a ella porque
siempre se va alejando conforme se da cada paso; siempre está fuera, no de la
mirada, pero sí de nuestro alcance. Si alguna palabra retiraría yo del
diccionario sería utopía, porque no ayuda a pensar, porque es una especie de
invitación a la pereza. La única utopía a la que podemos llegar es al día de
mañana. Dejemos la línea del horizonte, dejemos la utopía, no se sabe dónde
está, ni cómo, ni para cuándo; el día de mañana es el resultado de lo que
hayamos hecho hoy. Es mucho más modesto, mucho más práctico y, sobre todo,
mucho más útil”.
“El
sueño de la razón produce monstruos” es el celebérrimo título de un grabado de Goya. En él, el vocablo sueño podemos entenderlo tanto como estado que adormece y debilita la razón como
con el significado de ensoñación que
apunta a la consecución de un ideal deseado o anhelado de perfección,
justicia y felicidad. En ambos casos, igualmente, los resultados pueden generar
monstruos paridos, en su mayoría y casi siempre, por las mentes de los
utopistas. Augusto del Noce ha acuñado
el semantema heterogénesis de los fines
para referirse al hecho, que afecta a muchas de esas utopías llevadas
impositivamente a la práctica, consistente en que a menudo nuestras buenas intenciones, al ser realizadas, se convierten en su contrario por un extraño y
azaroso mecanismo que se ha dado en llamar serendipia.
Y que nuestra sabiduría popular lograría
felizmente expresar mediante el conocido refrán de que “el infierno está
empedrado de buenas intenciones”. La búsqueda del Bien absoluto habitualmente
nos lleva a establecer el Mal total, sin paliativos. Y, lo que es peor, casi
siempre bajo la apariencia alucinada de justicia, libertad y felicidad
El
gran novelista y periodista ruso Vasili
Grossman se refería a ello cuando en Vida
y destino[5],
su impresionante novela, nos hacía partícipes de las reflexiones del personaje
ex tolstoísta Ikónnikov sobre el Bien y su equivocidad. Ya que, según
el llamado por sus compañeros yuródivi (loco santo), normalmente el bien de unos resultaba ser el mal de
otros, un bien que incluía a unos pocos (“el bien circunscrito a una secta, una
raza, una clase) y que excluía a muchos,
a todos “los que se encontraban más allá de tan estrecho círculo”: “Y
los hombres tomaron conciencia de que se Vida y Destino, p. 513)”. Y continuaba:
“Muchos libros se han escrito sobre cómo combatir el mal, sobre la naturaleza
del bien y del mal. Pero lo más triste de todo esto es lo siguiente, y es un
hecho indiscutible: cada vez que asistimos al amanecer de un bien eterno que
nunca será vencido por el mal, ese mismo mal que es eterno y que nunca será
vencido por el bien, cada vez que asistimos a ese amanecer mueren niños y
ancianos, corre la sangre. No sólo los hombres, también Dios es impotente para
reducir el mal sobre la tierra” (ibíd, p. 515-516). Y concluía así su
impresionante reflexión:
había vertido mucha sangre a causa de
ese bien pequeño, malo, en nombre de la lucha que ese bien libraba contra todo
lo que consideraba como mal. Y a veces el concepto mismo de ese bien se
convertía en un látigo, en un mal más grande que el propio mal” (
“Yo vi la fuerza inquebrantable de la idea del bien
social que nació en mi país. Vi esa fuerza en el periodo de la colectivización
total, la vi en 1937. Vi cómo se aniquilaba a las personas en nombre de un
ideal tan hermoso y humano como el ideal del cristianismo. Vi pueblos enteros
muriéndose de hambre, vi niños campesinos pereciendo en la nieve siberiana. Vi
trenes con destino a Siberia que transportaban a cientos de hombres y mujeres
de Moscú, Leningrado, de todas las ciudades de Rusia, acusados de ser enemigos
de la grande y luminosa idea del bien social.
Esa
idea grande y hermosa mataba sin piedad a unos, destrozaba la vida a otros,
separaba a los maridos de sus mujeres, a os hijos de los padres. Ahora el gran
horror del fascismo alemán se ha levantado sobre el mundo. El aire está lleno
de los gritos y de los gemidos de los torturados. El cielo se ha vuelto negro,
el sol se ha apagado en el humo de los hornos crematorios. Por estos crímenes
sin precedentes, nunca antes vistos en la Tierra ni en el universo, fueron
cometidos en nombre del bien” (ibíd, p. 516).
La
denuncia de todo ello en ningún caso significa la consagración o utopización panglosiana, ingenua y acrítica del
presente, como el mejor de los mundos posibles -tal y como la crítica
conservadora a la utopía parece propiciar-
sino todo lo contrario. Significa realmente luchar día a día sin descanso
para erradicar de la sociedad toda clase de injusticias y desigualdades y
evitar en lo posible que el mal, la injusticia, el sufrimiento y el dolor
prevalezcan sobre el bien y la justicia y se incrementen, en consecuencia, progresivamente.
No
se trata tanto de establecer el Paraíso
en la tierra de una vez por todas, cuanto ir haciendo nuestro mundo cada
vez más habitable y humano, menos infernal. Algo que ya aconsejaba Maquiavelo en carta a su amigo
Guicciardini: “Creo que el verdadero modo de conocer el camino al paraíso es
conocer el que lleva al infierno, para poder evitarlo”[6].
Precisamente algo muy semejante/similar a lo propugnado por Italo Calvino en “Las ciudades invisibles”.
El anciano Khan, su protagonista, impaciente por los relatos de Marco Polo, que
le enfrentan una y otra vez al sufrimiento y la injusticia, le pregunta a éste
por las
ciudades de la utopía, donde reina la concordia y todos los hombres son
hermanos. Marco Polo le dice que jamás encontró una ciudad así. Entonces,
insiste dolorido el Khan: ¿Sólo cabe la
ciudad infernal? Marco Polo niega con la cabeza. Él sabe que ése infierno
existe, pero también que hay una alternativa mejor que aceptarlo y volvernos
parte de él hasta no verlo más. La misión del viajero, le dice entonces Marco
Polo al anciano, es “buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del
infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio”[7].
Tomás Moreno
[1] En los párrafos siguientes resumimos las reflexiones al
respecto de Fernando Savater Política para Amador, pp. 223-226
[2] Resumimos las reflexiones al
respecto de Fernando Savater, Política para Amador, pp. 223-226.
[3] Fernando Savater, Política para Amador, Ariel, Barcelona, 1992, pp. 226-231.
[4] Fernando Savater, Ética para Amador, Ariel, Barcelona, 1991, p. 172 y ss.
[5] Editorial
Debolsillo Contemporánea, trad. de Marta Rebón, Barcelona, 2009, pp. 513-521.
[6] Carta a G., 17 de mayo de 1521, en Lettere di Niccolò Machiavelli, Milán,
Bompiani, s. f., p. 14.
Gracias, amigo, por traer al profesor Moreno con tan interesante tema, que me toca de muy cerca, porque viví esa utopía del pretendido igualitarismo, que todavía campea en mi país natal, y que después de más de medio siglo ha devenido en paraíso de unos pocos. Muy bueno todo el artículos, las citas. Por cierto, que Italo Calvino nació en un pueblo cercano a La Habana, Cuba. Un abrazo agradecido.
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