Traemos para la sección, Editoriales amigas, del blog Ancile, el libro titulado, Légamo del amor y de los libros, de Juan José Martín Ramos, amigo entrañable, escritor de excepción y editor camarada, cuya actividad en el ámbito de la edición en su Levitador ha dejado constancia de una ya dilatada y muy rica variedad de nombres y géneros literarios en su producción editorial. En este caso, de la mano de Ediciones Evohé, en su colección, Intravagantes, ve la luz este título singular de Juan José Martín Ramos, que se une a su dos anteriores obras, La curiosidad del espía (1996), y, La noche calma mi ansiedad (1998). Este Légamo del amor y de los libros, fantasía modernista sobre lo que el deseo y los libros nos ocultan (en palabras del propio autor), es una obra altamente recomendable que hará sin duda las delicias de aquellos que saben paladear con la fruición que merece una historia -de marcados ecos simbolista, advierte el editor- de libros y de amor, donde se observa y se complace el lector desde el inicio con la delicada sensibilidad de su autor y la exquisita fluidez de su prosa. Libro que recomendamos desde aquí para su adquisición y lectura este verano. Ofrecemos aquí el arranque del libro para disfrute y orientación de los amantes de la buena literatura.
LÉGAMO DEL AMOR Y DE LOS LIBROS,
DE JUAN JOSÉ MARTÍN RAMOS
El ángel.-
Apenas le permitieron salir, Juan José Martín Ramos bajó
corriendo las escaleras, y desfigurado por el fervor y la impaciencia recorrió
las amplias galerías hasta la sala de lectura. En algún momento de
inconsciente espanto durante su convalecencia debió acordarse de que la muerte
tiene para todos una mirada, y el alta preventiva del amable galeno, repleta de
precauciones considerables y recomendaciones, venía a ser una suerte de
indulto.
Contra su habitual coquetería y
sentido del decoro, no quiso saber en el transcurso de su espantada de su
rostro en el espejo, y francamente le daba igual confundir en su estrafalaria
figura al fantasma del que él mismo huía con el fantasma que atemorizaría a
quien con él se estampillaba en cada recodo, al acometer un pasillo nuevo, en
una intersección, al penetrar en su errancia una estancia equivocada. ¡Qué
difícil resultaba encontrar la biblioteca.
La biblioteca estaba a oscuras.
No obstante, a su propósito no importaba. En el La biblioteca estaba a
oscuras. No obstante, a su propósito no importaba. En el vasto testero exento
de ventanales, vigas y otros accidentes, se insinuaba sin detalle el relieve
desigual de los volúmenes en los anaqueles, aunque los títulos, apagados en la
sombra, callaban la posible voz de la biblioteca, ahora naturaleza muerta, sin
espíritu.
No importaba la oscuridad.
Amparándose en la exigua luz de la cercana galería, el viejo Martín Ramos se
acercó a la espalda de un sillón de altas orejas, y empujando con sus manos
huesudas y temblorosas lo arrastró con pena y sudor hasta colocarlo justo
enfrente, de cara a los libros, en el centro del espacio que ocupaba el mueble.
En el esfuerzo, Martín Ramos no había notado —o no le había importado— la
pérdida de su pantalón del pijama, ahora enrollado en los tobillos, que había
dejado al descubierto unas delgadas y lampiñas piernas blancas, quebradizas,
inseguras, y unas arrugadas nalgas en cuyo frágil paño quedaban restos de
rosadas heridas recién cicatrizadas. Dudó si subirse el pantalón antes de
sentarse, pero al final lo hizo movido más bien por la débil huella de un
antiguo raciocinio. El viejo Martín Ramos se sentó, por fin, frente a su
biblioteca.
Queremos pensar que alguna
palabra salió de su boca, acaso una queja o una expresión de alivio en la
conquistada comodidad del gran sillón en el que parecía desaparecer la liviana
naturaleza del viejo. La palabra se dijo. El júbilo o la desolación. Pero no
está clara la identidad del testigo de su manifestación de ánimo.
Alguien alumbró la estancia; de
repente, las grandes arañas se incendiaron como galaxias en la noche, y en la
amplia biblioteca estallaron en luz títulos y nombres.
Guiñó los ojos Martín Ramos
deslumbrado no tanto por el fogonazo como por la letra plural, de tamaños distintos,
de formas diversas, de estilos incluso contrapuestos, que la anochecida había
retenido hasta aquel momento.
Suponemos en el hombre un gesto
de íntima alegría, pero la joven enfermera que había iluminado la sala solo
llegó a apresar en el rostro de aquel un ligero bizqueo y una mueca de infantil
culpa. Por parte de la joven no hubo reproche alguno. Antes al contrario, se
inclinó dulce sobre la mirada del viejo ofreciendo su atención y ayuda y, en el
descuido del gesto, la promesa de un tierno seno adolescente que se adivinaba
muy blanco bajo el delicado uniforme.
Martín Ramos no entendía lo que
la joven le decía; su impresión era que el ángel hablaba, movía los labios, sin
emitir sonido alguno. Así pues, cuando tras una última sonrisa llena de piedad
la compasiva enfermera salió de la sala de lectura, el viejo no sabía discernir
sobre la realidad del encuentro —tal vez se tratara de un sueño o, mejor, la
imagen de un recuerdo lejano, de modo que sus labios parecieron querer
pronunciar, pero con el tono de una pregunta, el nombre de otra época de una
mujer.
El viejo se quedó solo frente a
la imponente biblioteca. Su mirada se perdía extasiada entre letras, tamaños y
colores, esforzándose en abarcar los límites del mueble, que vale decir los
límites del mundo conocido.
Pero la biblioteca también hacía
de enorme ventanal, no al mundo, en todo caso a la vida, que es más importante.
No olvidemos que Martín Ramos estaba hundido en un sillón enorme frente a las
perfectamente alineadas estanterías, e incapaz, como él mismo se creía, de
levantarse y coger uno solo de aquellos libros, contemplar aquel tapiz era el
único horizonte, la única forma parecida a un propósito de vida deseable.
Pasadas, quizás, un par de horas,
le extrañó a la enfermera, al volver por casualidad frente a la entrada de la
sala, la luz en su interior. Se acordó del viejo, le sobrevino un sentimiento
de entrañable familiaridad, y se preguntó si continuaría hundido en su
asiento. Se fue acercando. Ahora Martín Ramos erguía su pequeña figura como un
apéndice del gran sillón, y movía la cabeza afirmando o negando, arqueaba las
cejas o las fruncía, abría o cerraba los ojos y, sobre todo, movía los labios,
boqueando como un pez en una pecera, todo lo cual le daba a la sorprendida
enfermera la impresión de que el viejo mantenía una animada conversación con su
biblioteca. La joven ahogó bajo su mano una tímida risa pero se dejó conmover
enseguida por la mirada acuosa de Martín Ramos, de un marrón desleído, en la
que parecía reflejarse un invisible e improbable interlocutor. La joven lo
observó detenidamente unos minutos como un espectador indiscreto en una
conversación ajena, pero no pudiendo desentrañar el sentido del diálogo, o
incluso dudando que este tuviera sentido alguno, vacilaba, en la candidez de
sus pocos años y su breve experiencia, si interrumpir el diálogo, en la creencia,
argumentada científicamente, de que la fantasía pudiera sumir aún más al viejo
en la grave neurosis que padecía, o dejarle seguir su curso, en la vaga idea,
plena de intuición, de que la fantasía que daba origen a aquel quimérico
coloquio era el único, el último, dominio exclusivo que le quedaba al hombre.
Finalmente, igual que la vida, que siempre encuentra soluciones intermedias,
la joven enfermera resolvió atreverse a preguntar: «¿Quiere que le busque o le
acerque algún libro?». Martín Ramos se dio cuenta, perplejo, de que era la
primera frase que realmente oía y entendía desde hacía mucho tiempo.
Juan José Martín Ramos, de Légamo del amor y de los libros.
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