Para la secciones, Pensamiento, y, Poesía, del blog Ancile, respectivamente, he querido incluir dos post dedicados a la memoria de Alfonso Alcalá, amigo y director que fue del Patronato Federico García Lorca, quien tan inesperadamente nos dejó en el mes de noviembre de este año 2016. El primero es una suerte de humilde reflexión ante lo que estos tristísimos acontecimientos me procuran, y que lleva por título, Identidad y alteridad de la esperanza; el segundo, un poema que evoca tiempo y espacio compartidos que se titula, Jardín de invierno.
También dedicado a Alfonso Alcalá: Jardín de invierno y Abandonado.De Óscar Domínguez |
IDENTIDAD Y ALTERIDAD
DE LA ESPERANZA
A la memoria de Alfonso
Alcalá
Que momentos hay en los que se
vienen a creer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de nuestra disposición vital en los mejores momentos, en una visión del mundo y de nuestra
existencia gratos, felices, esperanzados, es sin duda un hecho acaso constatable
casi por todos. Pero también que, todo ello juntamente se va por tierra de manera violenta ante la
brutal colisión con la realidad transitoria (y si cabe inexplicable) de nuestras vidas. Así sucede ante la pérdida del amigo –del ser
querido- que abandona –nos abandona- inesperada y asombrosamente y nos impide
su contacto material, emocional -y espiritual, si vemos lo más profundo de los
lazos que conectan nuestras vidas psíquicas con el ausente- ante nuestra
estupefacta y todavía no muy consciente
realidad de su ausencia. Aquel otro yo
mismo ya no está y nuestra identidad se hace confusa ante la privación de
aquella alteridad que nos motivaba a ver algo más de bondad, de inteligencia,
de entrega, si así nos regalaba tantas veces la vida el ausente muy querido.
Desde que John
Duns Scotus,[1] en Le príncipe d’individuation hasta
nuestros días, es innegable la seria controversia entre la realidad
incuestionable de las aspiraciones y personalidad del individuo frente al homo aequalis, la mente planetaria –de
internet- o al ciudadano igualado de las sociedades democráticas (también, no
lo olvidemos, al igualitarismo impuesto
por la tiranía jacobina, marxista o nacional socialista verificable a lo largo
de nuestra historia), y esto expone una situación verdaderamente compleja a la
hora de establecer los valores de conciencia preeminentes entre nuestra sociedad y nuestras
personalidades.
Hubo
un tiempo en que el alma que habitaba en
el cuerpo de todo individuo marcaba diferencias notables entre unos y otros
mortales, y todo en virtud de su acción terrenal y del balance a cuenta de
inventario de su alma inmortal; filósofos eminentes[2]
debatían la cuestión de la individuación como una realidad incontestable. El
hombre era persona individual, única, irrepetible en virtud siempre de su alma
imperecedera, teniendo esta personalidad su valor indiscutible en la disparitate (desigualdad) de su
espíritu, aun unida a unos huesos y a una carne (Aquino y sobre todo Scoto), y reconociendo que sólo existe una
subordinación del individuo a la universitas
de una humanidad esperanzada, así como de todos los seres en armonía con el
mundo.
Pero
un día, cuando Dios hubo muerto[3],
y con él el alma inmortal ya puesta en certera y muy insegura comparescencia,
quedó resolutamente clara la angustiosa soledad del hombre ante la sórdida, inevitable
y muy sólida presencia de la muerte. Somos un simple (y, no obstante, todavía
inexplicable) producto de la evolución; la razón petrificadora, de la que hablaba Novalis se ha impuesto a hierro y
fuego en la conciencia (nihilista, inevitablemente) de la estirpe de
los hombres -modernos-. Somos, si acaso, artefactos más o menos complejos, curiosos de
toda suerte de estudio no menos mecanicista que nos relega a objeto, sí, a cosa
digna de entendimiento y sobre todo de análisis. Así pues, el individuo no es
más que un conjunto (combinación efímera)[4]
de genes, a lo más un sistema químico
autónomo capaz de autopropagarse[5],
o un integrón[6],
más complejo que una célula pero menos que la sociedad.[7]
La
extrema cosificación de la persona me hace meditar profundamente ante la
ausencia del que se fue y, no obstante, deja una profunda e indeleble huella.
Esta marca imborrable del personaje amado es, sin embargo, el signo, el
estigma, el vestigio incuestionable del ser. El individuum, si en verdad no puede ser dividido, es lo que marca
sobre cada cual lo mejor de los otros. Si, según Leibniz, todo lo que no es auténticamente un ser, tampoco es auténticamente un
ser[8],
parece claro que aquella marca del ser que fue y en nosotros y los que vendrán
queda siendo ser, es el signo del ser imperecedero. Esta unidad, más allá y más
acá del material constructo, en sus iniciales y más primigenias consistencias o semina rerum – quarks, leptones,
gluones, fotones…- de nuestro mundo, da
cuenta del origen de nuestro universo, que es decir de nosotros mismos. El
entendimiento de esto es caer en la cuenta de que hay una relación insoslayable
con aquello que los teólogos denominaban la
jerarquía de las perfecciones y que se manifiestan en la dinamicidad del
universo y en la transición de lo inanimado a lo animado vivo, orgánico e
imprevisible en tantas ocasiones, y, sin duda, en la potencia consciente y
creativa de sus criaturas.
Pudiera
parecer que en la humilde profesión de
mi modesto ejercicio, tan poca cosa: poeta y lector -de poesía- no debiera entrar en disquisiciones que
sin duda superan mis limitadas capacidades, y que solo alcance a balbucir sin
demasiado orden argumentos inconexos sobre la razón de ser o el sentido (no sé
si oculto) de nuestras vidas. En cualquier caso no puedo bajo ningún concepto
relegar el ímpetu de mi vida, de mi corazón siempre abierto al gozo de la
amistad y del amor verdadero, ese impulso vocacional a navegar sobre el
instinto singular -en mis poemas y mis divagaciones más o menos afortunados- que
supone, al fin, creación, si es que alguna vez me fue vez me fue dada, pero que
reconozco en el arte, la literatura, la poesía, la ciencia misma y, sobre todo, en el calor del
amigo, de la amada, del ser querido que empuja siempre hacia el vivir sin perder
nunca la esperanza.
Más
allá del yo soy (que en realidad es
casi siempre muy poca cosa), mi individuación siempre ha estado bien sujeta a
la alteridad de la bondad, de la inteligencia, de
la creatividad, del amor del
otro que, además, se manifiesta también tan diversamente en el tránsito
existencial de cualquier ser humano, digo, insisto, en la belleza de las artes, de la
naturaleza, de la ciencia, de lo más subido del sentir ético del ser
consciente. Es la individualidad en verdad un organismo tal que, ubique interioribus organica est[9], aunque su consistencia más auténtica y
garante de su autosuficiencia habrá de forjarse en la asunción de la alteridad
de lo mejor y más sublime de los otros que acabará por perpetuarse en ese
movimiento de admisión, de exaltación y de elevación del ser que se admira y se
ama para que todos lo compartan, y es que acaso estaremos participando nada
menos que en el orden que estructura toda creación y se ofrece conservadora de
lo indestructible, y qué es esto, si no el alma misma (investida o no de la
visión creyente o escéptica de lo religioso o de la ciencia), pues aquel organismo individual es medio y
fin de un alma que se revela en la esperanza como manifestación de vida que nos
alienta perpetuamente con el eco: Pues lo que es, será
eternamente[10].
Francisco Acuyo
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[1] Juan
Duns Scoto –Doctor sutil- (1266-1308),
teólogo escolástico y fraile franciscano, en contradicción con el intelectualismo agustiniano, es célebre por
su voluntas ordinata para conocer a
Dios.
[2] Platón,
Plotino, Avicena,…primero, después Tomás de Aquino, Scoto, Leibnizt e incluso
Schopenhauer.
[3]
Reconocida por Hegel en su Fenomenología del espíritu, o por Dostoievski en Los
hermanos Kamarazov, pero célebre por La gaya de ciencia de Niezstche.
[4] Así lo
establece E. O. Wilson en su Sobre la
naturaleza humana, y apostillado con El
gen egoísta de Richard Dawkins.
[5] En
Alberts, Bray y Lewis: Biología de la célula, Omega, Barcelona, 1996.
[6] Jacob, F.: La lógica de lo viviente: una historia de la herencia, Tusquet, Barcelona, 1999.
[7] Recogido
por Laura Bossi en su Historia Natural
del alma, La isla de la Medusa, Madrid, 2008, p.311.
[8] Leibniz en, De Disputatio metaphysica de principio
individui.
[9] El interior está organizado en
todas sus partes (así lo entendía Leibniz en su Monadología)
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