LA IMAGEN DEL CUERPO FEMENINO:
DE CHRISTINE DE PIZAN AL MALLEUS MALEFICARUM
Frente este tipo de patrañas seudocientíficas
y supersticiosas de médicos ignorantes, de teólogos dogmáticos y de monjes
célibes, únicamente una mujer, Christine de Pizan (1364-1430) fue capaz, a
finales del XIV, en su diálogo La ciudad
de las damas (1405) de hacerles frente, promoviendo y reivindicando con
orgullo y argumentos la imagen del cuerpo femenino -fuerte, sano y hermoso-
como fuente de vida y de confianza (LCD. Introd. XLII)[1].
Las mujeres, argumentará Christine, no deben aceptar los “insultos, daños y
prejuicios” que contra ellas han vertido secularmente sus agresores masculinos
acerca de la debilidad e imperfección de su cuerpo y de su sexo: “El más grande
–terminará diciendo con contundencia- es aquel o aquella que más méritos tiene.
La inferioridad o superioridad de la gente no reside en su cuerpo, atendiendo a
su sexo, sino en la perfección de sus hábitos y cualidades” (Idem, 24).
Sin
embargo, la Iglesia no cesó en su campaña antifemenina, sino que reforzó la
teoría de la inferioridad y debilidad de la mujer con la reforma de los libros
litúrgicos y de la martiriología. En el léxico de los textos oficiales figuraba
a menudo la infirmitas, la imbecillitas, y la humilitas del sexo femenino. Es sorprendente, reflexiona R. de
Maio, en la liturgia de las santas, que en naturalezas tan bajas Dios haya
encontrado materia para fabricar una heroína. Esta consideración de la
inferioridad y debilidad de la mujer respecto del hombre permanecerá sin
alteración a lo largo de los siglos. Los
inquisidores autores del Malleus
Maleficarum (1486), los dominicos Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger, explican
el hecho de que haya muchas más brujas que brujos al hecho de que la mujer es
más vulnerable y blanda que el hombre, más débil de mente y de cuerpo,
semejante al niño “por la debilidad del pensamiento” y “por naturaleza más
impresionable y más predispuesta a sufrir la influencia de un espíritu
descorporeizado[2]. Jean de Wier, médico del XVI señalaba:
“No es por casualidad por lo que los latinos denominaron a la mujer “Mulier” […]
que casi viene de la palabra “Mollicies”, que significa blandura” (De
l’imposture et tromperies des diables: des enchantements et sorcelleries”, París, 1569).
A lo largo de
toda la baja Edad Media y del Renacimiento la imagen del cuerpo femenino, que
habían heredado los escolásticos de la tradición patrística y los humanistas de
la antigüedad clásica, persistió sin apenas variaciones. Bajo la autoridad de
Aristóteles, de Galeno y de Avicena, en un caso, y de la Biblia en el otro, la mujer era considerada
biológicamente deficiente, presentaba una función generadora, no procreadora; su
semilla era árida, y circulaba en medio de esa vorágine de frigidez y de
apetitos que era su cuerpo, nacido de una fallida simetría biológica, por una
parte; y aparecía, por la otra, como responsable del mal y de la caída.
Solamente el Cardenal de Cusa (el Cusano), en 1519, basándose en la igualdad
procreadora, había superado su pretendida inferioridad física y moral con
respecto al hombre. Sin embargo el gran cardenal humanista no ignoraba los
textos canónicos, casi sagrados, de la medicina, de Aristóteles, del llamado
Corpus Hipocraticum, de Galeno, de Avicena. La tendencia dentro de la teoría
común de las escuelas era preferir Galeno a Hipócrates, el cual reconocía que
la mujer poseía el derecho a la maternidad procreadora: para él ya no era el
recipiente pasivo y el varón fallido del que hablaba Aristóteles y del que
hablara Tomás de Aquino, sino fuente sustancial de vida[3].
TOMÁS MORENO
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