Bajo el título, De los padres de la Iglesia a Santo Tomás. Sobre la deficiente moralidad femenina, traemos una nueva entrada del profesor Tomás Moreno para la sección, Microensayos, del blog Ancile.
DE LOS
PADRES DE LA IGLESIA A SANTO TOMÁS.
SOBRE LA DEFICIENTE MORALIDAD FEMENINA
Evidentemente los Padres de la Iglesia hicieron una teología propia de varones
solteros, celibatarios, desconocedores de la mujer, siempre identificadas con
el pecado, como herederas de Eva, y hostiles a la sexualidad. Como sostiene Uta
Ranke-Heinemann, no llegaron a comprender que la sexualidad, en su sentido
pleno, es la dimensión del ser humano contemplado como ser único, total,
personal y espiritual; algo más, por tanto, que la mera posibilidad puramente
biológica de reproducción.
Para
la teóloga germana católica, la sexualidad no es una propiedad distintiva
meramente regional o funcional, sino que es una especifidad originaria del ser
del hombre (hembra o varón) y que, por tanto, acompaña al hombre desde su
origen primero, desde el cual el hombre es, a la vez, espiritual y corporal. Se
trata, pues, de una característica que impregna, de modo peculiar, todas las
dimensiones delimitadas del hombre (varon o mujer) y está esencialmente determinado por ella. No
es algo que el ser humano “también tiene” entre otras muchas cosas, sino un
modo de ser fundamental, en el cual él es
en su totalidad. “Esta característica de la sexualidad, que desborda la
dimensión puramente regional, dificulta la descripción definitoria de la
masculinidad o feminidad de la persona humana[1].
Precisamente
todo lo que no supieron o pudieron ver esos primeros representantes del mensaje
cristiano, obsesionados con “su neurosis sexual siempre creciente” y “con su
afán de transformar los laicos en monjes”[2].
En estos textos patrísticos, en efecto, se puede captar una de las raíces de la
misoginia cristiana occidental que va unida tanto a esa aversión como a la autoconciencia culpable que tiene el hombre de
la imposibilidad de alcanzar el ideal
ascético que, imponiendo una inalcanzable renuncia a la sexualidad y a la
búsqueda del placer en su relación con el otro sexo, le induce a proyectar
sobre la mujer el odio que siente hacia la parte de sí mismo que no sabe, ni
puede renunciar a ella.
Santo Tomás sintetizará, como veremos, el legado misógino
aristotélico y patrístico. El sabio dominico se sitúa
a este respecto muy cercano estas posiciones, dado el peligro que para la integridad moral
del varón representan las mujeres, al ser las mujeres
más imperfectas que el hombre, no sólo en el cuerpo sino también en el alma,
“por tener menos firmeza de juicio están más inclinadas o son más proclives que
los hombres al pecado de incontinencia” (Sum. Theo. II-II q. 56 art. 1)[3].
Ante la atracción irresistible que sus encantos pudieran significar para los
varones[4],
el célibe dominico se plantea con toda seriedad la siguiente objeción: “Deben
evitarse las ocasiones de pecado. Ahora bien, Dios preveía que la mujer había
de ser ocasión de pecado para el varón, por tanto por qué debía haberla
creado”. A la que responde: “Si Dios hubiera quitado del mundo todas las cosas
que sirvieran al hombre de ocasión de pecado, quedaría imperfecto este mundo.
No es justo destruir el bien común para evitar un mal particular, sobre todo
dado que Él es poderoso para ordenar todos los males al bien” (Sum. Theol., I, 92 1, ob. 3).
De todo ello, Tomás de Aquino derivará
una serie de corolarios de índole moral. Como ser deficiente y anclado en
cierta manera aún en el estado del niño, la esposa, infantilizada, está
capacitada para parir, pero no para educar a los hijos. La educación espiritual
de los hijos sólo puede ser llevada a cabo por el padre, pues él es el guía
espiritual. Por eso es que “en modo alguno basta la mujer” para la educación de
la prole, sino que el padre es más importante que la madre para la educación.
Por su “inteligencia más perfecta” sólo él puede “adoctrinar” mejor la
inteligencia del niño; y, como consecuencia de su “virtus” más robusta” –virtus
significa tanto “fuerza” como “virtud” moral- está en mejores condiciones para
“mantenerlos a raya” (Sum. contra Gen.
III, 122). Por otra parte, a causa de su “mente defectuosa”, que, además de en
las mujeres, “es patente también en los niños y en los enfermos mentales”, el derecho canónico medieval, por ejemplo, no admitiría por ello la
validez del testimonio de la mujer, la mujer no era admitida como testigo en asuntos testamentarios no podía proporcionar un testimonio jurídico válido (Sum. Theo.
II-II q. 70 art. 3)[5].
José Antonio Marina nos ofrece una
especie de micro-monografía sobre el auténtico peligro moral que la cercanía y
presencia física de las mujeres puede provocar en los varones, de la que
seleccionamos estas prescripciones monásticas y consejos ascéticos (que
constituyen una verdadera antología del disparate): Según Tomás de Aquino las
mujeres “no tienen sensatez suficiente
(rubor mentis) para resistir la concupiscencia”, Sum. Theo., II-2, q. 149,
a.4). Tomás de Kempis: (La imitación de
Cristo, I, I, c. 8. 1) aconsejaba “No tengas familiaridad con ninguna
mujer, más en general encomienda a Dios a todas las buenas”. San Alfonso se
preguntaba qué debía hacer una mujer (más bien “puella”) si prevé que saliendo
a la calle puede ser causa de pecado por razón de su belleza. Casuísticamente
distingue entre salir a la calle para cumplir obligaciones (por ejemplo, la
misa) o salir a la calle sin necesidad de una obligación grave; la solución
moral es distinta en un caso y en otro (Theologia
Moralis, I. II, tract.III, n. 53). En 1330, el franciscano Álvaro Pelayo,
de origen español, penitenciario mayor de la corte de Avignon, redacta, a
petición de Juan XXII, el tratado De
planctu Ecclesiae (El llanto de la
Iglesia), en el que expone “los ciento dos vicios y fechorías de la mujer”.
Al menos no eran infinitos, añade con irónico gracejo J. A. Marina[6].
(Cont.)
TOMAS
MORENO
[1] Uta Ranke-Heinemann, Eunucos por el reino de los cielos, op.
cit. La reflexión cristiana
feminista está desarrollando hoy una importante teología del cuerpo en esta
misma línea, de la que fue pionero el teólogo mártir alemán Dietrich Bonhoeffer
en su emblemática obra Ética. En un
capítulo titulado El derecho a la vida
corporal critica, por no cristiana,
la concepción idealista que considera el cuerpo como un simple medio para la
consecución de un fin y, por tanto, renuncia a él una vez que ha logrado su
fin. Para el cristianismo el ser humano es un ser corporal, y el cuerpo posee
una altísima dignidad. Distanciándose de la doctrina aristotélico-tomista,
Bonhoeffer afirma que la corporeidad es la forma de existencia del ser humano
querida por Dios y que a ella le corresponde una finalidad en sí misma. El
cuerpo, por tanto, tiene su propia finalidad. El
teólogo protestante alemán considera el goce derecho fundamental de la vida y
lo argumenta de esta guisa: cuando se priva a una persona de las posibilidades
de los goces corporales, se produce una injerencia inaceptable en el derecho
original de la vida. El derecho al goce corporal no tiene por qué subordinarse
a otro fin superior. El cuerpo es “mi” cuerpo y me pertenece. Por tanto, sigue
razonando, atentar contra él constituye una intrusión en mi existencia
personal. ¿Y la sexualidad? No es, para Bonhoeffer, sólo un medio para la
procreación de la especie, sino que, independientemente de esta finalidad
proporciona el goce por el amor de dos personas entre sí. Es un cauce
privilegiado de comunicación interhumana. El cuerpo constituye la mediación necesaria
entre los humanos para el encuentro con Dios. La felicidad, en fin, es un
derecho irrenunciable de toda persona que ninguna religión puede reprimir.”
Citado en J.J. Tamayo (op cit., p. 182).
[2] Ibíd, pp.
127-139.
[3] El Martillo de las Brujas ve más
tarde (1487) en este estado de cosas la razón por la que se dan más brujas que
brujos (I q. 6).
[4] El sabio y casto dominico llega incluso a decir que
un padre no debe sonreír a su hijas por temor a que ellas lo tomen por una
incitación a pecar contra la castidad (Sum.
Theo. II-II, q. 114, art. 1).
[5] El derecho canónico prohibía a
la mujer hacer de testigos en asuntos testamentarios y en procesos criminales;
en los restantes casos se les admitía como testigos.
[6] José Antonio Marina, “El
rompecabezas de la sexualidad”, p. 302; concretamente véase la nota 277 de este
libro: “Micromonografía. La mujer,
peligro moral. (Véanse también pp.181-186 del mismo). El más grave es su
infantilismo la mujer es crédula, se
deja llevar por las apetencias, es tan voluble como un niño, por eso no puede
tener autonomía y debe estar siempre bajo la tutela del hombre. Frente a la
racionalidad del varón, ella es un hervidero emocional. San Bernardino de Siena
aconseja a los maridos que obliguen a sus mujeres a fregar diez veces los
mismos platos: “Mientras las mantengas activas no se quedaran asomadas a la
ventana, y no se les pasará por la cabeza unas veces unas cosas y otras otra.”
El consejo no está muy alejado de las creencias rurales de la Grecia actual.
Las mujeres decentes deben preparar comidas muy trabajosas, que las tengan
ocupadas, apartándolas así de la liviandad. Una comida preparada con rapidez se
llama “comida de prostituta”: tis
poutanas to fai.
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