Abundando sobre la misoginia, traemos una nueva entrada para la sección, Microensayos, del blog Ancile, del profesor y filósofo Tomás Moreno, que lleva por título, El idealismo aleman y la moral de las mujeres (Fichte y Hegel).
EL IDEALISMO ALEMAN
Y LA MORAL DE LAS MUJERES (FICHTE Y HEGEL)
Los idealistas alemanes, con Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) a la cabeza, suscribirán las
directrices que ilustrados, románticos y revolucionarios franceses pensaron
para las mujeres. Expulsadas de la ciudadanía y desterradas de la vida pública,
sólo encontrarán su lugar propio natural en el oikos: el matrimonio y la familia bajo la tutela del padre o del
marido. Tanto en su Fundamento del
Derecho Natural (1796) como en su Sistema
de teoría moral (1798), por sólo citar sus textos más claros al respecto,
atribuye a los diversos sexos humanos ámbitos y actitudes diferentes de vida y
conducta y sostiene el clásico reparto de roles/papeles entre los sexos: lo
público y la actividad, para el varón; lo privado y la pasividad, para la
mujer. Para Fichte el varón tiene la primacía racional[1].
En
efecto, en la medida en que el impulso sexual masculino se hace por medio de la
actividad, concuerda con la razón.
Pero en el caso de la satisfacción del impulso femenino su obtención no puede
ser absolutamente inactiva, pues en tal caso la mujer se comportaría como
simple objeto de uso, pasivo e irracional. La disposición natural que rige este impulso sexual
femenino debe estar dirigido u orientado a satisfacer a otro, debe ser un impulso de entregarse
a otro, el varón, mediante el amor -una
especie de “pasividad activa”, que no anula la racionalidad que posee la
mujer-, un impulso en el que se produce la “unificación originaria de la
naturaleza y de la razón” (J. G. Fichte, Sistema
de teoría moral)[2].
Por el amor –no por mero placer sexual e irracional- la mujer se da al varón y
“su existencia se pierde en la de éste” (J. G. Fichte,
Ibid)[3].
En
el matrimonio, ese amor femenino se realiza jurídicamente, bajo la regulación
del Estado. La mujer –comenta Juan Cruz- se somete ilimitadamente a la voluntad
del marido por un motivo moral –y no meramente jurídico-, por amor de su propia
dignidad. “En virtud de esta sumisión, la mujer ya no se pertenece a sí misma
sino a su marido. Al casarse la mujer abandona su personalidad y transmite a su
marido la propiedad de todos sus bienes y los derechos que le corresponden en
exclusividad dentro del Estado. En el matrimonio, la mujer expresa libremente
su voluntad de ser anulada ante el Estado por amor al marido (Ibid.)”. Al renunciar la mujer a su persona jurídica, el marido se convierte
en su tutor legítimo y vive, en todos
sus aspectos, la vida pública (öffentliches
Leben) de su mujer, “y ella conserva
exclusivamente una vida privada” (häusliches
Leben).
Sometida
la mujer casada por su propio deseo al marido en todos los aspectos de su vida,
su moralidad deja de ser autónoma, al haber renunciado por amor a todo su ser y
cedido a su marido por su propio deseo incluso todos sus derechos, el cual
condiciona así su libertad y su moralidad. “El marido
se hace garante de la mujer ante el Estado; se convierte en su tutor legítimo;
él vive, en todos los aspectos, la vida de su mujer; y ella conserva únicamente
una vida privada”. Únicamente una mujer soltera no sometida a ningún marido
puede ejercer por sí misma los mismos derechos civiles que los varones, a
excepción de ejercer un oficio público (como funcionaria del Estado), ni
siquiera si prometiera no casarse nunca, ya que tal promesa no podría
razonablemente hacerla ninguna mujer, sería algo impensable: ya que toda mujer
está “destinada a amar y el amor no depende de su libre voluntad”[4].
Para
Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), la mujer sólo posee
en la familia su determinación sustancial y en la piedad tiene su íntima
disposición ética. Por eso en una de sus exposiciones más sublimes –la Antígona de Sófocles- la piedad ha sido
expuesta fundamentalmente como la ley de la mujer. En efecto, el juicio de
Hegel sobre la figura de Antígona –la mujer que muere por dar sepultura a su
fallecido hermano, Polinices, expuesto por el rey Creonte a los animales
carroñeros- es extremadamente positivo y con el expresa Hegel las líneas
generales de su concepto de familia: “El interés de la familia es el pathos de la mujer, Antígona. El
bienestar de la comunidad es el pathos
de Creonte, el hombre” (Hegel Aesth.
II 53). Juan Cruz contrapone magistralmente, por ello, los elementos éticos que
se dan en la familia y que encarnan cada uno de los protagonistas principales
de la tragedia: “varón-mujer, ciudad-casa, poder-piedad, Ley humana-Ley divina,
fuerza-ternura, claridad-misterio, ciencia-intuición, mediación-inmediatez,
trabajo-sosiego, pensar-vivir”[5].
A
ella le corresponde -como comenta Celia Amorós- el ámbito de la Sittlichkeit, de todo ese conjunto de
costumbres que constituyen el bagaje normativo irreflexivo, no tematizado ni
argumentado, de un pueblo. Antígona está adscrita, como diría Lévi-Strauss, a
aquellas reglas de la tribu que no se discuten; es más, que no se deben
discutir. Como lo dirían nuestros multiculturalistas, son el patrimonio
constitutivo de la “identidad cultural”. “El precio de asignar a las mujeres el
deber de la identidad, mientras los varones se reservan el derecho a la
subjetividad. Las mujeres han de viajar con la marca de sus lugares simbólicos
como si fuera la prolongación de su propia piel… A los individuos, varones, se
les reconoce el derecho de desmarcarse de la Sittlichkeit como cemento
normativo del grupo”. Las mujeres, como afirma Michèle le Doeuff, tienen ‘sobrecarga
de identidad’. Nunca pueden ser individuos[6].
(Cont.).
TOMÁS MORENO
[1] Juan Cruz
Cruz, Sentido del curso histórico. De lo
privado a lo público en la historiografía dialéctica, Pamplona, Eunsa, 1989, p. 207. Hemos seguido, resumiéndolas, sus atinadas
reflexiones al respecto, así como las citas incluidas en este apartado de los
idealistas alemanes, Fichte y Hegel (pp. 206-224 passim).
[6] Celia Amorós, “El Legado de la Ilustración”: De las
iguales a las idénticas”, en Alicia H. Puleo (Ed.) El reto de la igualdad de género, op. cit, p.54.
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