Para la sección Apuntes histórico teológicos del blog Ancile, traemos una nueva entrada de Alfredo Arrebola sobre Las plagas y epidemias en la biblia.
LAS PLAGAS Y
LAS EPIDEMIAS EN LA BIBLIA
Pero también enseña la Biblia cómo el salmista anima al creyente a buscar refugio en Yahvé. Si así lo hace, el Señor lo librará de la red del cazador, de la peste funesta, que se desliza en las tinieblas y de la epidemia que devasta a mediodía, cfr. salmo 91,3.6. Un oráculo del Señor, una vez descubierta la responsabilidad personal, asegura que si él enviara la peste a un país, se salvarían los justos, pero su justicia no sería aplicable ni aun a los miembros de su familia, tal como aparece en el profeta Ezequiel (Ez 14,17-21). Por su parte, el profeta Habacuc anuncia la misericordia de Yahvé, que llega acompañado de la peste y de la fiebre, como potencias personificadas, aunque al final se anuncia la compasión de Dios, que es fuerza para su pueblo (Hab 3,5).
Asimismo, la Escritura señala que el texto más conocido y más
impresionante es el que relata el censo ordenado por el rey David y sus
terribles y funestas consecuencias. A primera lectura, nos da a entender que es
el mismo Yahvé el autor de la iniciativa. Ahora bien, ¿cómo puede Dios incitar
a una acción que suscitaba en Israel un temor religioso, tal como como aparece
en libro “Éxodo” (Ex 30,11) y también de
los temores de los mismos consejeros de David (2Sam 24,3-4)?.
Difícil problema teológico y hermenéutico, ya que Dios jamás quiere el mal; sólo lo permite, aunque los seres humanos no lleguemos a comprender. Ante esta cuestión, comenta J. F. Andrés en “Evangelio y Vida”, pág. 9 (nº 369) que “de hecho, una vez realizado el censo, David sintió remordimiento y se dirige al Señor con esta confesión: “He pecado gravemente por lo que he hecho. Ahora, Señor, perdona la falta de tu siervo, que ha obrado tan neciamente” (2Sam 24,10).
Y en el mismo libro histórico de Samuel podemos comprobar que al
día siguiente el profeta Gad transmitió al rey David un oráculo de Yahvé que le
propone siete siete años de hambre en el país, tres meses de huida ante sus
enemigos o tres días de peste en el país. Bien conocida es la respuesta del rey
profeta: “¡Me encuentro en un gran apuro! Sin embargo, pongámonos en manos de
Dios, cuya misericordia es enorme, y no en manos de los hombres” (2Sam 24,14).
Una vez más se atribuye a Yahvé la decisión de enviar la peste contra
Israel, que llegó a ocasionar la muerte
de setenta mil hombres del pueblo. No
obstante, el historiador nos referirá el arrepentimiento de Dios. Y así, al ángel
que estaba asolando le ordena el cese
inmediato.
David reconoció su pecado e inmediatamente pide a Yahvé que descargue su mano contra él; en aquel mismo momento ofrece un sacrificio de expiación en la era del jebuseo Arauná, donde levanta un altar. En una palabra, “Yahvé tuvo compasión del país y cesó las plagas sobre Israel”: narración perfectamente expuesta en el libro “II de Samuel”,conforme al texto de la BAC (1965).
Sin embargo, en la concepción escatológica de Jesucristo – Nuevo
Testamento – observamos que se
superponen dos profecías. Una de ellas hace referencia a las múltiples
tribulaciones que tendrían que soportar los seguidores de Jesús con motivo de
la guerra judía con Roma y la total destrucción de Jerusalén (año 70 d. C). En
tanto que la otra nos lleva a que prestemos toda nuestra atención a la
caducidad de las cosas y la manifestación
final del Hijo del Hombre. Moniciones que serán plenamente cumplidas. Y
asimismo puede observarse perfectamente que en todo el contexto, el discurso se
sirve del lenguaje apocalíptico empleado
ya por los profetas, tal como leemos en los capítulos 24 y 27 del profeta
Isaías, que, por supuesto, era bien conocido por los oyentes y lectores de aquella época.
Leyendo los textos evangélicos observamos que en boca de Jesús
aparecen algunos de los signos que han de preceder al final profetizado: “Se
levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá hambre, epidemias y
terremotos en diversos lugares; todo esto será el comienzo de los dolores”, tal como lo narra el apóstol y
evangelista san Mateo (24, 7-8).
Si algún lector tiene interés, le sugiero consulte el texto
griego lucano donde se observa la
semejanza de las palabras “Loimoi kai limoi” que, en nuestra lengua vernácula,
significan “pestilencias y hambres”. Semejanza que la encontramos también en
algunos historiadores clásicos griegos: Hesíodo (750 – 600 a.C) y Tucídides (480-395
a.C).
Como creyente y constante
estudioso de la Biblia, observo que todas las alusiones bíblicas a las
plagas y pestes connotan un sentido profundamente religioso. Y tal es así, que
nos sugieren la necesidad de reconocer la vulnerabilidad del ser humano –
aunque los necios agnósticos lo nieguen -, así como el “señorío” de Dios sobre
nuestra vida personal y – de manera especial – sobre el desarrollo de la
historia.
Ya nadie ignora que estamos viviendo un año sumamente
complicado. La sabiduría popular nos dice
que “año bisiesto, año siniestro”. Pero jamás pensábamos que iba a ser
tan complicado y difícil. Vivimos, no
cabe la menor duda, días convulsos y confusos. El coronavirus nos ha
sorprendido, poniendo al descubierto nuestra paradógica situación: vivíamos
seguros, como si el futuro fuera nuestro, y nos ha descubierto importantes
carencias en nuestro sistema. Van pasando los días, ajustándonos y
reajustándonos a la pandemia que estamos
viviendo, y comprobando que no sólo repercute en la economía, sino en la
misma vida. A nivel familiar, el confinamiento nos ha obligado a reajustar la
vida día tras día. El golpe, sin la menor duda, ha sido fuerte en todos los niveles:
personal, social, económico…
Este maldito virus ha inundado de silencio a nuestras ciudades y pueblos; ha mostrado la “vaciedad” de muchos proyectos. En una palabra, ha descubierto nuestra “desnudez” como lo cuenta la Sagrada Escritura (Gén 3,7), y ha llenado de dolor nuestras vidas: separaciones definitivas, en el anonimato y sin una despedida cálida y familiar.
Sin embargo, también podemos
contar de este letal virus que nos ha abierto los ojos y el corazón a la solidaridad y a la generosidad,
compartiendo fraternalmente los dones recibidos. Y esto no es preciso
demostrarlo, ya que lo podemos observar con nuestros propios sentidos a través de los “Medios de
Comunicación Social: Prensa, Radio y Televisión. Y sigo pensando, como simple
creyente secular católico, que Dios no
ha estado ausente en esta triste circunstancia humana; “nunca lo está”, así lo
afirma la Biblia (Isaías, 25,8). Aún más: No dudo de que por medio del
Coronavirus, El (Dios) nos ha hablado, invitándonos a situar la vida en una
dimensión más profunda, abriéndola hacia la búsqueda del Reino de Dios y su
justicia; como tampoco pongo en tela de juicio
que la Covid 19 ha permitido que
fluyera al exterior todo el fondo de humanidad que reside en el corazón humano,
inspirando, escribe el teólogo franciscano-capuchino,P. Montero,
iniciativas de honda fraternidad y a no desoír el clamor de nuestros hermanos.
Ha cerrado las puertas de los templos,
pero ha abierto las del corazón”, (cfr. “EVANGELIO Y VIDA” (pág. 1. Sept - Oct.
2020).
Confiados, pues, plenamente en el pensamiento teológico cristiano, no
deberíamos poner nuestra confianza sólo en los
progresos técnicos o económicos. Al final, quedaríamos frustrados. No
depende de ellos “nuestra” salvación. Solamente podemos confiar en Dios –
aunque “nadie lo haya visto” (Juan 1,18) -, en su bondad y en su misericordia.
Y por otra parte, la supuesta indiferencia de Dios ante nuestros males no sólo
no nos aleja de la fe, sino que
incrementa al máximo nuestro amor
agradecido a la figura de Cristo silente en la Pasión, que da la vida
por nosotros con un amor absolutamente incondicional, como nos ha dejado
escrito el afamado filósofo Alfonso
López Quintás en “La mirada profunda y el silencio de Dios” (Madrid, 2019).
Alfredo Arrebola
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