(DOS CALAS EN LA INFINITUD Y SU DISTANCIA)
CH’I FU
(MINISTRO DE LA GUERRA)
RECUERDO TODAVÍA, CON MUY GRANDE FRUICIÓN por otra parte, la primera vez que las Analectas, en la sobria versión de Arthur Waley, sostuve entre mis manos. Parece deudora del Confucius Sinarum Philosophus, sive Scientia Sinensis, de 1687, que viese la luz en París, fruto de la encomiable y nunca suficientemente ponderada labor de cuatro monjes misioneros jesuitas. Desde luego no pretendo aquí hacer memoria de lo ya memorable, pero tampoco puedo disfrazar con eruditos rasgos la emoción que aún me embarga cuando, tras la lectura de estos versos, traigo a la memoria el recuerdo de su hallazgo y, en su primicia, me parece verme aún entregado en la lectura de la que fuese por entonces tan sugerente primicia.
No me ha sido del todo posible evitar este acopio en heterogénea mezcla de sentimientos (de seguro bien ostensibles) y criterios de rigor (en momentos quizá no tan manifiestos), pero no creo que, en este punto, deba reprimir en absoluto mi entusiasmo.
De toda la suerte de impresiones que aún me sobrecogen, estimuladas, como digo, por el poema objeto de nuestro estudio, serán sin duda vigor enfebrecido, si no para dar total y fidedigna noticia y análisis de la componenda de sus versos, sí al menos, con el que contagiar mi interés, pues todo él se ofrece lleno de un sincero alborozo. Y es que, acaso, no pueda tampoco en este instante y ante estos versos, dejar de rememorar gozosamente el Libro de la Poesía, y con éste deducir con tanta lógica como emoción el fragmento que rezaba: La mente se despierta con la poesía (A.8 VII).
Que el verso introductorio del primer poema siga la interrogante del segundo en los términos siguientes: Ministro de la guerra, somos las garras y dientes del emperador. // ¿Por qué nos habéis reducido a esta miseria?, nos parece del todo coherente con la larga prosapia del rito en el pensamiento confucionista y, ahora, probablemente violado, y sobre todo por haber sido objeto de ruptura con aquella proverbial suavidad en el arte de gobierno que, muy bien parece haber olvidado nuestro insensato ministro de la guerra, sordo quizá, a las quejas de sus (guerreros) subordinados.
Confucio dijo: El que pueda gobernar un estado mediante la suavidad que dan los ritos no tendrá dificultades. El que no pueda gobernar un estado con esta suavidad, ¿para qué quiere los ritos? (A. 4 XIII). Todo en estos versos hace inclinar mi modesto o torpe espíritu crítico hacia la concepción de lo humanitario como fundamento del autodominio y la insistencia en los mencionados ritos. O, ¿es que no es un manifiesto signo de falta de humanitarismo dejar a los que dependen del que gobierna en situación tan precaria que no tengan lugar dónde reposar o dónde acogerse? Parecen obviarse aquellos rasgos de reverencia y sensibilidad, de sentido de mutuo beneficio que yacen siempre en el corazón de dicho humanitarismo.
Qué lejos queda el ideal político en el que hubiese un imperio presidido por un Hijo del Cielo, quien, habiendo recibido el Mandato del Empíreo gobernara como un verdadero rey. Y es que si todos los hombres nacen con la misma capacidad de desarrollo moral es porque aquellos conforman con el universo una unidad en armonía. Mas, también, qué distante está nuestro Ministro de los gentilhombres que se cultivan a sí mismos para infundir respeto... que se autoperfeccionan para dar la paz a todos.
II
TIANWEN
(PREGUNTAS AL CIELO)
Pero, cuando por cualquier circunstancia, ya agotados por tan banal esfuerzo, pensamos lo trascendente, parece indudable que andamos con menos urgencia por hallar satisfactorias respuestas a lo trajinado de nuestras vidas. No deja de parecer a los ojos occidentales el pensamiento de extremo oriente (en no pocas ocasiones ignaros de la profundidad con la que se les presenta) casi siempre disfrazado con la presunta veste que hace de la suya una suerte de extravagante concepción del mundo; pensamiento, digo que, tácitamente, la mayoría de las veces, en otras incomprensiblemente, se manifiesta con el petulante silencio de quien estima su cultura como la cuna indiscutible del
verdadero, único e irreductible pensamiento filosófico, origen a su vez de los todos los principios que distinguen al científico.
Cuando en la lectura de este poema mecía mi entendimiento con tan subido y peculiar concepto metafísico, caí en la cuenta que la dignidad del razonamiento lógico occidental, en su genuino desprecio hacia la cosmovisión de oriente, era una de las muestras más evidentes de una presunción que iría en contra de sus propios y mesurados principios, ahora exaltados por no sabría decir qué especie de presuntuoso irracionalismo. La metafísica de estos versos, sí, es ciertamente singular, distinta e incluso distante de la que tuviera origen en nuestra admirada y tan querida Grecia Clásica, aunque, eso también se muestra claro, parecen inferirse las mismas dudas o interrogantes que revisten un carácter universal, además de un grado notable de parentesco en sus planteamientos metafísicos: ¿Desde el principio de los tiempos, // ¿quién nos legó las causas?
verdadero, único e irreductible pensamiento filosófico, origen a su vez de los todos los principios que distinguen al científico.
Cuando en la lectura de este poema mecía mi entendimiento con tan subido y peculiar concepto metafísico, caí en la cuenta que la dignidad del razonamiento lógico occidental, en su genuino desprecio hacia la cosmovisión de oriente, era una de las muestras más evidentes de una presunción que iría en contra de sus propios y mesurados principios, ahora exaltados por no sabría decir qué especie de presuntuoso irracionalismo. La metafísica de estos versos, sí, es ciertamente singular, distinta e incluso distante de la que tuviera origen en nuestra admirada y tan querida Grecia Clásica, aunque, eso también se muestra claro, parecen inferirse las mismas dudas o interrogantes que revisten un carácter universal, además de un grado notable de parentesco en sus planteamientos metafísicos: ¿Desde el principio de los tiempos, // ¿quién nos legó las causas?
El origen de lo que percibimos, el conocimiento de lo que aprehendemos, la mecánica de lo que acontece, el movimiento de lo que sucede, las causas de los ciclos celestes y vitales: ¿Cómo coordina el Cielo sus movimientos?... ¿Cuál es la virtud de la luna, luz de la noche, // que le permite volver a crecer una vez que ha muerto? Hasta aquí, no se nos antoja del todo distinto el discurso lógico y las interrogantes metafísicas, más diría: son del todo familiares a nuestra concepción analítica del mundo, de aquello que creemos ser capaces de interpretar racionalmente en virtud de unas leyes sometidas al principio de la causa y del efecto.
Pero, he aquí que concluye el discurso reflexivo y poemático de forma totalmente inusitada a nuestros atónitos sentidos y entendimiento : Cuando Yi abatió a los soles, // ¿por qué los cuervos perdieron sus alas?
Si les digo que una de las mejores nociones para aprehender la insólita razón que aduce, no ya este poema, acaso otros tantos, numerosísimos por cierto, que nos enseñan que la idoneidad para la comprensión del mundo ( y del poema) es posible sólo partir del olvido de todo lo asimilado con tanto esfuerzo en nuestras vidas. Esta proposición no es mía, acaso sea la condición básica para apercibirse de la vida, del poema y de la totalidad que lo compone. No equivoquen el sentido de mis palabras: suspendan el juicio preconcebido de las formas y de lo que acontece. Sólo mantengan la atención primigenia, común a todos y anterior incluso al propio lenguaje; será la que, más allá del análisis intelectual nos lleve a ese estado donde veamos con claridad que no hay nada que hacer. Cuando Lao Tse dice: El erudito aprende algo nuevo cada día; el hombre del «Tao» desaprende algo cada día, hasta que acaba regresando a la no acción, no hace sino invitarnos a la realidad donde ni siquiera podemos afirmar que algo sucede.
El «Tao» emana de sí mismo, actúa siempre de forma espontánea, pero para apreciar su naturaleza es preciso una docta ignorancia que nos libere de las incongruencias de nuestra mente, manifiestas en la ilusión de que lo que acontece nos sucede a nosotros: pues, si partimos de esa ignorancia primera no existe diferencia con lo que ocurre, y es que no es posible escindir ciertos rasgos que le son propios al universo sin destruir su conjunto y convertirlos en algo inexistente. También es necesario salvarse de la quimera que nos engaña cuando experimentamos nuestra propia existencia, y también la del universo; esta acción ocurre de manera simultánea: lo que sucede en este instante, no es necesariamente consecuencia de lo que aconteció en el pasado. Debemos situarnos un paso más allá de la necesarias leyes de causa y de efecto: el pasado no es más que la consecuencia de lo que en este instante ahora está sucediendo: Cuando Yi abatió a los soles, // ¿por qué los cuervos perdieron sus plumas?.
El shock producido por el cierre poemático, aparentemente irracional, hace de los dos últimos versos la clave de la naturaleza sui generis del Tao y del poema. Con el fin de buscar el nivel más bajo de situación para apercibirse de aquella naturaleza única, lleva a cabo un movimiento wu wei, de no forzamiento, indispensable para dicha sabiduría. Quiere presentarnos el poema como una realidad que fluye de forma constante en un proceso unitario; cuando realmente comprendamos la cuestión que atañe a la naturaleza del Tao, dejaremos de hacer preguntas, pues esa dinámica de respuestas y preguntas obedecen a una fatua tautología.
De esta manera el poema se va haciendo un juego de interrogantes y posibles respuestas con el fin de ir disolviendo dichas preguntas, porque la respuesta verdadera radica en su total disolución; lo que ocurre no puede ser descrito, porque el Tao es indescriptible.
Francisco Acuyo
No hay comentarios:
Publicar un comentario