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miércoles, 1 de agosto de 2012

DOS ARGUMENTOS TEOLÓGICOS, POR EL FILÓSOFO JORGE ESTRELLA


Nos parece muy a propósito incluir en esta siguiente entrada de nuestro blog Ancile, un trabajo inédito, mandado para la ocasión, del filósofo Jorge Estrella que añadido a la anterior entrega llevada a cabo en la sección de Poetas invitados, ahora lo sumamos al apartado de Pensamiento del blog, con el que nos prestigia y honra muy singularmente.
La temática teológica ni mucho menos deja de estar de actualidad, habida cuenta de las nuevas teorías físicas, cosmológicas y biológicas (que son en las centra sus argumentos nuestro filósofo) que ha aportado la ciencia hasta nuestros días la idea del gen de Dios es muy sugestiva e interesante, por lo que nos comprometemos a exponerla desde otra óptica en este mismo blog. No obstante,  exponemos ahora estos razonamientos teológicos expuestos y gobernados por la sabia mano de Jorge Estrella.


Jorge Estrella, Dos argumentos teológicos, Ancile
Jorge Estrella, en primer plano, con Miguel Ángel Estrella, 
su hermano (músico), a la izquierda



DOS ARGUMENTOS TEOLÓGICOS


ABSTRACT

El ensayo esboza dos argumentos bio-teológicos. El primero señala un posible origen genético de la idea de Dios, como poder máximo. El segundo supone la presencia del terror pánico en nuestro psiquismo: ese terror sería gatillado, en condiciones especiales,  por sensores específicos que, como el resto de sensores, ayudaron a adaptarnos al medio. En tal caso aquello referido por dicho terror pánico, ¿no puede ser un componente objetivo, como lo es la luz, por ejemplo, para nuestros sensores retinianos?

ABSTRACT

The article proposes two bio-teological arguments.  The first one points to a possible genetic origin for the idea of god, as a supreme power.  The second one implies the existence of a particular form of panic in our psiquis: this terror would be triggered, under special circumstances, by specific sensors that, as the rest of them do, help us in the process of adapting to the environment. could it be that what triggers this form on panic is an objective component of reality, as light is for our retininan cells, for example?






Lo que sigue es sólo el bosquejo de un par de argumentos bio-teológicos. Admiten, exigen, un desarrollo mayor. Sin embargo, su brevedad puede facilitar la rápida comprensión de los mismos.
No soy un creyente religioso, de modo que probablemente parezca extraño que alguien como yo incursione en este asunto. Y hasta se notará una tensión cercana a la contradicción entre ambos. Pese a ello, tal vez merezcan ser leídos. Aquí van.

1 – ¿No tendrá un gen la idea de dios?
La idea de autoridad bien podría ser una suerte de X, una variable cuyo valor se establece en ciertos  actos humanos. Los perros traen consigo (adquirido en la compleja coevolución de su especie con la nuestra) un esquema de sumisión al amo humano. Ese esquema se actualiza en cada animal en su interacción con los hombres. Y así puede, el mismo animal, obedecer y defender a su amo pero también atacar a quien ingresa en su territorio. Estas X cuyo valor se fija en las acciones, garantizan, pese a su rigidez genética, una flexibilidad en el trato con el mundo que tienen todos los organismos.
Jorge Estrella, Dos argumentos teológicos, Ancile
Como a los perros, a los hombres les ocurre que traen una matriz endógena de “autoridad”. A ella se obedece y se procura agradar en actos de respetuosa sumisión. La “obediencia debida” impone una línea descendente de imperativos a cumplir.
La cosa es que, entre los hombres, esa X asume valores variables en el tiempo. Y en la lógica misma de esa variabilidad sobre la cual se aplica el esquema abstracto y rígido, aparece inevitablemente –creo- la idea de una autoridad máxima, no cambiante, respetable por sí, sin sujeción a condicionamientos temporales. ¿Acaso esa X no es dios?
Nótese que, si lo fuera, la idea del dios como autoridad suprema no puede desaparecer: se trata de una propensión espontánea de nuestro psiquismo. En cuanto ese esquema vacío y genérico se desplaza hacia la abstracción, aparece la teología. Quienes no participamos de ese deslizamiento, encaminamos en otra dirección nuestros respetos y obediencias debidas. Quienes hemos privilegiado el conocimiento, por ejemplo, vemos surgir la búsqueda de verdad como asunto de la mayor importancia. Y los hechos del mundo asumen el rol de jueces, de autoridad a la que debemos obedecer. Y esto sin compromiso alguno con la divinización de tales hechos, todo lo contrario: es la desnudez implacable de tales hechos, su objetividad, lo que encumbra su valor.


2)  Esta biología de la teología, que practico sin mayor fe, me ha sugerido también un segundo razonamiento, pero de conclusión antagónica a la anterior. Me ronda hace años algo así como una “prueba biológica de la existencia de lo sagrado”.
Como es sabido, los teólogos han formulado varias “pruebas”, cuyo único defecto es que sólo convencen a los convencidos. Han recibido sus merecidas críticas pero se conservan lozanas entre los feligreses del credo religioso dominante en occidente.
Asumo mi prejuicio de base: elijo el conocimiento por encima de cualquier creencia religiosa. Con este añadido: nuestros conocimientos (al revés que la fe) vienen aceptando la rectificación persistente por parte de los hechos. Es decir que se trata de una interpretación que privilegia no sólo nuestras teorías, sino también el control lo más riguroso posible de ellas a partir de fenómenos suficientemente comprobados. Se me objetará: pues bien, eso es una creencia más. Sin duda, lo es. Y hay culturas enteras que jamás la practicaron. Ella ha nacido en la historia humana en Grecia, hace sólo 2.500 años, de los más de 4 millones que trajinamos sobre la Tierra. Desde ahí ha prendido dificultosamente entre los hombres.
Jorge Estrella, Dos argumentos teológicos, Ancile
Defender una creencia como mejor que otras viene llevando a la beligerancia entre los hombres. Y seguramente eso no tiene remedio alguno. Lo único que puedo decir en favor de esta creencia en el conocimiento como mejor que otras que se le oponen, es su enorme eficacia para liberarnos de la esclavitud del error, a la que  siguen tantas otras esclavitudes. Basta comparar la medicina actual con la hechicería tradicional; las cosmogonías antiguas con la cosmología contemporánea; o la tecnología actual (que en sólo cien años ha duplicado el tiempo de vida útil de los hombres en este mundo) con cualquiera otra del  pasado.
Dicho lo anterior, paso a mi argumento. Partiré de lo que estimo es un hecho: se trata de ese  pavor que nos sacude ante la presencia de algo presuntamente extranatural.
Para entender  de qué hablo sugiero este experimento mental: colóquese  a un ser humano en una altura desértica de la puna, por ejemplo. Le aseguremos su supervivencia con una mochila de alimentos para tres días y una carpa para soportar el frío intenso de las noches. Le aseguremos también que después de tres días será rescatado del lugar y devuelto a su mundo habitual. En algún momento, prejuzgo, aparecerá ese pavor cósmico, ese estremecimiento ante “algo”, desconocido, apremiante, aterrorizador. No se trata del miedo, habitual en nuestro trato con el mundo, como el miedo al vacío, a la muerte, al dolor o a un adversario poderoso. Se trata de otra sensación. Deberíamos nombrarla pánico -un terror que proviene de una intuición de algo extramundano como el dios Pan- para diferenciarlo del miedo común. Descubrí su formulación en un teólogo protestante, Rudolf Otto, quien discrimina dentro de esa crispación del pánico dos rasgos salientes: el espanto y la fascinación. Esto es, una simultánea atracción y rechazo hacia ese ‘algo’ que nos roza desde fuera como una fuerza invisible. Otto registra su presencia en el terror a los fantasmas. Hay zonas fronterizas, me atrevo a añadir, como la conmoción estética, el estremecimiento ante la belleza de un paisaje o el terror cósmico que nos sacude frente imágenes o datos del nuevo saber cosmológico.
Jorge Estrella, Dos argumentos teológicos, Ancile
Si  cada quien puede descubrir en sí mismo que está habitado por ese sentimiento ante circunstancias precisas, tal vez deba seguir leyendo estas líneas. Porque bastará que se me objete, que alguien honradamente me asegure no encontrar tal disposición, para que la fuerza de mi argumento quede invalidada. Voy a conjeturar, entre tanto, que no hay seres humanos desprovistos de ese sensor al que estoy refiriéndome, y que nos pone en contacto con ese “algo”. Ahora bien, los sensores son mecanismos bióticos que salen al encuentro de fuentes externas (o internas) de estimulación. Las células nerviosas de nuestra retina registran variaciones lumínicas que se recomponen como imágenes en nuestra atención; la piel capta temperatura, humedad, presiones, dolores, etc.; el oído sale a recoger ondas sonoras. Como el hambre o la sed (sensores internos), que reclaman un agente externo que nos satisfaga, la sensibilidad de nuestros organismos se acomoda al mundo a partir de esa “información a procesar” llegada desde los sensores (ofrecida siempre en algún rango limitado)  de nuestro sistema nervioso o algún otro en el que se delegan esas funciones.
No tenemos un conocimiento suficientemente preciso de nuestro amplísimo equipo de sensores. Pero lo cierto es que todos ellos tienen, al menos, estos dos rasgos: a) Son condiciones requeridas para tener información sobre el mundo. Esto quiso decir el filósofo Kant cuando los llamó a priori, esto es, permiten aparecer a las sensaciones, y por lo mismo no pueden surgir desde ellas. b) Nos traen noticias suficientemente ajustadas del entorno y del interior del organismo como para que sobrevivamos. Y no sólo a nosotros, todos los seres vivos cuentan con ellos.
Ahora viene mi sencilla conclusión. Si los sensores que recogen estímulos del medio nos ayudan a instalarnos en él; si el pánico es un sensor más, ¿acaso no deberíamos rematar que “eso” registrado en el pánico es algo “real”?
No me hago ilusiones de estar ofreciendo una joya argumental. Pues se me dirá: ¿Qué es eso de “real”? Pero lo cierto es que tampoco un matemático sabe responder esa pregunta cuando descubre, con racionalidad impecable, el teorema de Pitágoras o el de la incompletitud de Göedel. ¿Acaso ambos pensadores no enfrentaron como verdades “objetivas”, “reales”, sus conclusiones?

Jorge Estrella, Dos argumentos teológicos, Ancile
Termino recordando que mi segundo argumento teológico tiene parentescos con el llamado “argumento ontológico” de San Anselmo. Según este autor (y varios otros), la existencia de dios se deduce del siguiente razonamiento: “Tengo en mí la idea de un Ser Perfecto mayor al cual nada puede pensarse. Tal es la perfección que mi pensamiento percibe en él, que a ese ser no podría faltarle la existencia, pues ello sería una imperfección. Luego existe”.
Confieso que no descubro en mí esa idea que San Anselmo quiere atribuirme, esto es, la idea de un ser perfecto. Mucho menos cuando pienso que en esa perfección teológica cristiana se suman todopoderío y bondad infinita. Los hechos me prueban cotidianamente la presencia del mal en ese mundo supuestamente hecho por ese ser sin límites a su poder y sin límites a su bondad. Luego no me siento obligado con su conclusión.
Mi punto de partida, en cambio, es modestísimo: el hecho de que ocasionalmente sentimos pavor, terror pánico.  Tal vez alguien pueda objetarme, repito, del mismo modo que le objeto a San Anselmo: “sencillamente jamás sentí ese pavor, no sé de qué me habla”. Además, mi conclusión es muy poco pretenciosa: sólo alude a “algo”, no a un dios castigador y premiador, todopoderoso y bueno.
Concedo a los hechos, como dije, el peso de la prueba. Lo que falta a la mía es confirmar el fenómeno del que he partido: si el pánico es un componente biológico de nuestro ánimo. O no.



                                                                                                                Jorge Estrella




Jorge Estrella, Dos argumentos teológicos, Ancile

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