Nos parece muy a
propósito incluir en esta siguiente entrada de nuestro blog Ancile, un trabajo
inédito, mandado para la ocasión, del filósofo Jorge Estrella que añadido a la
anterior entrega llevada a cabo en la sección de Poetas invitados, ahora lo sumamos al apartado de Pensamiento del blog, con el que nos prestigia
y honra muy singularmente.
La temática teológica
ni mucho menos deja de estar de actualidad, habida cuenta de las nuevas teorías
físicas, cosmológicas y biológicas (que son en las centra sus argumentos
nuestro filósofo) que ha aportado la ciencia hasta nuestros días la idea del
gen de Dios es muy sugestiva e interesante, por lo que nos comprometemos a
exponerla desde otra óptica en este mismo blog. No obstante, exponemos ahora estos razonamientos teológicos
expuestos y gobernados por la sabia mano de Jorge Estrella.
Jorge Estrella, en primer plano, con Miguel Ángel Estrella, su hermano (músico), a la izquierda |
DOS ARGUMENTOS
TEOLÓGICOS
ABSTRACT
El ensayo esboza dos
argumentos bio-teológicos. El primero señala un posible origen genético de la
idea de Dios, como poder máximo. El segundo supone la presencia del terror pánico en nuestro psiquismo: ese
terror sería gatillado, en condiciones especiales, por sensores específicos que, como el resto
de sensores, ayudaron a adaptarnos al medio. En tal caso aquello referido por
dicho terror pánico, ¿no puede ser un componente objetivo, como lo es la luz,
por ejemplo, para nuestros sensores retinianos?
ABSTRACT
The article
proposes two bio-teological arguments. The
first one points to a possible genetic origin for the idea of god, as a supreme
power. The second one implies the
existence of a particular form of panic in our psiquis: this terror would be
triggered, under special circumstances, by specific sensors that, as the rest
of them do, help us in the process of adapting to the environment. could it be
that what triggers this form on panic is an objective component of reality, as
light is for our retininan cells, for example?
Lo
que sigue es sólo el bosquejo de un par de argumentos bio-teológicos. Admiten,
exigen, un desarrollo mayor. Sin embargo, su brevedad puede facilitar la rápida
comprensión de los mismos.
No soy un creyente
religioso, de modo que probablemente parezca extraño que alguien como yo
incursione en este asunto. Y hasta se notará una tensión cercana a la
contradicción entre ambos. Pese a ello, tal vez merezcan ser leídos. Aquí van.
1 – ¿No tendrá un gen
la idea de dios?
La
idea de autoridad bien podría ser una suerte de X, una variable cuyo valor se establece en ciertos actos humanos. Los perros traen consigo
(adquirido en la compleja coevolución de su especie con la nuestra) un esquema
de sumisión al amo humano. Ese esquema se actualiza en cada animal en su
interacción con los hombres. Y así puede, el mismo animal, obedecer y defender
a su amo pero también atacar a quien ingresa en su territorio. Estas X cuyo valor se fija en las acciones,
garantizan, pese a su rigidez genética, una flexibilidad en el trato con el
mundo que tienen todos los organismos.
Como
a los perros, a los hombres les ocurre que traen una matriz endógena de
“autoridad”. A ella se obedece y se procura agradar en actos de respetuosa
sumisión. La “obediencia debida” impone una línea descendente de imperativos a
cumplir.
La
cosa es que, entre los hombres, esa X
asume valores variables en el tiempo. Y en la lógica misma de esa variabilidad
sobre la cual se aplica el esquema abstracto y rígido, aparece inevitablemente
–creo- la idea de una autoridad máxima, no cambiante, respetable por sí, sin
sujeción a condicionamientos temporales. ¿Acaso esa X no es dios?
Nótese
que, si lo fuera, la idea del dios como autoridad suprema no puede desaparecer:
se trata de una propensión espontánea de nuestro psiquismo. En cuanto ese
esquema vacío y genérico se desplaza hacia la abstracción, aparece la teología.
Quienes no participamos de ese deslizamiento, encaminamos en otra dirección
nuestros respetos y obediencias debidas. Quienes hemos privilegiado el
conocimiento, por ejemplo, vemos surgir la búsqueda de verdad como asunto de la
mayor importancia. Y los hechos del mundo asumen el rol de jueces, de autoridad
a la que debemos obedecer. Y esto sin compromiso alguno con la divinización de
tales hechos, todo lo contrario: es la desnudez implacable de tales hechos, su
objetividad, lo que encumbra su valor.
2) Esta biología de la teología, que practico
sin mayor fe, me ha sugerido también un segundo razonamiento, pero de
conclusión antagónica a la anterior. Me ronda hace años algo así como una
“prueba biológica de la existencia de lo sagrado”.
Como
es sabido, los teólogos han formulado varias “pruebas”, cuyo único defecto es
que sólo convencen a los convencidos. Han recibido sus merecidas críticas pero
se conservan lozanas entre los feligreses del credo religioso dominante en
occidente.
Asumo
mi prejuicio de base: elijo el conocimiento por encima de cualquier creencia
religiosa. Con este añadido: nuestros conocimientos (al revés que la fe) vienen
aceptando la rectificación persistente por parte de los hechos. Es decir que se
trata de una interpretación que privilegia no sólo nuestras teorías, sino
también el control lo más riguroso posible de ellas a partir de fenómenos
suficientemente comprobados. Se me objetará: pues bien, eso es una creencia
más. Sin duda, lo es. Y hay culturas enteras que jamás la practicaron. Ella ha
nacido en la historia humana en Grecia, hace sólo 2.500 años, de los más de 4
millones que trajinamos sobre la Tierra.
Desde ahí ha prendido dificultosamente entre los hombres.
Defender
una creencia como mejor que otras viene llevando a la beligerancia entre los
hombres. Y seguramente eso no tiene remedio alguno. Lo único que puedo decir en
favor de esta creencia en el conocimiento como mejor que otras que se le
oponen, es su enorme eficacia para liberarnos de la esclavitud del error, a la
que siguen tantas otras esclavitudes.
Basta comparar la medicina actual con la hechicería tradicional; las
cosmogonías antiguas con la cosmología contemporánea; o la tecnología actual
(que en sólo cien años ha duplicado el tiempo de vida útil de los hombres en
este mundo) con cualquiera otra del pasado.
Dicho
lo anterior, paso a mi argumento. Partiré de lo que estimo es un hecho: se
trata de ese pavor que nos sacude ante
la presencia de algo presuntamente extranatural.
Para
entender de qué hablo sugiero este
experimento mental: colóquese a un ser
humano en una altura desértica de la puna, por ejemplo. Le aseguremos su
supervivencia con una mochila de alimentos para tres días y una carpa para
soportar el frío intenso de las noches. Le aseguremos también que después de
tres días será rescatado del lugar y devuelto a su mundo habitual. En algún
momento, prejuzgo, aparecerá ese pavor
cósmico, ese estremecimiento ante “algo”, desconocido, apremiante,
aterrorizador. No se trata del miedo, habitual en nuestro trato con el mundo,
como el miedo al vacío, a la muerte, al dolor o a un adversario poderoso. Se
trata de otra sensación. Deberíamos nombrarla pánico -un terror que proviene de una intuición de algo
extramundano como el dios Pan- para diferenciarlo del miedo común. Descubrí su
formulación en un teólogo protestante, Rudolf Otto, quien discrimina dentro de
esa crispación del pánico dos rasgos salientes: el espanto y la fascinación.
Esto es, una simultánea atracción y rechazo hacia ese ‘algo’ que nos roza desde
fuera como una fuerza invisible. Otto registra su presencia en el terror a los
fantasmas. Hay zonas fronterizas, me atrevo a añadir, como la conmoción
estética, el estremecimiento ante la belleza de un paisaje o el terror cósmico
que nos sacude frente imágenes o datos del nuevo saber cosmológico.
Si cada quien puede descubrir en sí mismo que
está habitado por ese sentimiento ante circunstancias precisas, tal vez deba
seguir leyendo estas líneas. Porque bastará que se me objete, que alguien
honradamente me asegure no encontrar tal disposición, para que la fuerza de mi
argumento quede invalidada. Voy a conjeturar, entre tanto, que no hay seres
humanos desprovistos de ese sensor
al que estoy refiriéndome, y que nos pone en contacto con ese “algo”. Ahora
bien, los sensores son mecanismos bióticos que salen al encuentro de fuentes
externas (o internas) de estimulación. Las células nerviosas de nuestra retina
registran variaciones lumínicas que se recomponen como imágenes en nuestra
atención; la piel capta temperatura, humedad, presiones, dolores, etc.; el oído
sale a recoger ondas sonoras. Como el hambre o la sed (sensores internos), que
reclaman un agente externo que nos satisfaga, la sensibilidad de nuestros
organismos se acomoda al mundo a partir de esa “información a procesar” llegada
desde los sensores (ofrecida siempre en algún rango limitado) de nuestro sistema nervioso o algún otro en
el que se delegan esas funciones.
No
tenemos un conocimiento suficientemente preciso de nuestro amplísimo equipo de
sensores. Pero lo cierto es que todos ellos tienen, al menos, estos dos rasgos:
a) Son condiciones requeridas para tener información sobre el mundo. Esto quiso
decir el filósofo Kant cuando los llamó a priori, esto es, permiten aparecer
a las sensaciones, y por lo mismo no pueden surgir desde ellas. b) Nos traen
noticias suficientemente ajustadas del entorno y del interior del organismo como
para que sobrevivamos. Y no sólo a nosotros, todos los seres vivos cuentan con
ellos.
Ahora
viene mi sencilla conclusión. Si los sensores que recogen estímulos del medio
nos ayudan a instalarnos en él; si el pánico es un sensor más, ¿acaso no
deberíamos rematar que “eso” registrado en el pánico es algo “real”?
No
me hago ilusiones de estar ofreciendo una joya argumental. Pues se me dirá:
¿Qué es eso de “real”? Pero lo cierto es que tampoco un matemático sabe
responder esa pregunta cuando descubre, con racionalidad impecable, el teorema
de Pitágoras o el de la incompletitud de Göedel. ¿Acaso ambos pensadores no
enfrentaron como verdades “objetivas”, “reales”, sus conclusiones?
Termino
recordando que mi segundo argumento teológico tiene parentescos con el llamado
“argumento ontológico” de San Anselmo. Según este autor (y varios otros), la
existencia de dios se deduce del siguiente razonamiento: “Tengo en mí la idea
de un Ser Perfecto mayor al cual nada puede pensarse. Tal es la perfección que
mi pensamiento percibe en él, que a ese ser no podría faltarle la existencia,
pues ello sería una imperfección. Luego existe”.
Confieso
que no descubro en mí esa idea que San Anselmo quiere atribuirme, esto es, la
idea de un ser perfecto. Mucho menos cuando pienso que en esa perfección
teológica cristiana se suman todopoderío y bondad infinita. Los hechos me
prueban cotidianamente la presencia del mal en ese mundo supuestamente hecho
por ese ser sin límites a su poder y sin límites a su bondad. Luego no me
siento obligado con su conclusión.
Mi
punto de partida, en cambio, es modestísimo: el hecho de que ocasionalmente
sentimos pavor, terror pánico. Tal vez
alguien pueda objetarme, repito, del mismo modo que le objeto a San Anselmo:
“sencillamente jamás sentí ese pavor, no sé de qué me habla”. Además, mi
conclusión es muy poco pretenciosa: sólo alude a “algo”, no a un dios
castigador y premiador, todopoderoso y bueno.
Concedo
a los hechos, como dije, el peso de la prueba. Lo que falta a la mía es
confirmar el fenómeno del que he partido: si el pánico es un componente
biológico de nuestro ánimo. O no.
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