De nuestro colaborador
habitual (y entrañable amigo), el catedrático de filosofía y profesor Tomás
Moreno, nos advierte de manera muy sugestiva de su faceta de narrador en este Locus Amoenus, para la sección de
narrativa de nuestro (siempre vuestro) blog Ancile.
LOCUS AMOENUS
A
Pastor José Aguiar y Jennifer Moore, ilustres escritores y amigos, con mi
sincera admiración por la sensibilidad y creatividad de sus relatos y poemas, y
mi profundo agradecimiento por su generosidad inagotable.
Aquella mañana no la olvidaré
nunca. Desperté somnoliento y cansado y me dirigí al cuarto de baño para
asearme. Al entrar observé que el espejo, no se por qué, estaba empañado, con
la toalla traté de limpiarlo. Me acerqué y no vi mi rostro reflejado en él como
de costumbre. En la esquina superior izquierda lo encontré. No había duda, era
él: una especie de ángel bello, de resplandeciente aura.
-“Buenos días” -me dijo con su
voz terrible y fascinante, como si desde un lugar extrahumano se emitiera.
-“Buenos días, señor”,
respondí sorprendido y tembloroso. Poco a poco me fui tranquilizando. Mi cuerpo,
adquiriendo desacostumbrada ligereza, ingrávido y leve como aún sumido en el
sueño. Me sentía físicamente muy bien: mis habituales dolores de huesos habían
desaparecido e incluso mi estado de ánimo se había sosegado ya.
- “¡Bienvenido!” -me dijo- “al
‘país de la no-muerte’, al ‘lugar de la eterna juventud’, amigo visitante”.
- “No comprendo lo que me
dice, señor”, respondí.
- “Has de saber que has
entrado en un lugar mágico: que desconoce el paso del tiempo y la amenaza de la
inexorable muerte. Los que aquí vivimos gozamos por siempre y para siempre de
lo que los humanos de tu mundo desean y han deseado desde que allí se tiene
memoria”.
- “¿Estoy en el paraíso, tal
vez?”, pregunté.
- “No puedo decírtelo,
todavía. Tu mismo encontrarás respuesta a tu pregunta cuando conozcas este
lugar un poco más”.
Pasé conversando con él varias horas que me parecieron
segundos. Después, por los verdes campos de lo que parecía un bucólico edén, nos fuimos a dar un paseo
entre toda una muchedumbre de hombres y mujeres elegantemente uniformados, los
hombres vestidos de blancas túnicas, las mujeres con elegantes capas rojas que
acentuaban su atractiva pero impersonal hermosura. Más que seres vivos parecían
esculturas semovientes de mármol, hieráticas y frías. Vimos también animales y
avecillas, corriendo los unos por los prados y revoloteando los otros por los
árboles y jardines del lugar.
Era un paraje idílico, como los narrados por el viejo Teócrito
o por el ínclito Virgilio de nuestros años escolares. Todo era de una belleza y
perfección tales que me parecía irreal como un espejismo.
- “¿Qué ocurre aquí?”,
pregunté intrigado.
- “Nada extraño” -me contestó
el que yo suponía un ángel. “Desde hace ya muchos años aquí no
existe el dolor físico, ni el sufrimiento, ni la tristeza, ni la muerte, como
ya os dije. Los avances científicos los suprimieron definitivamente. Se
erradicaron las enfermedades y las pasiones humanas quedaron neutralizadas
por
siempre jamás. No existe el odio, ni los celos, ni la ambición, ni la mentira.
No existe la crueldad, ni la envidia, ni la guerra, ni ningún tipo de mal o
imperfección”.
Efectivamente, todo era orden en aquel luminoso lugar,
todo perfección geométrica. Algo sumamente incómodo -como bien se comprenderá-
por lo inusitado e inhabitual que resultaba tanta simetría para nuestros
humanos hábitos perceptivos, y que costaba mucho poder asimilar o comprender. Me
sorprendió sobre todo que no hubiera niños, y en consecuencia, ni juegos, ni
alborotos, ni sonrisas en aquel supuestamente dichoso lugar.
- “No veo niños, ni jóvenes,
por estos lugares”, dije extrañado.
- “No son necesarios”, repuso.
“Al no existir la muerte no hay por qué renovar la humanidad. Hemos llegado a
la perfección. No esperamos nada más. Sólo gozar de esta vida eternamente”.
Y continuó diciendo: “A nada tememos porque no existe el
mal, ni el dolor, ni la desdicha; a nada aspiramos, porque nada nuevo, nada que
no conozcamos ya, nos puede sorprender. El azar lo hemos controlado. Nada
imprevisto o inesperado puede surgir. Este es el mejor de los mundos posibles. Es el “nuevo mundo” donde una “nueva
humanidad” ha alcanzado definitivamente lo que en vuestro mundo todos siempre
-por los siglos de los siglos- han anhelado.
Recuerda, apreciado amigo, cómo se lamentaba uno de los
más ilustres escritores de vuestro mundo -creo recordar que se llamaba
Shakespeare- de los efectos lesivos y deletéreos del tiempo y del
envejecimiento: ‘Borra el tiempo ese
joven ornamento florido, / abre surcos profundos en el más bello rostro / y
consume primores que otorgara la vida: / cuanto existe y florece la guadaña lo
siega’ (Soneto IX). Pues bien,
nosotros hemos logrado detener esos inconvenientes que antaño angustiaban a la
condición humana”.
Constaté que, en efecto, todos los hombres y mujeres que
veía eran, efectivamente, bellos, sanos, atléticos, equilibrados.
- “¿Todos se parecen mucho, no
es cierto?”, pregunté.
- “Sí”, respondió, “con el
aparente transcurrir del tiempo, nos vamos pareciendo mucho. Todos nos
alimentamos con productos dietéticos
científicamente testados para prevenir las enfermedades. Nuestra dieta
es suficiente y perfecta: recibimos específica y estrictamente los alimentos y medicamentos
que cada uno necesitamos para mantener nuestra salud física y nuestro equilibrio
anímico”.
Le pregunté también qué trabajos desarrollaban y a qué
dedicaban su tiempo de ocio. Me contestó que las máquinas (supongo que serían robots) se encargaban de todo ello a la
perfección. Encontré maravillosa tal situación y le sugerí que tendrían mucho
tiempo para dedicarlo al arte, la música, la lectura y, en general, al ocio
creativo, a la cultura y a la vida contemplativa.
- “No” -argumentó- “pues todo
eso ya ha sido también resuelto en nuestra civilización tecnológica
hiperdesarrollada. Todo lo conocemos y hemos llegado incluso a traspasar los
límites del conocimiento humano que todavía rigen en vuestro imperfecto mundo:
un sistema de informática cuántica
atesora todo el conocimiento y toda la belleza artística posible. Nuestros
cerebros están conectados a él. Con sólo desearlo contemplamos el más bello de
los paisajes, escuchamos la más deliciosa de las sinfonías, experimentamos los
más intensos placeres, dilucidamos la más intrincada de las cuestiones
filosóficas o resolvemos el más complicado de los problemas matemáticos”.
Algo contrariado por sus palabras, inquirí sobre la
existencia o inexistencia de artistas, músicos o poetas y acerca de las
motivaciones e ilusiones que movían a los habitantes de aquel perfecto aunque
inquietante lugar. La respuesta fue una suficiente y enigmática sonrisa... Y al
preguntarle por su nombre me dijo:
- “No necesitamos tener nombre
propio ni identidad. Esas son cosas del pasado que fomentaban el egoísmo, las diferencias
y desigualdades, la envidia y la ambición, las injusticias, el dolor y el
sufrimiento”.
- “Pero, entonces, ¿qué
esperan de esta vida, siempre igual, siempre repetitiva, monótona y uniforme?”
- “¿No es eso lo que los
humanos siempre habéis deseado?”, me arguyó. “Llegar a construir su paraíso en la tierra de manos del
progreso y de la ciencia. Pues aquí lo tenéis ya realizado de una vez por todas”.
Tras conversar con él por un indeterminado tiempo,
desapareció como por ensalmo. El sol sobre el horizonte ya declinaba y yo no
sabía a donde dirigirme. A lo lejos percibí lo que parecía la parte posterior
de Lasciate ogni
speranza voi ch' intrate” (Inferno,
Canto III, Divina Comedia, Dante Alighieri)...una gran puerta semiabierta. Me dirigí hacia ella lleno de curiosidad.
Traspasé su umbral. Volví la cara y pude leer en el frontispicio de la misma
esta inscripción: “
Cuando me desperté traté de interpretar tan insólito
sueño: sólo recuerdo que desde aquel día supe del valor inapreciable de la temporalidad, de la
finitud y de la imperfección humanas, de aquello que nos define e individualiza;
entendí cuál era el precio que, por todo ello, debíamos pagar y comprendí el
significado profundo de la muerte, lo que verdaderamente da valor y sentido a nuestra vida.
Tomás Moreno