Para la sección, Narrativa, del blog Ancile, traemos un nuevo texto de nuestro colaborador habitual y excelente poeta y narrador, Pastor Aguiar, esta vez bajo el título, La terminal.
LA TERMINAL
Era la terminal de ómnibus junto a la carretera
central, donde el pueblo apenas podía imaginarse a partir de dos o tres casas
disimuladas entre los árboles.
Los ómnibus eran tan escasos que el amplio salón había
ido mermando en butacas y ahora se disponían en forma de cuadro para dejar todo
el espacio sobrante al centro. Allí jugaba algún niño, o, sobre todo durante
los anocheceres, los perros vagabundos exhibían sus habilidades por si un buen
samaritano.
Yo había llegado con mi maletín de viaje, pasada la
media noche. Regresaba a los países con las manos y los besos de mi madre
tatuados en la piel; pero no quería pensar en ello, sino en la posibilidad de
haber perdido el trabajo por demorarme más de lo previsto. Ojalá Eduardo me
hubiera cubierto el fin de semana. Ojalá, al menos, pudiera cobrar las
quincenas que me debían.
Me senté cerca del ángulo que formaban las dos paredes
al fondo, a la derecha. Desde allí podía observar a quienes llegaran, sobre
todo alguien de la seguridad del estado. También a la empleada que repartía los
numeritos entre un bostezo y otro. La tenía encuadrada cerca de la puerta
principal.
Media docena de seres, casi todos hombres, se removían
inventando posiciones de relajamiento. Entonces vino una racha de aire y el
papelito amarillo dio varias volteretas hasta detenerse justo en medio de todos
nosotros. No tenía la apariencia de un boleto, ni de una simple hoja de block
en blanco.
Pude ver que un viejo con indicios de alcohólico, sin
otro sitio donde pernoctar, ya lo estaba midiendo con sus ojillos de gato
hambriento. Quién sabe si dentro del papel se escondía dinero, o la clave de
tesoros enterrados al pie de una ceiba; o la noticia del fin del mundo, que al
cabo le traería el alivio.
En un abrir y cerrar de ojos estaba en cuclillas
estirando el pliego, alisándolo sobre una rodilla, y después se lo acercó a la
cara.
Lo que vino a continuación desbordó lo imaginable. El
hombre tiró el papel, se acostó sobre las losas y se puso a patalear y hacer
molinetes con sus brazos. La boca se le abrió tanto que me pareció la entrada
de una enorme cueva. Por allí comenzaron a brotar quejidos de parturienta, y
finalmente una carcajada que no le permitió respirar. En dos minutos quedó
tieso.
_ ¡Perico!_ Era la empleada desde su reducto.
Perico debió ser el hombretón vestido de azul que
llegó desde los inodoros con una gran escoba hecha de fibras de palma real.
_ ¡Carajo, esto no se puede barrer! Espera, que traigo
la carretilla. Ve llamando al carro fúnebre.
_ ¡Escóndelo en los baños! ¿No sabes que el carro de
muertos está en el taller desde la semana pasada? Ya le avisaremos a Pedrín
para que se lo lleve en el carretón mañana al amanecer_ Resumió la empleada sin
inmutarse.
A tales alturas yo trataba de adivinar qué cosa
ocultaba el papelucho, que Perico dejó en su sitio original después de subir el
cuerpo sobre la carretilla.
Sentí un impulso de ir a descubrir el mensaje, o lo
que fuera, pero ya no era el muchacho aventurero de cuando existían las fincas.
Esperaría.
No tuve que esperar mucho, porque ahora se acercaba un
hombre de unos cuarenta años, flaco como una vara de pesca y calvo totalmente.
_ Qué coño habrá en este papel de mierda, a lo mejor
un chisme grande; no puede ser que esto mate a nadie. Ese viejo ya debe haber
estado pidiendo pista.
Y lo vi abrir lo que ya me parecía un pergamino
milenario encontrado junto a la momia de Tutankamón. Tuve una especie de
impulso de cerrar los párpados; pero no fui capaz.
El hombre se había incorporado para leer mejor, si
algo había que leer, si no era un perfume, un veneno en el pliego como aquel en
El Nombre de la Rosa.
El caso fue que estiró la mano como mordido por una
serpiente y el objeto calló hacia su lugar de siempre. Él inició una danza que
llamaría ridícula, de mono picado por hormigas bravas, y comenzó a cantar en
lenguas desconocidas, cada vez más alto, obligándonos a taparnos las orejas,
para terminar en un grito espeluznante y caer a la larga resonando como cuero
de tambor.
_ ¡Perico! ¡Otro candidato! ¿Qué haces en el baño, si
no debes tener nada que cagar? _ Una vez más la empleada, quien ahora se había
incorporado con cierta curiosidad, como si el papelito aquel comenzara a
enamorarla.
No terminé con esta idea y ella había avanzado con un
reguero de caderazos de mulata en celo, dueña absoluta de la terminal y todos
sus contenidos. En un dos por tres le sonó una patada al cadáver y se agachó
impúdicamente para levantar el motivo del quiebre de su santa rutina.
_ Yo estoy curada contra el brujo. Ahora vas a ver lo
que hago, hijo de puta. Y en vez de leer, sacó una fosforera de entre los
enormes senos y le prendió candela por una punta. Dio un saltito atrás y la
bola en llamas quedó sobre el cuerpo derribado, que ardía también cuando ella
regresaba a su puesto sentenciando.
_ ¡Muerto el perro, se acabó la rabia!
Pastor Aguiar
Febrero 25-13