Para la sección de Narrativa del blog Ancile, otra muestra del portento y capacidad narrativa de nuestro amigo y excelso narrador Pastor Aguiar, esta vez con el relato intitulado: Develación del caso Bigornia.
DEVELACIÓN DEL CASO
BIGORNIA
Sabía que ibas a caer en la trampa del título, que
enseguidita te fascinaría la posibilidad de enterarte, ¡al fin!, de la solución
de aquel misterio del “caso bigornia”, que conmovió al mundo durante la primera
década del siglo veinte. Cómo no, si aún los ejemplares de los diarios
relacionados con el hecho son los más solicitados en todas las hemerotecas.
Es más, te prometo que muy pronto voy a decir en
detalles lo que descubrí al respecto, gracias a las confesiones de Aquilino
Rubicundo, allá en las prisiones de emigrantes descarriados de las Bahamas.
Para
que no te desencantes, te adelantaré que la tercera bigornia, donde se
encerraba la clave reveladora del tesoro, era una reproducción en miniatura
pícaramente oculta en el sitio donde Ceferino Heissel sabía que ningún mortal
se atrevería: Las tetas de su abuela centenaria.
Pero
vayamos a lo que pretendía contar, y que si lo hubiera insinuado al inicio, muy
pocos se habrían interesado, por la amenaza de aburrimiento.
Se
trata, nada menos, que del canario flauta de Francisco Antunes.
Francisco
vivía colindando con la finca de mi abuelo, y se dedicaba a la cría y venta de
canarios de cuanta raza se pueda imaginar, porque algunas las creó él mismo
mediante interminables y pacienzudos cruzamientos.
Hasta
desde La Habana llegaban los compradores, ofreciendo sumas en verdad
enjundiosas, imagina, que algunos llegaron a pagar más de mil pesos, porque un
canario verdirrojo de media libra, con cresta de gallo y sumamente fiero, por
mencionar una de sus creaciones, era todo un tesoro.
Con
la fortuna que fue acumulando, nuestro hombre pudo darse el lujo de recorrer
los países más remotos en busca de canarios desconocidos. Siempre regresaba con
media docena, como mínimo. Algunos los comerciaba acabados de traer; pero a los
más extraños los iba cruzando una y otra vez en busca de especies exquisitas,
donde colores, tamaños, costumbres, anatomía y repertorio vocal, resultaran
únicos.
Así
surgió Voltaire, el canario negro, mezcla de transilvano y de balbino de la
isla de Tonga. Voltaire llegó a repetir la sinfonía cuarenta de Mozart sin
equivocar una nota.
También Maquiavelo, adquirido por un francés. Esta
avecilla entre añil y azafrán, más que trinos, ejecutaba maullidos de gatos en
celo, y si el hambre era suficiente, cacareaba como las gallinas.
Pero
de Isidoro nunca se despegó. Le puso tal nombre en homenaje a su padre, quien
había sido famoso trovador repentista. Isidoro era un canario flauta que
consiguió en Tenerife en junio de 1963, según rezaba en la tarjeta de bronce
que colgó en la portada de su cautiverio.
Desde
los primeros tiempos Isidoro interpretaba tristísimas melodías que jamás fueron
creadas por el hombre, y era muy común ver a Francisco hecho un mar de llanto
mientras atendía a cada animalito.
Eran
tan complejas y atrayentes las notas que Isidoro encadenaba durante las tardes
de otoño, que a cada rato un sinsonte caía reventado desde los árboles vecinos,
al no lograr reproducir tales sonidos.
Un
príncipe congolés llegó a ofrecerle diez mil pesos en oro a Francisco; pero no,
Isidoro no era negociable ni por su propia hija.
Para
colmo, ni durante las mudas, el canario dejaba de regalarse en renovadas
interpretaciones, siempre irrepetidas. Y aquí haré un aparte para referirme a
la voz de Isidoro. No era la del tipo castrati de la mayoría de sus congéneres;
era un timbre de tenor con matices de bajo cuando se iba silenciando en un
ahogo rayano al suspiro. Yo creo que más que las complejidades interpretativas,
esta cualidad era la causa principal de la muerte de los sinsontes.
Además
de los canarios, Francisco tenía un gato siamés de nombre Anselmo, quien hasta
entonces
jamás se había interesado por las aves. Sin embargo, desde la llegada
de Isidoro, se pudo ver a Anselmo debajo de la jaula, panza arriba, en éxtasis
absoluto.
Francisco,
al parecer, no se percataba de este detalle y continuaba con su rutina,
cambiando el agua de cada quien, agregando media onza de semillas de chía
solamente para Isidoro, porque imaginaba que éstas, mezcladas con miel de
abejas, eran la causa primera de la salud vocal del artista.
Y así
llegó aquel día en que nuestro hombre se fue al pueblo cercano por provisiones.
Para colmo se demoró más de lo habitual buscando un micrófono en miniatura con
la idea de hacer grabaciones de las cantatas de Isidoro. Era un crimen que
tales maravillas no pudieran quedar para la historia.
Regresó
con las sombras del anochecer, y se extrañó del silencio que invadía la casa.
Nunca antes hubo un espacio insonoro allí, ni siquiera en plena noche.
Las
primeras jaulas eran las de los canarios en venta, y los vio temblando,
engarrotados como puños en los ángulos más remotos, con un espanto en sus ojos
que lo hizo correr a donde Isidoro.
La
puerta del teatro estaba abierta de par en par, y casi al borde, donde el piso
metálico se precipitaba al vacío, las dos patitas de Isidoro clavadas, fijas,
sin cuerpo, remedando a lo que quedó del coloso de Rodas.
mi casa escuché el grito desgarrador de
Francisco, y en un minuto estuve junto a él, pero ni me miró; estaba
arrancándose las ropas, diezmándose los cabellos, mirando a la redonda hasta
que descubrió a Anselmo escupiendo plumas ensangrentadas, junto a los sacos de
la comida.
No
supe qué hacer, estaba pasmado. A duras penas vislumbré el bulto de Francisco
rumbo al cuarto del fondo, y en menos de lo que canta un gallo, de vuelta con
su machete.
_
¡Hijo de las mil putas paridas por la putísima madre de todos los gatos!
Yo me
eché a un lado, porque el asunto pintaba muy mal. Ya Francisco se abalanzaba
contra Anselmo, quien al borde de la decapitación, saltaba sobre una de las
jaulas. Así fue repartiendo mandobles a diestra y siniestra, y los canarios
saliendo por la puerta sin saber cuál rumbo tomar, porque desconocían la
libertad, sus riesgos.
A los pocos minutos no quedaba objeto sano en la casa,
y Francisco terminó tendido sobre las losas, con ambos brazos en cruz, lo más
parecido a un cadáver.
Entonces Anselmo vino a lamerle la cara.
Pastor Aguiar