Traemos un nuevo post para la sección Apuntes histórico teológicos, de nuestro colaborador y amigo Alfredo Arrebola, bajo el título El sufrimiento a la luz de la fe (II).
EL SUFRIMIENTO
A LA LUZ
DE LA FE
(II)
Si San Agustín (354 – 430), Doctor de la
Iglesia y una de las figuras más representativas de la Filosofía, no pudo dar respuesta
satisfactoria a la eterna pregunta “¿Por qué
sufre tanto el ser humano en su cotidiano vivir y, además, padecer tantas desgracias, siendo
Dios Todopoderoso?”, ¿cómo yo me atrevo a escribir, de nuevo, sobre el sufrimiento?. Solo a la luz de mi
fe puedo
poner mis manos sobre el ordenador y decir lo que mi experiencia ha
recogido desde el campo filosófico, teológico y, sobre todo, de la Sagrada
Escritura.
Es cierto, analizado desde cualquier
perspectiva, que el ser humano está llamado a ser feliz. La felicidad, según el
filósofo Boecio ( 480 – 525) es el “Estado perfecto con la congregación de todos los bienes”,
algo que, por desgracia, no se encuentra en la vida terrenal. En este sentido,
San Agustín, desde sus primeras inquisiciones filosóficas, buscó no sólo una
verdad que pudiera satisfacer a su mente, sino una que colmara su corazón. No
hay, pues, error afirmando que el Obispo de Hipona fue un eudemonista. Pero
este eudemonismo no consiste en alcanzar alguna clase de bienes temporales o en
satisfacer las pasiones: conceptos que, por desgracia, han corrompido a la
humanidad. No consiste, por otra parte, ni siquiera en un placer o contento
estable, moderado, razonable, al modo de los epicúreos.
Todas ésas son felicidades efímeras,
incapaces de apaciguar al hombre. La verdadera felicidad se encuentra
únicamente en la posesión de la verdad completa : verdad que debe trascender
todas las verdades particulares, pues de lo contrario no sería, propiamente
hablando, una verdad, cfr. “Diccionario de Filosofía”, Tomo I, pág. 76, de José Ferrater
Mora. La verdad que perseguía San Agustín, como debiera ser de todo
cristiano creyente, es la medida absoluta de todas las verdades posibles. Esta Suprema Medida es, y sólo
puede ser, Dios. Ahora bien, esa
búsqueda de la Verdad no es, así, sólo contemplativa, sino también
eminentemente “activa”; no implica sólo conocimiento, sino fe y amor. De ahí
que la vida del hombre sea – dirá Job - “una verdadera milicia”.
Es cierto, teológicamente hablando, que los creyentes “caminamos en la fe y no en
la visión (2Co 5,7), y conocemos a Dios “como en un espejo en enigma, de una
manera confusa,… imperfecta” (1Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la
fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. Cualquier creyente sabe que la fe
puede ser puesta a prueba, como tampoco ignora que el mundo en que vivimos
parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias
del mal, de las pandemias, de la peste, del sufrimiento, de las injusticias y,
sobre todo, de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer
la fe y llegar a ser para ella una tentación. Esta triste experiencia la he
vivido en personas muy cercanas a mí.
Es, entonces, cuando el creyente tiene que acudir a los “testigos de
la fe”: “ Abraham, el cual, fuera de toda esperanza, creyó que sería padre de
numerosas naciones” (Rm 4, 18); la Virgen María que, “en la peregrinación de la
fe” (LG 58), llegó hasta la noche de la fe” participando en el sufrimiento de
su Hijo y en la noche de su sepulcro; como
también la Iglesia, fundada por Cristo, nos puede ofrecer a tantos otros testigos de la
fe. Así pues, ante los perennes y
terribles sufrimientos, el creyente cristiano debe sacudir todo lastre y miserias, soportando con fortaleza las
pruebas cotidianas, fijos sus ojos en Jesús de Nazaret, iniciador y consumidor
de la fe, el cual, en vez del gozo que
se le ponía delante, sobrellevó la cruz, sin tener cuenta de la confusión, y
está sentado a la diestra del trono de Dios, tal como leemos en la “Epístola a
los Hebreros” 12, 1-2.
A
veces Dios – fenómeno frecuente en el ser humano - puede parecer ausente e incapaz de impedir el
mal. Ahora bien, la Teología nos enseña que Dios Padre ha revelado su omnipotencia
de la manera más “misteriosa” en el anonadamiento voluntario y en la
Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo
crucificado es “poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina –
nos dirá el “Apóstol de los gentiles” -
es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más
fuerte que la fuerza de los hombres. Y en la carta que Pablo dirigió a los
Efesios nos dirá que “...En la
Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre desplegó el vigor
de su fuerza y manifestó la soberana grandeza de su poder para con nosotros,
los creyentes” (Ef 1, 19-22).
Asimismo, la Teología nos enseña – y la
“Razón” no lo rechaza – que Dios concede a los hombres poder participar
“libremente” en su providencia confiándole la responsabilidad de “someter la
tierra y dominarla” (Gn 1, 26). Dios da así a los hombres el ser causas
inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar
su armonía para su bien y el de sus
prójimos. Por tanto, los hombres – leemos en “Catecismo de la Iglesia
Católica”, pág. 77 -, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad
divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones, oraciones y trabajos, sino también
por sus sufrimientos (Col 1, 24). Entonces llegan a ser plenamente
“colaboradores de Dios” (1 Co 3, 9; 1Ts 3, 2) y de su Reino (Col 4, 11). Esta
doctrina, concebida desde la Ética natural, la aplica el creyente cristiano a
toda persona – creyente o no – que viene
realizando su labor en favor de erradicar
el impertinente y odiado Coronavirus. Este es, pues, el camino que
debe seguir todo creyente cristiano: JESUCRISTO, “Camino, Verdad y Vida” (Jn 14, 6).
Y aprovechando la actual pandemia, debo
decir a esos ignorantes y energúmenos enemigos de la Iglesia Católica que ésta
sólo trata de cumplir el doble mandato de Jesús: anunciar el Evangelio de la
salvación y curar a los enfermos. Fiel a esta enseñanza – nos dice el Papa
Francisco – la Iglesia ha considerado siempre la asistencia a los enfermos
parte integrante de su misión. La Iglesia los encuentra continuamente en su
camino, y considera a las personas enfermas una vía privilegiada para encontrar
a Cristo, acogerlo y servirlo. Curar a un
enfermo – en el pensamiento cristiano -, acogerlo, servirlo, es servir a
Cristo: el enfermo es la carne de Cristo. Así lo entiendo yo, leyendo a San
Mateo: “Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos,
resucitar muertos, limpiad leprosos,
arrojad demonios; de balde lo recibisteis, de balde dadlo” (Mt. 10,7).
Este largo confinamiento me ha servido para
reflexionar lo más objetivamente posible: seguir pensando – con razonamientos
morales y argumentos apodícticos - que
Dios es infinitamente bueno y todas sus obras son buenas. No obstante, nadie –
absolutamente nadie – escapa a la
experiencia del sufrimiento, de los males en la naturaleza – que
aparecen como ligados a los límites
propios de las criaturas -, y - ¡cómo no! -
a la cuestión del mal moral. Terrible problema que ha venido
atormentando – siglo tras siglo – al ser humano.
Y, como siempre, sigo recurriendo a mi
“Maestro espiritual”, San Agustín, quien escribe: “… yo seguía buscando el
origen del mal, y no hallaba salida; pero no permitisteis que las olas de
mis pensamientos me apartasen de
aquella fe con que creía que Vos
existís” (Conf. 7, 7.11), y su propia búsqueda dolorosa sólo encontrará salida
en su conversión al Dios vivo. Camino que debe seguir toda persona que dude de
la existencia de Dios y el mal. Pero el creyente cristiano no debe olvidar que
el “Misterio de la iniquidad” (2Ts 2,7)
sólo se esclarece a la luz del “Misterio de la piedad”, como le escribía San
Pablo a
Timoteo, (1Tm 3, 16). La revelación del amor divino en Cristo ha
manifestado a la vez la extensión del mal – pandemias, guerras, pestes, muerte…
- y la sobreabundancia de la gracia; textualmente podemos leer: “… Pero la ley se
atravesó para que aumentase el
delito; mas donde aumentó el delito,
sobrerrebosó la gracia” (Rm 5,
20).
Sólo me atrevo
a decir, desde estas humildes reflexiones, que examinemos “nuestros
sufrimientos” fijando la mirada de nuestra fe en el que es el único Vencedor:
CRISTO, nuestro Hermano Mayor.
Alfredo Arrebola
Villanueva Mesía
-Granada, Julio de 2020.