Para la sección, Apuntes histórico teológicos del blog Ancile, traemos un nuevo post de nuestro colaborador y amigo Alfredo Arrebola, bajo el título de Exhortación pedagógica y moral sobre el coronavirus.
EXHORTACIÓN PEDAGÓGICA
Y MORAL ANTE EL CORONAVIRUS
El
evangelista, apóstol y médico Lucas cuenta que “...al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad,
lloró sobre ella mientras decía: “Si reconocieras en este día lo que conduce a
la paz!” (Lc 19,41). Jesús mira a su pueblo, mira a la ciudad de Jerusalén,
y...¡llora!. Este es el llanto del Dios Padre, nos dirá el Papa Francisco. Y
con este llanto el Padre recrea en su Hijo toda la creación.¡Misterio profundo
que escapa a la razón natural!: Dios se ha hecho hombre para poder llorar, y
nuestro Padre Dios -pienso yo – hoy llora por esta humanidad que no termina de
entender la paz que Él nos ofrece, la
paz del amor (cf. Evangelio 2020, pag. 401).
Una vez más –
deseo que ésta sea la última – me veo obligado a reflexionar sobre la triste
situación en la que la terrible y letal
pandemia sigue causando heridas profundas y, sobre todo, desenmascarando
todas nuestras vulnerabilidades. En la mente de cualquiera está ya muy presente
que son muchos los difuntos, muchísimos enfermos, en todos los continentes. No
es sólo en nuestra España, que todos
deberíamos amar: ¡“El amor, dice la voz
popular, lo vence todo!. Sabemos más que de memoria que muchas personas y
muchas familias viven un tiempo de incertidumbre, a causa de los problemas socio-económicos,
que afectan de manera especial a los más pobres. ¡Qué ironías tiene la vida!:
Siempre los más pobres.
Está bien
demostrado que gran parte del mundo, especialmente occidental, trata de dar
respuestas a sus búsquedas, en todos los órdenes, prescindiendo de Dios. Los
cristianos, sin embargo, insistimos en que ese es un cometido imposible de
conseguir. Por otra parte, los creyentes también tenemos un problema: hacer de
Dios el escudo irreal de nuestro egoísmo y de nuestra desidia en la tarea común
con toda la humanidad, tal como afirma el teólogo capuchino José
M.ª Fonseca Urrutia (cf. “Evangelio y Vida”. Año LXII, pág. 27).
Estoy
plenamente convencido de que todos – creyentes y no creyentes – estamos
llamados a construir un mundo mejor en
justicia y equidad, en la alegría que proporciona la bondad y la fortaleza,
ante las inevitables carencias de nuestra realidad siempre bastante limitada. Y
eso, en verdad, no es algo que nos llegue del cielo como regalo caprichoso,
sino que todos – absolutamente todos – debemos esforzarnos en abrir espacios de verdad y, sobre todo, de
reconocimiento de la belleza de Dios que se expande en el amor, principio
fundamental, básico y distintivo del creyente cristiano (Jn 13, 34 - 35):
“Mandatum novum…: “En eso conocerán
todos que sois discípulos míos, si os
tuviereis amor unos a otros”.
Esta es la razón principal que me ha llevado a reflexionar, desde la
perspectiva pedagógica y moral, ante la
permanente presencia del virus que ha
originado tan horrenda pandemia: hay muchos pueblos, ciudades y gente que sufre
– ¡posiblemente demasiado! -; muchas guerras, mucho odio, mucha envidia, mucha
mundanidad espiritual y corrupción. Pero los creyentes cristianos – católicos,
protestantes y ortodoxos – debemos mirar siempre hacia el sepulcro: “Ha
resucitado, no está aquí” (Lc 24,34). Allí está la respuesta. Allí está el
fundamento metafísico de nuestra fe. No en “discursos persuasivos de
sabiduría”, sino en la palabra viviente de la cruz y la resurrección de Jesús.
Si Él no resucitó – es mi eterna pregunta – nuestra fe es vana. Pero Él
(Cristo) resucitó, El es la Resurrección: nuestra fe – con el máximo respeto a
los no creyentes – está llena de verdad y de vida eterna.
El
famoso “converso” Giovanni Papini (1881 – 1956), quien en plena juventud se
propuso llegar al “ateísmo integral”, terminó diciendo que... “La memoria de
Cristo está en todas partes. En los muros de las iglesias y de las escuelas, en
lo alto de los campanarios y de las montañas, en las ermitas de los caminos, a la cabecera de las camas y encima de los sepulcros, millones de
cruces recuerdan al Cristo que murió en ella. Raspad los frescos de las
iglesias, quitad los cuadros de los
altares y de las casas, y la vida de Cristo aún seguirá llenando los
museos y las galerías. Echan al fuego misales, breviarios y devocionarios, y
continuaréis hallando su nombre y su palabra en todos los libros de literatura.
¡Hasta las mismas blasfemias evocan su presencia involuntariamente!
Hágase lo que
se quiera, Cristo es un fin y un principio, un abismo de misterios divinos
entre dos periodos de historia humana (…). Cristo está siempre vivo entre
nosotros. Hay todavía quien le ama y quien le odia. Hay una pasión por la
Pasión de Cristo y otra por su destrucción. Y el encarnizamiento de tantos
contra Él dice que no está todavía muerto. Los mismos que se esfuerzan en negar su existencia y su
doctrina se pasan la vida recordando su nombre. Para comprender nuestro mundo,
nuestra vida; para comprendernos a nosotros mismos, hay que ir a Él”, cf.
“Historia de Cristo”, de G. Papini, pág. 9-10 (Madrid, 2007).
En todos mis escritos he venido defendiendo que la vida tiene un
sentido que traspasa el umbral del
tiempo, pero es inevitable aceptar que ha de pasar, también, por el umbral de
la desaparición física para alcanzar el esplendor de un futuro nuevo, distinto
y preñado de promesas y de esperanza, tal como está escrito en los Evangelios, la mejor biografía de Jesús
de Nazaret. Es claro y evidente que la fe cristiana nos guía en la comprensión
– aunque difícil, pero no irracional – del sentido trascendente de la vida de
cada persona. Esta comprensión, analizada objetivamente, ha sido y es experimentada
por creyentes y no creyentes, aunque se muestre en tonos muy diferentes.
Quienes hemos recibido, de manera
gratuita, el don de la fe, nos movemos con la firme certeza del Amor infinito
del Padre del cielo, que se nos ha manifestado en Cristo, nacido en nuestra
humanidad y entregado a la muerte. Ese
Amor es la ternura de una experiencia interior que ha transformado
toda
su existencia. Y todo pasará en
este mundo – guerras, hambrunas, pandemias – pero jamás las palabras de
esperanza y vida de Jesús, porque El es “el camino, y la verdad, y la vida” (Jn
14,6).
Confiados, pues, en El, debemos tener bien fija nuestra mirada en Jesús
(cf.Hb 12,2) y con esta fe abrazar la esperanza del Reino de Dios que Jesús
mismo nos da (cf. Mc 1,5; Mt 4,17). Un reino se sanación y de salvación que
está ya presente en medio de nosotros (Lc 10,11). Un Reino, dirá Pablo, de
justicia y de paz que se manifiesta con obras de caridad, que a su vez aumentan
la esperanza y refuerzan la fe (cf. 1Cor 13,13)
Por esto
tengo plena libertad, benévolos lectores, para dirigirme a través de la palabra
escrita, y proclamar a los cuatro vientos – leída la Sagrada Escritura muchas
veces y la última Carta Encíclica “Fratelli Tutti”, del Santo Padre
FRANCISCO (Asís, 3 de octubre del año
2020) – que debemos leer el Evangelio de la fe, de la esperanza y del amor.
Porque, sin la menor duda, Cristo está en los Evangelios, en la Tradición
apostólica y en la Iglesia. “Fuera de ahí – afirma G. Papini (Op.cit,pág. 15) –
todo es tinieblas y silencio”. Los más famosos críticos neotestamentarios convienen en que la Iglesia ha sabido escoger
los Evangelios más antiguos, reputados desde entonces como fieles.
Por
tanto, con espíritu creativo y renovado, seremos capaces de transformar las
raíces de nuestras enfermedades físicas, espirituales y sociales. Asimismo,
podremos sanar en profundidad las estructuras injustas y sus prácticas
destructivas – leemos en “Capuchinos Editorial. Noviembre 2020, pág. 6 – que
nos separan los unos de los otros, amenazando la familia humana y nuestro
planeta. Todo creyente cristiano, discípulo de Jesús, que es médico de las
almas y de los cuerpos, que perdonó los
pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo ( Mc 2, 1-12), está
llamado a continuar “su obra de curación y de salvación” (cf. “Catecismo de la
Iglesia Católica, pág. 327) en sentido físico, social y espiritual. Pero la
Iglesia, aunque administre la gracia sanadora de Cristo, incluso proporcione
servicios sanitarios en los rincones más remotos del planeta, no es experta en
la prevención o en el cuidado de la pandemia. Y tampoco da indicaciones
socio-políticas, como ya lo dijera el sapientísimo y “socialista cristiano”
Pablo VI (“Octogesima adveniens,14/5/1971,4). Esta tarea corresponde
directamente a los dirigentes políticos y sociales. Nosotros, los seguidores de
Jesús, estamos llamados a trabajar todos juntos para construir un mundo mejor.
¡Y ojalá lo consigamos!
Alfredo Arrebola
Villanueva Mesía-Granada,
Diciembre de 2020.