Para la sección Apuntes histórico teológicos, del blog Ancile, Traemos una nueva entrada de nuestro amigo y colaborador, Alfredo Arrebola, y bajo el título: El sufrimiento a la luz de la fe.
EL
SUFRIMIENTO A LA LUZ
DE LA FE
Vivo
sin vivir en mí
y
de tal manera espero
que
muero porque no muero
(San Juan de la Cruz, 1542-1591. Opera Omnia).
Por
aquella noche oscura
yo
iba buscando a Dios
sin
saber que lo llevaba
dentro
de mi corazón
(Alfredo Arrebola: “Mi cante es una oración”.
Caña. Málaga, 1988).
Cada día que pasa, a pesar de mi larga
existencia, son muchos los interrogantes
que me planteo.
Asimismo,
ni un solo día transcurre – desde hace muchos años – que yo no dedique un
tiempo a leer la Biblia, la Sagrada Escritura: “Palabra de Dios”. Y desde
siempre me llamó la atención el salmo del Rey Profeta David: “Dice el necio en
su corazón: no hay Dios” (S 14,1). Pero , me pregunto yo, si “no hay Dios”, razonarán muchos filósofos -
Platón, San Agustín, Duns Escoto, Descartes, Espinoza, etc -, ¿cómo es posible
que yo tenga esta idea?. Porque, a la verdad, todo filósofo sabe que la
Metafísica comienza con una pregunta
totalmente parecida a ésta.
Por
otra parte, es lógico admitir que todos deseamos ser felices, es decir,
queremos ver realizado en la práctica nuestro ideal de felicidad. Así venimos
programados por naturaleza: el estrato más profundo y original de nuestro yo
-conforme a los principios del psicoanálisi de
S. Freud (1856 – 1939)- está
gobernado por el principio del placer. No hay, pues, la menor duda en que todos
aspiramos a realizar ese gozo y -¡cómo no! - a experimentar el contento o la
alegría que se deriva de ello.
Sin
embargo, nuestro entorno no nos pone la tarea nada fácil, al contrario:
sentimos infinidad de oposiciones a nuestro impulso innato hacia el placer y la
felicidad. La misma naturaleza, como se suele decir, es cruel y no tiene
compasión con nosotros; las relaciones con los demás son, a menudo, fuente
de frustración e insatisfacción. “No
solo son los agentes externos, escribe Marc Pepiol Martí en “Freud. Un viaje a
los profundos del yo”, pág. 101 (Barcelona, 2015), los que nos impiden realizar tranquilamente
nuestro ideal de felicidad; también nuestra propia naturaleza nos pone
obstáculos: el cuerpo degenera y enferma, nos sume en incontables
dolores y frustraciones”. Ante todo esto, ¿qué posibilidades tenemos, pues,
para ser felices? ¿Cómo podríamos evitar el dolor, el sufrimiento, la angustia...?.
Porque, a la verdad, nadie es ajeno a esta triste e insólita
situación. La pandemia, que venimos
sufriendo a nivel mundial, es
posible que nos haya hecho más conscientes de nuestra debilidad y
vulnerabilidad. El ser humano, por desgracia, cree que está por encima del bien
y del mal. Pero el “Coronavirus” nos
tiene aún aterrorizados en todos los aspectos: sociales, políticos, humanos y – aunque haya quien lo niegue –
religiosos. Hemos seguido, para hacer
frente a esta situación, los consejos de los
expertos en materia de Sanidad: quedarnos en casa, meditando y dándole
vueltas a cuestiones que teníamos, posiblemente,
olvidadas.
Los creyentes hemos llorado y,
también, rezado por nuestros muertos, que no son moneda de cambio
ni armas que arrojar a nadie. Son simple
y llanamente “nuestros muertos” y sólo podemos honrarlos con respeto, humildad
y oraciones. La vida, “humanamente considerada”, debiera ser sagrada, ya que
hay cosas que no tienen repuesto. Sin
embargo, seguimos profundamente
angustiados, y la duda, que en Filosofía es imprescindible para
llegar al conocimiento de las cosas, se
ha convertido hoy en arma arrojadiza de
terribles y perturbadores sufrimientos en los seres humanos. ¿Por qué?. Misterio que sobrepasa la capacidad del
ser pensante. Y esto no es un
problema, sino un “misterio”,
que está
vedado al hombre.
Pero el creyente cristiano sabe muy bien
que Jesús experimentó la tentación, el dolor y el sufrimiento
en sus más variadas formas; tiene, además, plena certeza de proclamar con san
Pablo “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece (Fil 1,6; 4,13). El cristiano
es una persona que tiene el corazón
lleno de paz porque sabe centrar su alegría en el Señor, incluso cuando
atraviesa momentos difíciles de la vida: Nunca más propicio que el largo tiempo
que llevamos confinados. Porque tener fe – amigos lectores - no significa no tener momentos difíciles,
sino tener la fuerza de afrontarlos sabiendo que no estamos solos, como nos lo
repite el Papa Francisco, cf. Evangelio 2020, pág. 185.
Ya en el Antiguo Testamento podemos leer:
“Sean fuertes y valientes. No teman ni se asusten ante esas naciones, pues el Señor su Dios siempre
los acompaña; nunca los dejará ni los abandonará” (Dt. 31,6). Sin embargo, el
mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del
sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena
nueva, pueden incluso estremecer la fe y llegar a ser para ella una verdadera y
auténtica tentación.
Aún más: la fe en Dios Padre Todopoderoso
puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces
Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal (cf. “Catecismo de la
Iglesia Católica”, pág. 68 (Madrid, 1992). Pero el cristiano sabe que Dios ha revelado su
omnipotencia de la manera más “misteriosa” en el anonadamiento
voluntario y en la Resurrección de su
Hijo, por los cuales ha vencido el mal. En la Resurrección y en la exaltación
de Cristo es donde el Padre “desplegó el
vigor de su fuerza” y manifestó “la
soberana grandeza de su poder para con
nosotros, los creyentes” (Ef 1, 19-22).
A mi corto entendimiento, pienso que Dios ha
dejado sus huellas en cada uno de nosotros a través de las variadas formas que
nos viene atacando el inesperado y temible Coronavirus. Y es el mismo Jesucristo quien nos dirá: “ Os he hablado de esto, para que
encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16,
33). Cuando los creyentes decimos: “Dios
de la esperanza” no es solo que Dios es algo que deseamos alcanzar en la vida
eterna, sino que Dios es quien nos colma hoy – y en cualquier lugar – de
su alegría y de su paz. Por tanto,
llenos de confianza, seremos capaces de afrontar cualquier tipo de sufrimiento
y seremos, asimismo, sembradores de esperanza entre nuestros hermanos. ¿Qué más
puede pedir el creyente?.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos
enseña que Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su
providencia confiándoles la responsabilidad de “someter” la tierra y dominarla
(Gn 1,26-28). Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad
divina, pueden entrar en el plan divino
no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus
sufrimientos (Col 1, 24). Entonces
llegan a ser plenamente “colaboradores de Dios” (1Co 3,9) y de su Reino (Col
4,11).
El
cristiano, seguidor de Jesús de Nazaret,
debe esforzarse en todo, en estos difíciles e inseguros momentos,
soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas de toda clase y,
llegado el día, enfrentarse serenamente
con la muerte, por aceptar como una gracia estas penas temporales del
pecado; debe aplicarse – mediante obras de misericordia y caridad -
a despojarse completamente del “hombre viejo” y a revestirse del “hombre nuevo” (Ef 4,24).
Estos son mis pensamientos que a nadie impongo. Si en algo pueden ayudar, esa
sería mi recompensa espiritual. Por eso
me atrevo a poner aquí estos dos salmos de David:
-
El afligido invocó al Señor, y él lo
escuchó ( 92).
-
Sed valientes de corazón los que esperáis en el Señor (30).
Alfredo Arrebola
Villanueva Mesía-Granada,
Junio de 2020.