Para la sección Microensayos del blog Ancile, traemos el artículo que lleva por título: La peste de Albert Camus. Una reflexión al hilo del confinamiento, del profesor y filósofo Tomás Moreno.
LA PESTE DE ALBERT CAMUS.
UNA REFLEXIÓN AL HILO DEL CONFINAMIENTO
En su excelente ensayo El hombre imaginario. Una antropología literaria, el profesor Antonio Blanch –teólogo y filósofo- señalaba que -según la taxonomía del gran antropólogo y mitólogo francés Gilbert Durand (Las estructuras antropológicas de lo imaginario)- las imágenes más arcaicas sobre el mal en las más diversas civilizaciones “podrían cifrarse en una antítesis: la de las sombras luchando contra la luz, siendo la luz el símbolo primario de todo lo bueno y benéfico”. Así, pues, la primera y fundamental agrupación de imágenes primordiales -comenta el ilustre catedrático de la Universidad de Comillas- establecería un “régimen nocturno” frente a un “régimen diurno”, quedando englobados dentro del primero de los símbolos nocturnos.
Entre ellos se encontrarían todas las imágenes que indican mancha, impureza, suciedad, ceguera, oscuridad -la noche, las tinieblas y la sombra, por ejemplo- y otras como las de caída y abismo. En un sentido menos negativo, también pertenecerían al régimen nocturno las imágenes de reingreso en el seno original (entraña intrusa) o de reinserción en la Naturaleza[1]. Dentro de la constelación de lo impuro, podrían señalarse otras imágenes metafóricas del mal, tales como la de lo corrompido, la del cuerpo en estado de descomposición o la del contagio físico infeccioso provocado por una determinada epidemia, sea la peste, la viruela, la malaria o cualquier otra plaga. Ya el clásico latino Tito Lucrecio Caro en su famosa crónica poética De Rerum Natura evocaba una de ellas en la que “enfermedades de esta especie / causadas por mortíferos vapores, / en los pasados tiempos devastaron / los campos de los términos Cecropios, / e hicieron los caminos, soledades, / dejaron la ciudad sin pobladores”.
Muchos otros ejemplos sobre la peste y el contagio podrían aducirse aquí –como nos recuerda oportunamente Blanch- desde la mítica peste de Tebas, que decide del fatal destino de los Atridas, en
Edipo rey y en Antígona de Sófocles, etc., hasta la infección maléfica que contamina la ciudad en Muerte en Venecia (1912) de Thomas Mann o la mortífera y universal infección declarada en Orán, en la novela La peste (1947), de Albert Camus. Todas ellas concebidas como magníficas parábolas de grandes males que afectan a la colectividad o asedian al hombre hasta destruirlo del todo[2].
Pero detengámonos por un momento en esta última. En ella se nos describe cómo “un día 16 de abril, el doctor Rieux, de Orán, encontró una rata muerta en la mesa de su despacho. Después aparecieron más. Muchas más. Cientos, miles de ratas agonizantes, que surgían de los pozos y las simas urbanas, invadían las calles, los hogares, las tiendas, para morir al sol, aplastadas o descompuestas, decapitadas o febriles, una a una o en tropas fétidas”[3]. Portadoras de la peste, el mal se extiende incontenible, las ratas lo inficionan todo, contagiando inmisericordes a los habitantes de la ciudad. Los muertos se multiplican día a día. La ciudad se halla aislada del resto del mundo. Y en ese estado de sitio, la vida prosigue, extraña, atemorizada y vulnerable. Hay quien trata de distraerse y aturdirse; hay quien se ve atenazado por el miedo, y hasta quien saca provecho de tan trágica situación para lucrarse; hay también quien se esfuerza valerosamente por luchar. En tal ambiente caótico y enrarecido por el mal el protagonista intenta contrarrestar los poderes maléficos dominantes luchando denodadamente contra la terrible infección.
La vida sigue, pero se trata de otra vida. La cuarentena separa a unos hombres de otros. La ausencia diaria de un amigo o de un pariente llega a no advertirse. Poco a poco, el azote de la enfermedad (en la que se halla simbolizada la peste de la ocupación nazi en Europa) remite: la epidemia se ha estabilizado. Cesa la amenaza: la ciudad recobra la libertad y sus habitantes se entregan nuevamente al sueño de la inconsciencia. Pero Rieux invita a permanecer vigilantes pues “el bacilo de la peste no desaparece nunca”.
La novela de Albert Camus que describe tan alarmante situación es la crónica de una imaginaria epidemia de peste en Orán (Argelia) en un tiempo innominado del siglo XX. Los acontecimientos, narrados en tercera persona por el doctor Rieux, aun siendo ficticios se perciben vívidos y lacerantes como una torturante pesadilla transmutada en un episodio dramáticamente real[4]. “La peste-reflexiona Felipe Mellizo- no es solo un error patológico: es un horror teológico. Impresiona porque distribuye la muerte de manera democrática, con equidad estadística, castigando los delitos colectivos con una pena colectiva. Porque como decía Schweitzer, la peste es en verdad un castigo, recae sobre todos aquellos que han preferido los discursos a las alcantarillas”. En su opinión, las grandes epidemias son formidables acusaciones contra la injusticia y la ineficacia, escondidas en la ciudad alegre y confiada durante algún tiempo, hasta que de pronto, los principios esenciales del equilibrio biológico se rompen, se cascan como huevos podridos y expanden irresistiblemente su hediondez. Tiene la Humanidad, desde siempre, tal conciencia de culpabilidad, que no es extraño el grito repentino de la muchedumbre ante la epidemia “¡Nos lo hemos merecido!”.
Para el ilustre e inolvidable escritor y periodista cordobés[5] no hay nada menos espectacular que una epidemia, porque debido a su duración, las desgracias tremendas se vuelven monótonas. Albert Camus nos relata el drama de la ciudad condenada con una frialdad técnica en la descripción de los “hechos” paralela a la técnica descriptiva utilizada en sus informes por epidemiólogos e historiadores. Hablando precisamente de la peste, prestigiosos historiadores españoles de la Medicina, llegaron a escribir que “en las epidemias se acumulan rasgos y consecuencias tan desastrosas, que las fuentes apenas pueden detenerse en la narración de las concretas muertes. El número embota la sensibilidad para el caso particular”[6]. Desgraciadamente.
TOMÁS MORENO
[1] Antonio Blanch, El hombre imaginario. Una antropología literaria PPC, Madrid, 1996, pp. 250-251..
[2] Antonio Blanch, op. cit. pp. 253-254.
[3] Felipe Mellizo Literatura y enfermedad, Plaza & Janés, Barcelona, 1979, p. 53-55.
[4] Para el tratamiento literario de la temática de la peste y de otras epidemias letales vid. René Girard, “La peste en la literatura y el mito”, en Literatura, mímesis, antropología, Barcelona, Gedisa, 1984, pp. 143-160.
[5] Felipe Mellizo, op. cit., p. 56-58.