EPÍLOGO A LA CUESTIÓN
DE LA BELLEZA
EN LA REALIDAD Y LA REALIDAD EN LA
BELLEZA
La complejidad del mundo y la
interacción inexcusable de nosotros –entidades vivas- con la realidad y
naturaleza del mismo, a día de hoy es algo incuestionable. Que la realidad
–física, material- crea la conciencia (desde
la óptica de la biología, es un epifenómeno del cerebro) es una concepción
sobre la que la ciencia, hasta el siglo XX, nunca mantuvo discusión alguna. Hoy
sabemos que la cuestión no es tan simple, y que muy bien puede ser al
contrario, y que la conciencia pueda crear o influir en lo que la realidad sea,
no es una idea en modo alguno descabellada. No es que yo me incline por un
antropocentrismo irreflexivo (regido por el famoso y harto controvertido
principio antrópico), más bien al contrario, tal vez la conciencia no sea en
modo alguno patrimonio exclusivo de la estirpe del hombre. De hecho puede que
el enigma de la conciencia sea en realidad un hecho inequívoco e incontestable
que se presenta en el mundo y que ofrece a aquella, a la conciencia, como una
incógnita y enigmática existencia que en la naturaleza se manifiesta con la
misma contundencia a como puedan ofrecerse las características o propiedades
más incontestables de la materia (la masa, la carga, la gravedad …. a través de
las cuatro fuerzas o interacciones primordiales de la misma[1]).
En
cualquier caso nos parece oportuno tener en consideración una fundamental
distinción entre conciencia y pensamiento. Sobre todo porque el pensamiento es
la manifestación condicionada de nuestro ego, el cual acaso no hace sino
desvirtuar, a través de su visión prejuzgada de sí y del entorno, la realidad a
la que aspira la conciencia como capacidad uniabarcadora, totalizadora u
holística de entendimiento. La memoria y su fundamento temporal no deja
entrever la realidad total –e intemporal- a la que aspira la conciencia y que
tiene como primordial singularidad la potencialidad del ejercicio creativo, el
cual aspira a la generación de lo nuevo, y por tanto lejos del anhelo de ser algo y de alargar la duración de esa memoria condicionada que caracteriza al yo.
La percepción
de la belleza y su valoración singular se viene a manifestar también en el
ejercicio creativo (y en el reconocimiento de lo bello en la naturaleza), pues vincula nuestra conciencia a la atención
precisa para reconocer nuestro condicionamiento y manipulación psicológica, y
en este darse cuenta, posibilitar el acceso a la realidad de lo nuevo, de lo
bello e intemporal. Hablamos de una conciencia libre, no obligada por lo
prejuzgado de la memoria y el pensamiento y del juicio y que invita a la nada, la
nada que será primordial ya que de ese vacío es de donde sólo puede surgir la
verdadera creación y la más sublime capacidad
–intuición- para el reconocimiento de la belleza. Si estamos atentos a la
verdadera naturaleza de nuestro pensamiento –separador siempre, proclive al
dolor y sufrimiento, que el tiempo y espacio propician- constatamos la realidad de la conciencia
–siempre unitiva- ,y desde la que será posible la obtención y la contemplación
de la belleza, la verdad e incluso el amor genuino.
Si en lo que la realidad sea tiene mucho que ver la conciencia (seguimos manteniendo las tesis cuánticas de la estructura y origen de la naturaleza), ¿es el tiempo y el espacio supuestas realidades creadas por la conciencia? ¿O sería más correcto decir que son creados por el pensamiento? Si atendemos a la cuestión de la belleza como ejercicio creativo y portador de verdad no parece que pueda tener continuidad y por tanto estar sujeta al tiempo, si es que en verdad es apreciada en cierto modo siempre de manera nueva, como si el que está embelesado por el objeto bello hubiese muerto y renacido a aquella verdad plena y llena de belleza, perpetuamente.
Francisco Acuyo