MIGUEL RODRÍGUEZ ACOSTA, SEGÚN RAFAEL MONEO
Miguel Rodríguez-Acosta pronto supo que él quería ser pintor. Que había nacido para ser pintor, como José María Rodríguez-Acosta, su tío, a quien de niño veía afanado en su estudio del Carmen, que con tanto cuidado había construido junto a la Alhambra y desde el que se divisaban la ciudad y la vega. Y aunque asumió con respeto las obligaciones heredadas, nada le distrajo de aquella que consideraba su verdadera vocación, pintar. Ser pintor ha sido siempre su deseo y bien cabe decir que lo ha cumplido y satisfecho con creces.
Quien pinta, descubre el mundo a su alrededor antes de pintar y con sus cuadros nos muestra cuál es su visión del mismo. Así ha procedido en el pasado Miguel Rodríguez-Acosta cuando nos ha instruido acerca de los muchos mundos de los que ha disfrutado a lo largo de su vida, pero los cuadros que ahora cuelgan en las paredes de la galería de Marita Segovia no hablan tanto del mundo que le rodea cuanto de lo que para él es la pintura. Para él, la pintura ya no es el contarnos cómo ve la figura en un paisaje o cómo se adivinan las cúpulas y las torres venecianas en medio de la espesa niebla de la laguna. Encerrado en su estudio -que no es otro que aquel en que se inició de niño en la pintura, y en el que todavía, afortunadamente, hacen acto de presencia algunas telas del constructor del Carmen- Miguel Rodríguez-Acosta pinta todos los días con una devoción y un respeto monásticos. Tan sólo le interesa pintar y la pintura. Y ¿qué es lo que pinta? Sí, Miguel Rodríguez-Acosta pretende mostrarnos ahora qué es para él la pintura, pero también sus cuadros nos cuentan quién es el pintor, son un fiel reflejo de su persona, hasta el extremo de poder afirmar que pintura y pintor son una misma cosa. En la pintura, en el pintar, se nos muestra quién es el pintor. A la pintura traslada lo que son sus intereses y afanes. Me imagino a Miguel Rodríguez-Acosta dispuesto a pintar ante un lienzo virgen, terso. Le tienta, ante todo, el color, cubriendo con él por completo la tela. Los colores no son nunca primarios, elementales. Los sutiles matices que los distinguen hacen incluso difícil el nombrarlos. Al pintor le embarga la duda angustiosa de cuál sea el color por el que inclinarse, de cuál sea aquel que más se acerca a su estado de ánimo o la hora del día que refleja el jardín. No sólo el color lo atrae. También se siente atraído por ver aparecer la forma en el lienzo e inmediatamente se encuentra con aquellas que proceden de los perímetros de la tela sobre la que trabaja. De ahí que adivinemos en estos cuadros geometrías elementales, rectángulos, que en unas ocasiones se dibujan desde el contorno y que en otras se configuran como superficies. La forma, sin referencia alguna figurativa, geométrica, abstracta, se convierte en mero soporte de la materia pictórica, haciendo posible que ésta se haga visible, se perciba.
Pero pintar no es sólo comunicarse con los lienzos. Para el pintor, la pintura implica una servidumbre disciplinar que no es posible olvidar. Quien pinta sabe que hay que contar con pigmentos, con aceites que los disuelven y absorben, con los pinceles con que éstos se ex-tienden sobre el lienzo. El pintor sabe bien cuán definitivo es el momento en que el pincel encuentra el lienzo. Veo entonces a Miguel Rodríguez-Acosta dejándose llevar por el epifánico instante en que la pincelada, la impronta de la brocha, el rasguño del carbón, dejan su marca en e] lienzo, depositan en él la huella del gesto de la mano del pintor cuando trabaja.
De ahí que los cuadros de Miguel Rodríguez-Acosta sean tan personales, nos digan tanto acerca de sí mismo, acerca de su vida como pintor. Una vida que le ha hecho disfrutar mucho, en su deambular por el mundo, de lo que ha sido la pintura a lo largo de los años. Hay siempre en sus cuadros una reflexión acerca de lo que ha sido la historia de la pintura. A veces su pincelada tiene la ligereza de los impresionistas, otras la densidad de los pintores que arrancan de Cézanne y que todavía está presente en algunos pintores americanos como Diebenkorn. Imposible pintar sin pensar en otros pintores, cn otras gentes que también se encontraron un día con el enigma del lienzo limpio, blanco, oliendo a nuevo, a imprimación ya madera fresca.
Y así, los cuadros de Miguel Rodríguez-Acosta nos hacen pensar en el placer de pintar. Cuando cada mañana entra en su estudio dispuesto a cumplir con sus deberes, sabe que han dejado de ser tales para convertirse en el más placentero de los quehaceres, y se alegra al verse fiel a su vocación, a su deseo manifiesto, desde su primera juventud, de ser pintor. Es el amor a la pintura, al oficio de pintor, al que Miguel Rodríguez-Acosta ha servido con tanta lealtad, lo que se percibe en estos cuadros y ]o que hace que nos sintamos tan profundamente atraídos por ellos.
Rafael Moneo
Madrid, febrero de 2011