Ofrecemos la tercera entrega (de las cinco previstas) de El legado de Teresa de Jesús, y sus Afinades entre la espiritualidad de Santa Teresa y la de Edith, Simone y Etty, aprovechando el centenarario del nacimiento de la Santa, por el profesor y filósofo Tomás Moreno para el la sección Microensayos del blog Ancile
AFINIDADES ENTRE LA ESPIRITUALIDAD
DE SANTA TERESA Y LA DE EDITH, SIMONE Y ETTY
III.
Afinidades entre la espiritualidad de Santa Teresa y la de Edith, Simone y Etty
Finalmente
debemos señalar la sorprendente coincidencia de los rasgos de cristocentrismo, kénosis y compromiso con el
mundo y valor de la oración, que ya encontrábamos en la doctrina mística de
Santa Teresa y que presiden también el programa espiritual y el itinerario
vital de cada una de ellas. Detengámonos en analizarlos brevemente.
Cristocentrismo
En Edith
Stein el proceso de su conversión tiene como figura y eje central su encuentro con Cristo, como muestra
explícitamente en sus escritos. Como antes apuntábamos (en la cita de su magna
obra “La Ciencia de la Cruz”), la experiencia intima que le conduce
a la conversión y a la fe, no sabe de mediaciones de tipo doctrinal o
intelectual. Se trató, más bien, de un suceso extraordinario posibilitado por
una experiencia de encuentro personal con Cristo y facilitado y propiciado por
la lectura, la meditación religiosa y la oración.
Según el testimonio de
la propia Edith, uno de los momentos
decisivos para su conversión fue la lectura de la Vida de santa Teresa de Jesús, en el verano de
1921 en Bergzabern. Se hallaba Edith de visita en casa de una amiga, la
fenomenóloga Hedwige Conrad-Martius. Tomó
al azar de la biblioteca el libro de la mística castellana: “Empecé a leer -escribe-, y fui cautivada inmediatamente,
sin poder dejar de leer hasta el fin. Cuando cerré el libro, terminada la
lectura me dije: Ésta es la verdad”[1].
Al día siguiente, se
apresuró a comprar en la ciudad un
catecismo y un misal. Tras asistir a una misa en la parroquia, decidió recibir
el bautismo. El 1 de enero de 1922 Edith
se bautizaba en Espira con el nombre de Teresia
Hedwige. Su madrina, Hedwige
Conrad-Martius (de religión evangélica), recuerda aquel día con estas
palabras: “lo más bello de todo era su alegría radiante, una alegría infantil”[2].
Otras
dos intensas experiencias especiales habían de abonar el terreno espiritual que
fructificaría en su conversión. La primera en la Selva Negra con ocasión del
rezo de una oración comunitaria por parte de una familia campesina, al alba,
antes de comenzar su faena en el campo. La otra, encontrándose en Francfurt,
acompañada de su amiga Pauline Reinach,
Edith asistirá a una experiencia mucho más impresionante todavía que la
conmueve profundamente:
“Entramos unos minutos en la catedral
-escribe en su impresionante autobiografía-- y, mientras estábamos allí en respetuoso silencio, llegó una señora con
su cesto del mercado y se arrodilló profundamente en un banco, para hacer una
breve oración. Esto fue para mí algo totalmente nuevo. En las sinagogas y en
las iglesias protestantes a las que había ido, se iba solamente para los
oficios religiosos. Pero aquí llegaba cualquiera en medio de los trabajos
diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Esto no lo he
podido olvidar”[3].
Formada en el ámbito de
la Escuela fenomenológica de Husserl,
y el la filosofía de los valores de Max
Scheler, tras su conversión y paralelamente a su aproximación al
catolicismo se adentra en la filosofía medieval tomista (al hacer la traducción
al alemán y la adaptación didáctica de un arduo texto de Tomás de Aquino, De veritate;)
para, finalmente, aproximarse a la teología y la mística de Santa Teresa de
Jesús y de San Juan de la Cruz. Su última obra, terminada en Holanda, La Ciencia de la Cruz, se inspirará en
esos dos grandes místicos nuestros. A Teresa le dedicará un estudio sobre su
mística: “Castillo del Alma: Reflexión
sobre el castillo interior de Teresa de Ávila”.
En
el caso de Simone Weil fue, también,
una intensa experiencia místico-espiritual
la culminación de su acercamiento a Cristo,
la finalización de una trayectoria hacia Él, que hasta entonces había consistido fundamental e
inconscientemente en un compromiso con los pobres y desheredados de este mundo.
Como escribe su íntima amiga y biógrafa Simone
Petrement, en su monumental biografía de Simone[4],
esta experiencia decisiva resulta tanto más sorprendente en una mujer
tremendamente racionalista, desconocedora hasta ese momento de todo lo
referente a la experiencia mística y a la mística en general (que comenzó a
leer a partir del momento de su conversión):
En mis razonamientos sobre la
insolubilidad del problema de Dios, no había previsto la posibilidad de algo
como esto, de un contacto real, aquí abajo, de persona a persona, entre un ser
humano y Dios. Había podido hablar vagamente de cosas de este tipo, pero nunca
había creído que realmente sucedieran… En los Fioretti como en los Evangelios,
las historias de aparición me provocaban rechazo más que otra cosa. Nunca había
leído a los místicos”. Incluso, añade, que durante todo ese proceso
no ha rezado nunca, por miedo al poder de sugestión de la oración (A la espera de Dios, 41-42)[5].
Pues
bien, la trayectoria de Simone hacia
Cristo no es repentina ni sobrevenida, sino resultado de un proceso que
presenta estos tres momentos decisivos: El primero se produjo en 1935, tras su
durísima experiencia de la fábrica. Simone había quedado tan destrozada que
ella misma confesará que, desde entonces, cuando alguien la trataba sin brutalidad, tenía la sensación inevitable de que allí había un error. En este
estado de ánimo la llevan sus padres de vacaciones a Portugal, y allí, en un
pueblo perdido de la costa atlántica, tiene lugar la famosa escena en la que
viendo a las mujeres de los pescadores en una procesión y oyendo sus cantos, “tuve la certeza de que el cristianismo es la
religión de todos los esclavos de la tierra, que los esclavos no pueden evitar
abrazarla y yo entre ellos” (ibid, 41-42).
Su segundo contacto con
el cristianismo se le presentó durante su primer viaje a Italia, que realizó en
solitario, en 1937, a continuación de su estancia en la guerra de España y de
la grave quemadura en la pierna que la obligó a regresar del campo de batalla
español. Precisamente en Asís -el
lugar donde Cristo se dirigió a San Francisco, y ante el espectáculo de la
belleza y la serenidad de la naturaleza- tuvo lugar una intensa experiencia
estética que se transformó en extática:
“Allí, algo más fuerte que yo hizo que me
arrodillara por primera vez en mi vida” (ibid.,40-41). Es importante
subrayar, en este punto, que la mística
de la misericordia no excluye todo lo que cabe de arrobamiento en la
experiencia de la belleza[6].
El tercer momento, el más decisivo y definitivo en
su camino hacia la conversión religiosa, tuvo lugar en la Semana de Pascua de
1938, vivida en la abadía de Solesmes, donde asiste a los oficios con su madre
y se extasía con el canto gregoriano. La recitación/lectura de un poema sobre
el amor (Love de George Herbert), se convierte “sin saberlo (ella) en una oración” y
le revela la presencia de Cristo. Así nos lo confiesa y describe en “A la espera de Dios”:
“Cristo
se hizo presente y me tomó […]. En este súbito apoderamiento de mi ser por
Cristo, ni los sentidos ni la imaginación tuvieron nada que ver; sólo sentí a
través del sufrimiento la presencia de un amor semejante al que se observa en
la sonrisa de un rostro amado”. Y aclara que se trataba de: “una presencia más personal, más cierta, más
real que la de un ser humano, inaccesible
a los sentidos y a la imaginación, análoga al amor” (A la espera de Dios, 42).
Lo más sorprendente de todo es que: “desde ese instante el nombre de Dios y el de
Cristo se han mezclado de forma cada vez
más irresistible en mis pensamientos” (Pensamientos desordenados, 58)[7].
Su total Cristocentrismo se revela, finalmente, en
un texto epistolar dirigido a su amigo Gustave
Thibon poco antes de morir, anunciándole se encamina a buen puerto, con estas palabras, que no pueden leerse sin
experimentar una sacudida:
“Lo que yo llamo buen puerto, como usted sabe, es la cruz. Si no me es
dado merecer algún día la participación en la cruz de Cristo, sea al menos en
la del buen ladrón. De todos los personajes, aparte de Cristo, que aparecen en
el evangelio, el buen ladrón es con mucho el que más envidio. Haber estado
junto a Cristo en su misma situación, durante la crucifixión, me parece un
privilegio mucho más envidiable que estar a su derecha en la gloria”[8].
El caso de Etty Hillesum es especial. Ya que si bien no puede hablarse de
Cristocentrismo en su apasionante y profunda experiencia religiosa, dado que al
parecer no nos consta conociera profundamente a Jesús, su mensaje, sin embargo,
pareciera desmentirlo, tan cercano es a las enseñanzas de él. El punto de
partida de su itinerario espiritual hacia una religiosidad mística se origina
en su juventud: la lectura de Rilke,
primero, de la Biblia y de san Agustín y el descubrimiento de la
espiritualidad de Francisco de Asís, después, guiada por su íntimo amigo y
maestro Julius Spier “el partero de
su alma”-de quien estaba enamorada- la llevan progresivamente a una espiritualidad mística que le abrirá al
conocimiento profundo de su propia alma.
En su Diario, escrito en su pequeña habitación de Ámsterdam (en once
cuadernos escolares) dos años antes de su muerte, Etty nos descubre y nos
revela o describe como Teresa en sus Moradas, su trayectoria interior, su
viaje hacia la interioridad que es el único que nos puede llevar junto a Dios: “Y a este mí misma, a este nivel de mi ser,
el más profundo y el más rico de todos y en el que me recojo, yo le llamo Dios”.
Un Dios interior que identifica con el
verdadero Amor y que sólo se encuentra desde la
humildad, el olvido de sí, la renuncia y la abnegación.
Es curioso que Etty Hillesum (como Simone Weil, en Asís, y como E. Stein, en la
catedral de Frankfurt) también relate el inicio de su conversión religiosa
ligado al hecho de sentir una necesidad inexplicable de arrodillarse ante un Dios del que apenas había oído hablar. Etty anota en su Diario:
“Esta tarde me he encontrado arrodillada, de repente… Siento en mí, de
vez en cuando, una profunda aspiración a arrodillarme, con las manos en el
rostro, y a encontrar así una paz profunda poniéndome a la escucha de una
fuente escondida en lo más profundo de mí misma”[9].
Relato éste que recuerda la vía que propone Santa
Teresa de Ávila, de la interioridad en
el encuentro con Dios.
Tanto en sus Cartas[10] como en el Diario 1941-1943[11], Etty nos ofrece una de las
descripciones más impresionantes y conmovedoras de la literatura femenina sobre
el holocausto (que nos recuerda las de Ana Frank, Adelaide Hautvail o Margaret
Buber-Neumann). Y en ellos confiesa reiteradamente que su comportamiento en Westerbork no hubiera sido posible sin
la presencia (aparentemente invisible e imperceptible) de Dios, que la hace
sentirse “protegida, segura e impregnada de eternidad”, aunque esta experiencia
resulte difícil de expresar en un momento en que Dios parecía haber abandonado
el mundo y estar ausente de los Campos de exterminio de Europa.
A la destrucción inclemente impuesta por los nazis, Etty opone su sensibilidad femenina,
desarmada pero no exenta de armas simbólicas; quiere ser “el corazón pensante de los barracones”.
Quizá lo que quiere salvar por encima de todo es la conciencia moral en un momento en que toda responsabilidad parecía diluirse. A ella le obsesiona todo esto y sobre todo: el odio indiferenciado al enemigo, la presencia del resentimiento en nuestro interior -que nada tiene que ver con la sana indignación moral por sus crímenes-. Y citando las palabras del evangelio: “Ama a tus enemigos”, afirma “Y si somos nosotros quienes lo decimos, tendrán que creer que es posible”.
La reflexión sobre el problema del
mal y del sufrimiento está en el centro del discurso femenino de nuestras
protagonistas, que no se dejaron arrastrar por la dinámica del odio, sino que
se aferraron a un resquicio de esperanza determinada por una inesperada
experiencia personal, que fue, en todas ellas, el motor del proceso de
conversión que cambió sus vidas y su percepción del mundo (Continuará).
Tomás Moreno
[1] Citado en. A.
López Quintás, Cuatro filósofos en busca
de Dios, op. cit.
[2] “¿Qué le movió a
la conversión definitiva a la fe cristiana, en cuyos aledaños se había movido
largo tiempo?”, se pregunta A. López Quintás. Conviene meditar en el siguiente
párrafo de su trabajo sobre “causalidad psíquica”, publicado el mismo año del
bautismo: “Hay un estado de descanso en Dios, de total suspensión de toda
actividad del espíritu, en el que no se pueden concebir planes, ni tomar
decisiones, sino que, haciendo del porvenir asunto de la voluntad divina, se
abandona uno enteramente a su destino. He experimentado este estado hace poco,
como consecuencia de una experiencia que, sobrepasando todas mis fuerzas,
consumió totalmente mis energías espirituales y me sustrajo a toda posibilidad
de acción” (apud A. López Quintás, op. cit., pp. 141-142)
[3] Estrellas amarillas. Vida de una familia
judía, Editorial de Espiritualidad, Madrid, 1992 , p. 318.
[4] Simone
Pétrement, Vida de Simone Weil, op.
cit.
[6] Sólo
lo sitúa en un contexto más amplio y menos exclusivamente positivo, a la vez
que impide que se la desgaje de ahí. Y la clave de ello está en la palabra que
usa Simone al explicarlo: ella no habla de belleza ni de serenidad, sino de
“pureza” (“incomparable maravilla de pureza”). La belleza como pureza se
convierte siempre en llamada, en exigencia, perfectamente compatible con la
identificación con los desheredados, que no es sino otra forma de pureza. Es
una concepción de belleza radicalmente distinta de su uso posmoderno, que sólo
ve en ella un consuelo (engañoso quizá, pero ¡qué importa eso si funciona!)
contra la brutalidad de lo real.
[7] Simone Weil, Pensamientos
desordenados, Trotta, Madrid, 1995.
[8] Citado en Simone
Pétrement, Vida de Simone Weil, op.
cit. Para todo este episodio Cfr. Laura Boella, Pensar con el corazón. Hannah, Arendt, Simone Weil, Edit Stein, María
Zambrano, op. cit.
[9] P. Lebeau, Etty Hillesum. Un itinerario espiritual,
op. cit. p.93, ver también Paul Lebeau, Etty
Hillesum Amsterdam 1941- Auschwitz 1943, Sal Terrae, Santander, 2003.
[10] Publicadas con
el título de El corazón pensante de los
barracones. Cartas, op. cit.