Incluimos en esta entrada el cuento inicial que abre el conjunto de relatos breves titulados Ciudad de arena, en su versión española, traducida por el grupo Traducir la voz lírica, de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad de Granada, coordinado por la profesora Joëlle Guatelli Tedeschi, de quien ofrecíamos en la primera entrada dedicada a este libro, un fragmento de su interesante y revelador prólogo.
ALBANE
o
Las moradas ancestrales
Hoy, las hierbas altas han invadido las alamedas, el patio y la mayoría de las dependencias de La Grande Lavaudière. Han crecido por escaleras y umbrales, se introducen bajo los portones de las granjas cerradas, cubren el brocal de los pozos. Hay hierba por todas partes, en los fosos, en los taludes, en el camino que lleva al bosque; vigorosa y tupida. Ayer llegaba hasta las viejas moradas en el fondo de los patios adoquinados; hoy, crece ya en el interior, a la sombra fresca de las losas dispares y va al encuentro de briznas ávidas que ya están cruzando el umbral, como queriendo trazar un camino de hierba.
Desde que se marcharon los hombres, las dos mujeres han ido retrocediendo ante el inexorable avance vegetal, cansadas de luchar contra zarzas, gramíneas y fresnos, renunciando a los privilegios del espacio para proteger mejor el pequeño refugio que han habilitado en la vivienda. Allí se retiraron, protegidas del mundo, Albane, la niña, y la vieja, siempre alerta. Fuera, árboles y matorrales alzan por doquier una cortina de verdes frondosidades y la finca La Grande Lavaudière, enorme cuando los hombres la mantenían, parece hoy minúscula en medio de la naturaleza inmensa.
La historia de su vida común se inicia mucho antes. Albane sólo tiene unos meses. Su madre ha muerto al traerla al mundo. Su padre administra, él solo, con gran esfuerzo, los trabajos de la finca. También está la vieja, abnegada, solitaria. Cría a la niña. Y, además, cuatro o cinco hombres, temporeros, que trabajan la tierra y terminan prendados por La Grande Lavaudière.
El tiempo discurre, como un camino tranquilo, al ritmo de las cosechas.
Lejos hay guerra, una guerra absurda y loca como todas las guerras.
La vida da un vuelco.
Llegan soldados que enrolan a los hombres. Todos marchan camino de la noche, más allá de las colinas, más allá de las fronteras. Tras ellos, la finca aislada desaparece.
La vieja se queda sola, cría a la niña, oteando por si regresan los hombres. Ni uno sólo volverá. Durante meses, esperará sin descanso.
En este punto, el tiempo se detiene.
Al principio, la vieja intentó mantener los trabajos de la finca. Primero pensó en llamar a dos o tres trabajadores que pudieran ayudarle a cuidar los prados y a recoger las cosechas, pero faltaban brazos en una zona donde muchos hombres nunca volvieron de la guerra. Además, ¿quién hubiera querido vivir en aquellas tierras, lejos de todo, perdido en el bosque y en el campo, con la única compañía de una vieja y una niña salvaje? La Grande Lavaudière se volvió todavía más solitaria. Allí creció Albane, alejada de los niños de su edad, un poco secreta, un poco arisca. La vieja quería a la niña, vivía sólo para ella. Cómplice de sus juegos, escuchaba siempre sus historias, enriquecía sus sueños.
La pobre mujer luchaba también contra el crecer desmesurado de los matorrales. Escardaba, talaba, desbrozaba, segaba en vano. El horizonte iba desapareciendo tras la amenazante profusión vegetal. Era como si toda la naturaleza se vengase por haber estado tanto tiempo retenida. Sin embargo, en el fondo del patio, la vivienda en la que se habían atrincherado las dos mujeres contrastaba con la exuberancia circundante.
Era patente la orgullosa tenacidad con que la vieja y la niña defendían el angosto territorio que se veían obligadas a ocupar. Toda la energía de una de ellas servía para edificar murallas invisibles que frenasen la verde progresión de esencia vegetal. La otra, por el contrario, en la tímida femineidad de su edad, domesticaba la naturaleza insumisa. Todos los días, Albane se pasaba las horas corriendo por los oquedales de la finca, internándose en los bosques, hendiendo con su cuerpo el sendero de hierbas altas. La naturaleza penetraba en ella como un escalofrío de fuerzas vivas.
Niña como era, Albane hablaba con el viento y éste, a veces, le respondía. Quién sabe si cada árbol, cada pájaro, cada piedra del camino, tenían entonces un nombre, un lenguaje, un alma que la niña viniera a escuchar en secreto, con la esperanza algo difusa de compartir con ellos sus propios sueños. Albane conocía el canto de los pájaros, el nombre de los manantiales que murmuran al acercarse los humanos, la costumbre de las lagartijas que van siguiendo por las paredes la progresión del sol. Sus correteos alocados solían llevarla a la otra punta de la finca, por sendas inexploradas, por colinas lejanas, por setos exuberantes en los que, de pronto, desaparecían las tapias. Albane vivía en un sueño el fulgor de su edad.
Luego, llega el tiempo de recorrer la mansión olvidada. La vieja está ya tan débil que Albane no se atreve a alejarse de ella. Sencillamente, la mansión la atrae, se revela poco a poco. La niña se dedica a explorar los edificios de la finca. La gran mansión en la que antaño vivían sus padres y en la que las dos mujeres sólo ocupan hoy una habitación que da al patio, resulta todo un mundo por descubrir. No hay plantas, estancias o rincones que no quiera conocer. Durante días, y puede que semanas, Albane va en pos del pasado, tejiendo lazos con sus orígenes. Pero las cartas, los objetos, los muebles, reticentes a despertarse, no pueden renunciar a su inmovilidad secular. Albane siente, sin saber por qué, una inquietud sorda, un malestar al abrir los sobres amarillentos, los armarios cuya madera chirría, los bargueños de marquetería que esconden celosamente sus secretos.
Siente que sus gestos ultrajan la pureza de sentimientos que cada objeto sigue reflejando. Siente que, al intentar descubrir lo que oculta cada una de las estancias, está forzando un mundo sólo cerrado para ella.
Para que su turbación desaparezca, Albane habrá de descubrir, al fondo de la morada, una minúscula escalera, de ésas que el tiempo roe y desbarata, cuyo rancio olor a polvo, al emerger los recuerdos más lejanos, consigue provocar un luminoso despertar de los sentidos.
Tiene que colarse, subir por ella hasta la puerta de un granero.
Tiene que abrirla, en un último gesto de niñez…
Ahí, ante ella, a la luz olorosa del granero descubierto, hay un árbol. Atónita, maravillada, Albane no se atreve a acercarse. Y hela aquí que mira, sin ni siquiera intentar comprender, aquella evidencia vegetal.
Hace algunos años, el tejado de la mansión se había hundido en parte, debido a la rotura de la viga cimera. El árbol, cuyo ramaje penetraba por el boquete de la techumbre, ocupaba todo el espacio. Había echado raíces en el propio suelo, entre las vigas, en el espesor terroso del piso en descomposición y se alzaba hacia el cielo con el fervor tierno y feliz de los brotes nuevos. Con el tiempo, había otorgado al desván la protección de la que éste carecía, cubriendo con su cortina de follaje la abertura del tejado.
Las raíces ondulantes, que Albane veía por el suelo, se extendían por la estancia, como si el árbol, consciente del riesgo que infligía a toda la vivienda, hubiese deseado simplemente repartir su peso. Y de ese modo creció, con toda naturalidad, y su presencia soberana difundía por el granero la fuerza vital que sacaba de él.
Albane se acercó, atraída por lo recto del árbol: pensaba en la vieja.
Se apoyó en el tronco, con los ojos cerrados, las palmas abiertas, la cabeza hacia atrás y el cuerpo erguido contra la albura. Sintió algo parecido al calor. Se pegó todavía más al árbol, adoptando sus formas antes de dejarse caer hasta el suelo, en pos de su vida subterránea. Allí fue descubriendo cada una de sus raíces, se dividió para seguir mejor las caprichosas fibras leñosas. Insensiblemente se iba internando en las profundidades del suelo, adentrándose en la opacidad de esta arborescencia telúrica, apenas perceptible, sinuosa, alcanzando a veces el extremo de las raicillas desgreñadas al acabar la nervadura de las galerías.
Dispersándose por el espesor del suelo, recorría las raíces con la oscura conciencia de remontar hacia las múltiples fuentes de su vida. En la maraña fibrosa de tallos iba siguiendo un hilo tenue, continuamente ramificado, que la llevaba al fondo de la noche.
En las profundidades minerales de la tierra adormecida, se sintió arrancada de su sueño sepulcral, aspirada, absorbida, atrapada en la difusa capilaridad del vegetal. Un vigor formidable la atraía hacia el foco vivo del árbol. Esparcida, perdida, olvidada en el suelo, mil veces dividida, se dejaba llevar por la fuerza, el impulso, la aspiración vital de las activas canaladuras, subiendo ya por los surcos más amplios de las raíces madre para alcanzar, en la unidad fibrosa de la madera, el sordo espesor del tronco.
Tomó al fin conciencia de su cuerpo como en pleno día, dentro del gran cuerpo protector del árbol. Sus manos ya no tocaban la superficie rugosa de la albura, sino que acompañaban a todo el cuerpo en el empuje vertical de la savia. Albane renacía, ascendía en la fuerza nudosa y tranquila de la madera. Había vuelto a encontrar el equilibrio del mundo. Conmocionada, la vida de la tierra ascendía.
Entonces se produjo algo extraordinario: la savia la guió hasta las menores ramificaciones sin que, esta vez, tuviera que dividirse. Albane estaba en todas partes, en el follaje, en las ramas, en los tallos, en las fibrillas, en los limbos apenas formados, una y múltiple. Y sentía la trémula ligereza, el fresco balanceo, la suavidad eólica.
Acababa de acceder a la vida cerúlea del árbol, abierta al mundo, a la quietud del mundo, en la simple claridad del alba recobrada.
Abajo, sin embargo, en la morada sobrecargada por el peso de las raíces, junto a la chimenea,sentada, con la mirada ausente y cruzadas las manos en un gesto de repentina y viva crispación, la vieja acababa de retener su último suspiro.
Bruno Doucey,
de Ciudad de arena