Nos complace traer a la sección de microensayos del blog Ancile, el espléndido trabajo del profesor y filósofo Tomás Moreno titulado Alicia y el misterio de los nombres. (En el ciento cincuenta aniversario de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll), con el que nos sumamos al homenaje a obra de tan singular trascendencia literaria (y extraliteraria) y a su insigne y querido autor para quien suscribe estas líneas introductorias.
ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS:
ALICIA Y EL MISTERIO DE LOS NOMBRES
Alicia
y el misterio de los nombres. (En el ciento cincuenta aniversario de Alicia en el país de las maravillas de
Lewis Carroll)
A mis amigos
poetas, y a todos los poetas en general, porque de las palabras
podemos decir lo que Nietzsche decía de las verdades:
que “son ilusiones de las que se ha
olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y
sin fuerza sensible, monedas que han
perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como
metal” y son ellos quienes las han inventado y
acuñado y, por ello mismo, los que deben cuidarlas y regenerarlas, los auténticos
fundadores y continuos recreadores del humano lenguaje.
“-Entonces, ¿de qué sirve que tengan
nombres [los insectos], si no
responden cuando los llaman?
-A ellos
no les sirve de nada –explicó Alicia-, pero sí les sirve a las personas que
les dan los nombres, supongo. Si no ¿por qué tienen nombre las cosas?
-¡Vaya uno a saber! -replicó el
mosquito-. Es más, te diré que en ese bosque, allá abajo, las cosas no tienen
nombre.” (3. “Insectos en el espejo” de Alicia
a través del espejo)
I.
¿Qué sucedería si -como ocurre en ese imaginario bosque del mosquito
carrolliano- careciéramos realmente de nombres, de palabras, esto es, de
términos universales, abstractos, con los que designar los afectos y
sentimientos, las cosas y los seres de nuestro entorno? ¿Con quién podríamos
comunicarnos? Si las cosas no tuvieran nombre o aboliésemos por decreto el
lenguaje, y con él todos los nombres y palabras del mundo, para quedarnos
únicamente con el silencio
insoportable de la afasia y del total olvido del lenguaje ¿qué podríamos,
realmente, expresar? Sólo sonidos inarticulados expresarían nuestras emociones
y afectos; solamente nuestros gestos o indicaciones ostensivas nos servirían de
vehículos o signos de comunicación, como sostuvo en su momento el heraclíteo Cratilo, quien -radicalizando la
posición de su maestro de Éfeso- consideraba que era “imposible expresar
cabalmente en todos los aspectos la verdad de
lo que cambia en el tiempo y que en vez de utilizar el
|
Lewis Carroll |
lenguaje pensó que era mejor callar y sólo apuntaba con el dedo”
(Aristóteles, Metafísica 1010 a
7-15).
Sólo
nos quedarían, entonces, dos opciones posibles que asumir o enfrentar: o el silencio o el absurdo. La primera opción sería, efectivamente, la apuntada por Kafka en una de sus Parábolas: estaríamos condenados, como
cautivos de las sirenas, a un ineluctable silencio del que jamás podríamos
liberarnos porque: “[…] las sirenas –nos recordaba el genio de Praga- tienen un arma más terrible aún que el canto:
su silencio. Aunque no ha sucedido, es quizá imaginable la posibilidad de que
alguien se haya salvado de su canto, pero de su silencio ciertamente no”.
La
segunda opción -la eliminación de las palabras o la abolición del lenguaje- fue
ya parodiada por Jonathan Swift en
su obra maestra Los viajes de Gulliver
(III, 5).
Allí el escritor inglés nos presentaba una situación similar a la indicada en el
diálogo inicial a Alicia por su interlocutor, el mosquito, y en la que se nos
demuestra -por reducción al absurdo-
la necedad y el nonsense que de tal
inconcebible situación se derivaría. En el caso de Swift se trataba de un imaginario proyecto de la Academia de Lagado consistente en un plan para
abolir todas las palabras, cualesquiera que fuesen y del cual se seguirían
grandes ventajas, tanto respecto de la
salud como de la brevedad, pues es evidente “que cada palabra que hablamos supone, en cierto grado, una
disminución de nuestros pulmones por corrosión y, por lo tanto, contribuye a
acortarnos la vida”:
“En
consecuencia, se ideó que, siendo las palabras simplemente los nombres de las
cosas, sería más conveniente que cada persona llevase consigo todas aquellas
cosas de que fuese necesario hablar en el asunto especial sobre que había que
discurrir. […] Muchos de los más sabios y eruditos se adhirieron al nuevo
método de expresarse por medio de cosas: lo que presenta como único
inconveniente el de que cuando un hombre se ocupa en grandes y diversos asuntos
se ve obligado, en proporción, a llevar a sus espaldas un gran talego de cosas,
a menos que pueda pagar uno o dos robustos criados que le asistan. Yo he visto
muchas veces a dos de estos sabios, casi abrumados por el peso de sus fardos,
como van nuestros buhoneros, encontrarse en la calle; y luego meter los
utensilios, ayudarse mutuamente a reasumir su carga y despedirse”.
Y
si, en otro caso tan impensable y absurdo como el anterior, sólo existieran nombres concretos para cada cosa o
situación, como en su caso propugnara el nominalismo filosófico, para el que
sólo existirían los individuos, las cosas singulares, los meros nombres,
relegando los universales a flatus vocis.
Ejemplo de tal posición sería la de Adso de Melk, el narrador de El nombre de la rosa de Umberto Eco, al
escribir, con su pulgar dolorido y en el frío del scriptorium del Monasterio de Melk, como culminación de su relato,
estas palabras: “stat rosa pristina
nomine, nomina nuda tenemus”. ¿Cómo
diferenciaríamos, si no, el río Nilo de la palabra “Nilo”?, recordando la aporía borgiana: “Si (como el griego afirma
en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa, en las letras de rosa está la rosa / y todo el Nilo en la
palabra Nilo” (El Golem). ¿Cómo, asimismo, entenderíamos o
comprenderíamos, lo que le ocurría a “Funes el
memorioso”, en cuyo vertiginoso mundo interior no cabía el olvido y que
“era casi incapaz de ideas generales platónicas”? Funes se cuestionaba, en
efecto, que “el símbolo genérico perro
abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma” y “le molestaba
que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre
que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)”.
Ya
antes que Borges, en pleno siglo
XII, el filósofo Pedro Abelardo (en
su tratado de lógica Ingredientibus)
se preguntaba también si el nombre de la
rosa retendría su significado en
invierno. A tal interrogante la respuesta pertinente sería que “el
enunciado de que no existe la rosa (nulla
rosa est) la convoca con su nombre sin querer”, como nos explicara Eduardo Forastieri. En efecto, “aunque
no haya rosas en invierno, cuando enunciamos su significado en una instancia de
discurso también apelamos su concepto universal. Predicamos, en consecuencia y
sin querer su nombre hasta en su misma revocación (sermo predicabilis = vox
significativa)”.
La
verdad es que sin ideas generales o conceptos universales no podríamos concebir,
juzgar, ni razonar nada. Pensar es generalizar, abstraer, poder olvidar
aspectos o detalles concretos, diferenciar lo accidental de lo esencial, lo
conceptual de lo perceptible, el concepto del percepto. Obviamente, no podríamos
pensar, abstraer ideas, limitando nuestro conocimiento a lo singular y
concreto como hace el animal. Careceríamos de lenguaje simbólico abstracto,
doblemente articulado.
II.
Pocos escritores se han adentrado con tanta fascinación en el misterioso mundo
del lenguaje, pocos han dedicado tantas páginas y tanta dedicación al lenguaje
y a su lógica como Lewis Carroll
(seudónimo de Charles Lutwidge Dodgson,
que era su verdadero nombre). Charles era un clérigo menor, físicamente
contrahecho -al parecer tenía un hombro más alto que otro- profesor de matemáticas
en Oxford. Nació en 1832 en la aldea de Daresbury, en su casa parroquial, cerca
de Warrington, en el condado de Cheshire
y murió en 1898 en el Christh Church College de la villa oxoniense donde
había vivido cincuenta años. Su padre era pastor de la parroquia, y la vicaría
donde vivía la familia estaba situada a unos dos kilómetros de la aldea. Vivió
sus primeros once años en ese ambiente de aislamiento y soledad. Era adusto,
religioso hasta la beatería, meticuloso, silencioso, tartamudo y un poco sordo.
Conservador e individuo ejemplar vivió con una secreta, aunque probablemente
casta, peculiaridad: su afición a fotografiar disfrazadas y semidesnudas
pequeñas niñas, amiguitas suyas, y a contarles sus deliciosos cuentos como los
de Alicia en el País de las Maravillas
y tantos otros.
Martin Gardner señala que “las niñas
le atraían porque con ellas se encontraba sexualmente a salvo” (¿). Vivió, en
fin, en el ambiente severo, digno de la clase media-alta de Gran Bretaña en una
época rígidamente victoriana.
Sus
biógrafos le describen como un “odd fellow”, que tanto puede significar “un
tipo odioso” como “un tipo estrafalario”. Es, junto con Shakespeare, el autor
más citado de todos los literatos británicos. Autor, entre otras, de obras como
Alicia
en el país de las maravillas, Alicia
a través del espejo, Silvia y Bruno, y
hasta una Matemática demente. Le
gustaba, como decíamos, contar cuentos a las niñas, hablar con ellas,
fotografiarlas y también el teatro, la
magia, el ajedrez, el billar, los jeroglíficos, los acertijos y las reglas
nemotécnicas. Pero sobre todas las cosas le entusiasmaban los juegos de
lenguaje, los juegos de palabras, la creación de los neologismos más
fantásticos y bienhumorados, la reflexión sobre la lógica y las palabras. Como afirmábamos
al inicio de este segundo apartado, todas sus obras tienen esa única y obsesiva
temática lógico-lingüística.
Donde,
tal vez, Lewis se muestra más creador es -como nos recordara Cabrera Infante en
su artículo Alicia resucitada a través
del espejo- es en la experimentación verbal, que tanto le interesaba y
preocupaba y que le llevó, por ejemplo, a elaborar su mejor poema absurdo,
“Jabberwocky” (“Galimatazo” en la traducción de Jaime de Ojeda), una obra
maestra donde crea, desarrolla y explica la palabra portmanteau, por ejemplo, añadiendo la revelación de la escritura
en el espejo, poema nonsense que muy
bien podría haber firmado Julio Cortázar. También aparece en sus experimentos
verbales ese personaje de las rimas infantiles inglesas, Humpty Dumpty,
convertido en su texto en un tirano lingüístico, amo de las palabras y de su
significado posible.
Pues,
bien, una profunda y útil distinción nos va a ayudar a entender, siquiera sea superficialmente,
la gran aportación carrolliana a ese mundo de la lógica y de la filosofía del
lenguaje: se trata de la distinción entre “decir” y “mostrar”, que elaborara el
primer Wittgenstein en su Tractatus
Logico-Philosophicus. Alfredo Deaño,
uno de los más brillantes introductores de la Lógica Simbólica o Formal en la universidad
española, en su magistral “Prólogo” a la obra de Lewis Carroll “El juego de la lógica y otros escritos”,
titulado “Aventuras de Lewis Carrol en el País de la Lógica”, ya nos apercibía
de esta distinción: recordándonos que una cosa es lo que Carroll dice en sus obras y otra cosa es los que
éstas muestran.
Y
lo que sus obras muestran “es la contradicción entre la exposición rigurosa de
una ciencia que es la ciencia del sentido, y la filtración, desde lo
subterráneo hasta la superficie, de la corriente del sinsentido” (ibid., p.
15). Según Deaño los escritos lógicos de Carroll muestran por lo menos dos
cosas: “que la lógica, obedecida hasta sus últimas consecuencias, lleva a la
locura; y que la transgresión de los principios lógicos constituye una
purificación, una cura de sueño. De la primera Alfredo Deaño nos aporta dos textos pertenecientes a “Alicia a través del espejo”. Se trata,
el primero, del diálogo entre Alicia y el Caballero Blanco, en el que se
presenta una aplicación inexorable del principio lógico del tercio excluso (principium tertii exclusi):
“Permítame
–dijo el caballero con tono de ansiedad- que le cante una canción.”
“¿Es muy larga? “ –preguntó Alicia, que había
tenido un día poéticamente muy cargado.
“Es
larga –dijo el caballero-, pero es muy, muy hermosa. Todo el que me la oye cantar, o bien prorrumpe en
llanto, o bien…”
“¿O bien qué?” –dijo Alicia al ver que el
caballero se había callado de repente.
“O bien no prorrumpe.”
El
segundo texto ejemplifica la distinción entre lenguaje y metalenguaje
con una delirante jerarquización de lenguajes llevada a cabo por el Caballero:
“El
nombre de la canción se llama ‘Haddocks’
Eyes’” [“Ojos de bacalao”].
“Así que ese es el nombre de la canción, ¿no?”
–preguntó Alicia, que comenzaba a sentirse interesada.
“No. Veo que no me entiende. Así es como se
llama el nombre. El nombre en realidad es ‘The
Aged Aged Man.” [“Un anciano viejo viejo”]
“Entonces lo que tendría que haber dicho –dijo
Alicia corrigiéndose- es que así es como se llama la canción
¿no?”
“¡No! ¡Es algo totalmente distinto! La canción se llama ‘Ways and Means’ [“De esto y
de aquello”]: pero eso es sólo lo que se le llama.”
“Bien. Entonces, ¡Cuál es la canción?” –preguntó Alicia, que a estas alturas se hallaba ya
sumida en completa
perplejidad.
“A eso iba –dijo el Caballero-. En realidad la
canción es ‘A-sitting On a Gate.” [“Posada junto a una cerca”]
Por
lo que se refiere a la transgresión de
las leyes de la lógica, en el capítulo primero de su libro El Juego de la lógica, Carroll nos
señalaba que el mundo contiene muchas cosas
y que estas cosas poseen atributos, y
que los atributos no pueden existir si no es en las cosas. Los atributos no
andan solos. Pues bien: en Alicia en el
País de las maravillas todas esas condiciones no se cumplen, aparece, por
ejemplo, una sonrisa sin referente sustancial alguno o un gato que se va
desvaneciendo poco a poco:
“empezando
por la punta de la cola y terminando por la sonrisa, que permaneció flotando en
el aire un rato después de haber desaparecido todo el resto.
“Bien
–pensó Alicia- he visto muchas veces un gato sin sonrisa, pero ¡una sonrisa sin
gato! ¡Esa es la cosa más curiosa que he visto en toda mi vida!” (Alicia en el País de las Maravillas).
Podríamos
aducir otros muchísimos textos al respecto, que revelarían cómo el juego de la
lógica de Carroll ejemplifica a la perfección aquel famoso aserto de Chesterton sobre la locura, según el
cual “loco es quien lo ha perdido absolutamente todo menos la razón”. Pero
bástenos con reproducir este otro -en el que nos presenta un peculiar insecto
denominado la Meriendaposa (y en
otras traducciones: Pan-con-Mantequilla)
para convencernos de ello:
“Pues
arrastrándose a tus pies –dijo el mosquito (y Alicia apartó los pies con cierta
alarma) podrás ver a una melindrosa meriendaposa o mariposa de meriendas. Tiene
las alas hechas de finas rebanadas de pan con mantequilla, el cuerpo de
hojaldre y la cabeza es toda ella un terrón de azúcar.”
“Y ésta ¿de qué vive”.
“-De
té muy clarito con crema.”
A
Alicia se le ocurrió una nueva dificultad:
“-Y
¿qué le pasaría si no pudiera encontrarlo”.
“-Pues
que se moriría, naturalmente.”
“-
Pero eso ha de sucederles muy a menudo –dijo Alicia pensativa.
“-
Siempre les pasa –afirmó el mosquito.”
La
experiencia de Lewis Carroll es, en definitiva, como trató de probar Giles Deleuze
en su Lógica del sentido, la de que todo cuanto sucede tiene lugar en
el lenguaje y pasa por el lenguaje,, tanto el sentido como el sinsentido, tanto
la sensatez como el absurdo. La influencia de sus famosos cuentos en la
literatura posterior ha sido enorme. Guillermo
Cabrera Infante señala: “No se concibe a Lolita [de Nabokov] sin una Alicia leída, la obra maestra de Raymond Queneau, Zazie
dans le
metro, no existiría sin ella, y hasta los laberintos de
Borges, tan poco eróticos, carecerían
sin Carroll
de la duermevela del sueño y la pesadilla. Con su misma madeja,
Carroll llegó a influir en
Joyce,
cuyo
Finnegans Wake está escrito con
un lenguaje que aparece ya en
A través
del espejo”
.
Vanguardistas y surrealistas imitaron sin reparos las formulas inventadas por el
diácono inglés y a su universo iconográfico podemos decir que pertenecen
algunos de los personajes creados por Charles
M. Schulz (Charlie Brown, Linus, Snoopy, El Barón Rojo
etc.). El cultísimo traductor, anotador, y experto en su obra, Jaime de Ojeda (en su Prólogo a Alicia en el País de las Maravillas),lo
sitúa por su caprichosa capacidad con
la que maneja el lenguaje, entre los
precursores e iniciadores del dadaísmo.
Y, al mismo tiempo, “su mezcla de situaciones disparatadas –y sin embargo
significativas- y de personajes admirablemente reales no puede por menos de
recordarnos a Kafka”. El desarrollo
de su fórmula literaria en la cultura de
su época conduciría y haría posible, en su opinión, nada menos que a Ezra Pound, a Elliot y también a Joyce.
Tomás
Moreno