Traemos para la sección De juicios, paradojas y apotegmas, del blog Ancile, la segunda parte de las reflexiones (tan sui géneris, para algunos) sobre el fenómeno del rencor, en esta ocasión bajo el subtítulo de ¿Amor versus odio?.
¿AMOR VERSUS ODIO?,
DEL RENCOR, SEGUNDA PARTE
SI el rencor, como
resentimiento abarca una dimensión sostenida en el tiempo del odio, este odio y
su proyección de animadversión ¿cabría señalarlo(s) como la vertiente opuesta
que se ofrece de consuno en el amor? A nuestro juicio, este dualismo, está lejos
de la realidad.
Si miramos, en primera instancia, el
supuesto o potencial conocimiento del otro –al que acabamos odiando- como una
sustancial ventaja para su control personal, podrá verse que este factor puede acabar
por establecerse como un patrón condicionante del rencor, y esto en cuanto que
aquel que antes amábamos, de una u otra manera afecta a dicho registro, pues de
esta manera se revela a la tranquilidad de nuestro control. Sin embargo, de
cualquier carga el sentimiento incondicionado del amor jamás tiene en cuenta el
deseo personal, y con él de cualquier carga egotista; y de esta liberación
surge, si es que el amor es plenamente altruista, el impulso creativo por
excelencia, pero para ello se debe partir de una mente inocente, que ama en puridad y,
por tanto, ajena a la utilidad ventajosa del conocimiento del otro, y así no
encontrará afrenta ni registrará, de existir, ofensa ni agravio, como acaso
tampoco le importará la lisonja o el halago.
Otros patrones
impuestos por la sociedad de la cultura, de la ideología, de la política…
añadida al presunto, conveniente y provechosos conocimiento del otro, describen
una numerosa y lamentable taxonomía mediante la que describir la inquina del
rencor. Son las hormas intelectuales (emocionales y sentimentales) sobre el
amor y sus derivados (la amistad, por ejemplo) las que condicionan precisamente
los parámetros oscuros del rencor. Si identificamos el amor con determinadas pautas o modelos que nada tienen
que ver con aquél, se observará un desfile numeroso de confusión que lo
trabucan, embrollan y desordenan con el placer o, con determinadas ideas o
pensamientos ajustados a determinados intereses que, veremos, nada tienen que ver con el amor, sí, con
aquellos patrones de identidad y de conducta que se ven frustrados y acaban
destilando el veneno del rencor.
Los complejos
variados (de inferioridad o cualesquiera otro) son el hábitat ideal en los que
medra a sus anchas toda progenie de odios, que ven fácilmente fracasados sus
ansias de control y que atentan contra la libertad del otro que, acaso decide
por su cuenta actuar al margen de los patrones de control del rencoroso en
determinado momento, contrariando la norma que estructura la esclerotizada
estructura de su mente.
Qué lejos está del rancio hedor de lo
rencoroso aquel espíritu casto que ante la presunta decepción o la
magnificencia inalcanzable, es incapaz de sentir ofensa alguna, pues aun siendo
extremadamente vulnerable por el amor que siente y vive, es libre porque no
está sujeto a ningún patrón preconcebido que pueda frustrar su pasión
verdadera.
Diríase que
muchas veces el odio macerado en nuestros corazones no es más que un mero
artificio putrefacto de nuestros condicionados pensamientos y emociones, los
cuales, en realidad, aspiran al control, a la prevención y a la defensa de esos
patrones que se identifican con los deseos de lo que debe ser el amor, la
amistad… y todo en función de sus propios apetitos, conveniencias y anhelos. La
mente rencorosa es esclava del sentimiento de lo mío frustrado por la acción
libre, y controvertida siempre, del otro que fractura nuestra aspiración,
expectativa o idea, no de lo que es
tanto como de lo que piensa según sus criterios convencionales lo que debiera ser.
Por eso siempre
hay mucha ignorancia en el dominio mental del rencoroso: el tósigo del
resentimiento le impide reflexionar, indagar, inquirir en el hecho de su
frustración ni en las razones de aquél o aquello que pudo incidir en el putrefacto
sentido de su animadversión. Ignorancia del uno
mismo y de los patrones (del deseo a los que se está sujeto) y de la
exigencia de la aceptación de la libertad del otro que muy bien no tiene por
qué someterse a los condicionantes del rencoroso. No es extraño constatar el
aislamiento putrefacto del que sufre el mal del rencor. Contrasta ampliamente
con la dinámica cambiante de la vida, de lo creativo, revistiéndose de un sentimiento
de acerba frustración que se manifiesta en la pobreza interior que asienta el
alma del rencoroso.
El vigor del odio
asentado del rencor se erige, sí, en la ignorancia en tanto que sólo encuentra
motivación de afecto con aquello que entiende, si sujeto al control de sus
convenciones, siempre necesitadas de etiqueta con la que ajustar a su nivel de
miedo oscurantismo e ineptitud a lo que no puede controlar y que, desde luego,
no imagina siquiera, que solo la comunión libre y desinteresada con lo amado es
digna de reconocerse como amor.
Los patrones del
pensamiento rigen la vida del rencoroso. A tenor de esta convicción arraigada,
estiman que el amor puede pensarse según un cálculo más o menos estrecho, y en
cuanto aquello que piensan que es el amor se sale del patrón de su pensamiento,
inevitablemente surge el odio, como si este fuese fruto del supuesto amor que
sentía. Nada de eso es amor. No hay contraposición entre el amor y el odio del
rencoroso. Son evidentemente cuestiones tan distantes como distintas y que la
cómoda actitud del resentido acepta como consecuencia del desengaño, no del
amor, de sus convenciones y moldes aceptados como patrones identificativos e
interesados de su conducta, y del supuestamente agresivo proceder del que no se
mueve en sus parámetros y fue focalizado como, no tanto objeto amoroso, como de
acertamiento a sus convicciones.
El amor nada
tiene que ver con el rencor de la mente que guarda su animadversión, ni
siquiera como oposición al amor mismo, ante todo porque el que ama no espera,
no exige, no posee, no teme, pues está desprendida y lejos de sus sensaciones y
pensamientos particulares, no busca autorrealización, no está en el pasado ni
en el futuro, no hay creencia, idea o deseo.
Por todo lo antecedido es por lo que nos
preocupa el rencor, no tanto porque afecte la conducta rencorosa a lo que el
amor sea, sino porque impide que este se produzca en tanto que interfiere en su
realización por mor de los condicionantes y vicios en los que se construye, al
pairo siempre de nuestro pensamiento y los patrones que lo condicionan.
Mas también el
miedo (como especial condicionante) tiene mucho que ver con el origen del
rencor. Surge de la no asunción de un hecho rumiado mentalmente, dejando el
hecho como objeto ideal de sus pesquisaciones, en lugar de afrontar la realidad
de aquel. Este miedo, no superado, produce rencor hacia el hecho u objeto de
sus temores (puede ser una persona que ha trasgredido sus consideraciones
previas respecto al hecho de cómo la persona es, o hacia un grupo, o hacia una
determinada ideología, etc…), por lo que será lo que piensa que es o debería
ser esa persona, grupo…. lo que produce el temor y, no resuelto este, el rencor
más recalcitrante e irresoluble hacia aquellos. Y es que el miedo es expresión
de una evidente frustración hacia la imposibilidad de imponer criterios o
voluntades más o menos confesables. La liberación de ese temor es la vía propia
para liberarse del rencor. Aquel que odia permanentemente algo, encubre el
deseo mezquino de permanencia de sus condicionantes vitales, no quiere ninguna
suerte de perturbación en el círculo cerrado de sus endebles seguridades y por
eso vive con el temor de su ruptura, ahogando cualquier iniciativa propia o
ajena de creatividad.
Por todo aquello
es por lo que el rencoroso se ampara en leyes de toda índole y condición para
proteger las posesiones de su ego: intelectuales, morales, ideológicas…. Y en
esa posesión se siente seguro y en esos condicionantes de pensamiento -o
mentales- trata de llenar un corazón estéril para el amor. Si no hay un
reconocimiento y posterior liberación de todos y cada uno de los condicionantes
y patrones a los que se aferra el rencoroso, no habrá posibilidad de superación
del encono que a tantos consume, en muchos casos sin saber realmente de donde
proviene tal inquina que consume el espíritu de los no avisados. Parece
evidente que tal suspensión en el dominio del pensamiento envenenado, anclado
al ego, no es que sea contrario al amor, es que nada tiene que ver con el
mismo, y es que el amor muy bien es aquel estado del ser (del que avisara el
sabio)[1] en el que yo está ausente de sus ansiedades,
identificaciones y rencores.
Si el rencor es
hijo del pensamiento, jamás podrá el amor tener relación alguna con aquél, pues
el amor no es producto de una idea, de un razonamiento, de una abstracción pues,
se hace realidad efectiva solo cuando se libere de todos y cada una de las
ideas, razonamientos que justifiquen los patrones de condicionamiento que, al
fin, llevarán al origen del veneno de todo nefando atisbo del rencor. Nada
tiene que ver aquel con el amor, no hay dualidad en modo alguno porque amar, en
definitiva, es no desear nada de la persona amada, y eso en verdad nos libera
de nuestros condicionamientos y patrones, por eso el amor es libertad y, sin
duda, es muerte, muerte a la ambición, al deseo, al sufrimiento e,
inexcusablemente, en esa terminación hay libertad porque ya no hay otra opción
que el amor mismo.
Francisco Acuyo
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