Para la
sección, Narrativa, del blog Ancile traemos otro espléndido
relato del escritor y amigo Pastor Aguiar, que lleva por título: Recuperar
el tiempo.
RECUPERAR EL TIEMPO
Después
de treinta años ausente en los países, fui a ver a Mima. Ya ella rondaba los
noventa. Se me arrugó el corazón ante su imagen acartonada y frágil, disminuida
la estatura como como si buscara algo oculto debajo de sus pies; pero tan clara
de mente, que en pocos minutos recorrimos nuestras vidas de antaño.
_ Una sola cosa quisiera ahora, después que te vi_ Me susurró mirando
alrededor.
_ ¿Qué?
_ Ir
allá, donde estuvo la finca, nuestra casa, la única que sentí mía hasta el día
de hoy.
_ Pero Mima, es muy lejos para tu edad. Sabes que no hay caminos, ni
transporte.
_ Claro, lo sé mejor que tú. Sin embargo, es como una sed en el corazón, y
sueño cada noche con ese viaje. ¿Me vas a llevar?
Me quedé pensando, me dolía respirar. Yo mismo pasaba de los setenta, aunque
todavía saludable. Tendríamos que recorrer más de veinte kilómetros. Los
primeros seis por la carretera central, hasta el entronque de Agüica. De allí
en adelante diez kilómetros de terraplenes rumbo al barrio de Jacán, donde mi
difunto padre me había inscripto semanas después de nacer. El último tramo eran
cuatro kilómetros a campo traviesa, hasta un punto ya sin nombre, borrado de
los mapas, sin sombra de los bateyes y fincas de antaño.
_ Maldita revolución socialista que nos desarraigó para siempre. Va a ser
difícil localizar dónde vivimos. Todo lo buldozearon, no quedó casa ni
arboledas. Ni los cañaverales prosperan, según me dijo mi hermano en una carta_
Agregué.
_ A mí no se me va a escapar nada. Cierro los ojos y veo cada mata de frutas,
cada techo de la sitiería, hasta la gente a caballo y el olor a café. ¡Júrame
que me vas a llevar!
_ No hay que andar jurando, Mima. Prepárate para mañana después de la salida
del sol.
Le dije aquello sin estar convencido, pero una vez que escuché mi propia voz,
no había marcha atrás.
Poco después del amanecer partimos hacia el parque central del pueblo. Por
equipaje llevaba una mochila con varias botellas de agua, pan y café. De soslayo
observaba yo los ojitos de Mima, apenas dos ranuras por las que fulguraban como
un bando de pájaros, su curiosidad que para mí era dolorosa, pues tenía un
sabor a levedad, a cosa irrepetible. Sin embargo, en todo ello, por instantes,
había algo de niño, imitando mis escapadas de antaño.
Íbamos a paso de tortugas. Ella reordenaba sus huesos constantemente, mientras
con la imaginación corría.
Demoramos casi una hora en llegar al parque, donde a cada rato un cochero
gritaba su itinerario a peso. Eran carretones halados por caballos. Al fin
alguien que me pareció conocido vociferó.
_ ¡Agüica!
_ Me parece familiar_ Le dije a Mima, que ya se acercaba a la escalerilla del
vehículo.
_ Es hijo de Jesús el tuerto, que en paz descanse.
_ Igualito_ Concluí.
Yo la empujé hacia un banco lateral. Cabían ocho, pero a tal hora nos reunimos
cuatro, a dos pesos por cabeza, porque eran seis kilómetros hasta el entronque
que ya mencioné hace un rato.
_El problema va a ser allá en Agüica, a ver si la suerte nos acompaña.
_ Ya pasará algo_ Me aseguró ella agarrándose de mi hombro.
_ ¿Hace mucho que no vas a Jacán?
_ Tanto como al lugar donde estuvo la finca Concepción, más de media vida.
Desde que te fuiste no he vuelto.
Demoramos casi una hora; muchas veces el coche se tenía que salir al costado de
la carretera central por los pitazos de algún camión repleto de gente.
Por suerte, a los pocos minutos de espera en el entronque, se apareció un
tractor halando una carreta vacía, al parecer caído del cielo.
_ Eh, amigo, ¿nos puede llevar? ¿Hasta dónde llega? _ Le grité al tractorista.
_ Hasta Jacán no paro, que me coge tarde.
_ ¡Ni mandado a buscar; espere un momento para acomodar la vieja!
De inmediato icé a Mima como si fuera de papel, y la acomodé en el piso de
tablas, pegada a una de las estacas laterales.
_ ¡Dale!
El terraplén era un rosario de baches, y tuve que sostener a mi madre para
evitar que fuera despedida contra la cuneta.
_ Todo se ve pelado; antes te encontrabas con un caserío a cada paso. Ya ni los
pájaros vuelan por aquí_ Iba diciendo Mima con voz entrecortada por las
sacudidas.
_ ¿Y Jacán, seguirá como siempre? _ Pregunté.
_ Bueno, me han dicho que el poblado ha crecido con los que se fueron mudando
por causa de las intervenciones de sus tierras, aunque ya no hay notaría, como
aquella donde tu padre te inscribió. El cementerio sí está igual que siempre,
con Máximo el llorón de sepulturero.
_ Debe estar más viejo que Matusalén_ Comenté.
_ Imagina que es casi de mi edad, y dicen que los ojos le lloran todavía.
Máximo era un hombre solitario, célibe de por vida, cuyos ojos lagrimeaban
constantemente; ni pestañas tenía.
_ Me gustaría visitar las tumbas por última vez_ Me susurró mi madre medio
asustada.
_ Mira que no nos va a alcanzar el día.
_ Si nos agarra la noche nos quedamos en casa de Isabelita, la de Alfredo
Pérez, son de los pocos que quedan por esos rumbos.
Faltarían dos kilómetros para llegar a Jacán, cuando el tractor dio un respingo
tipo caballo que se espanta, y se detuvo en seco. Nos llegaron las maldiciones
del conductor, quien a los pocos minutos, sudoroso y rascándose la nuca nos
dijo.
_ Esta catana estiró la pata, tendré que mandar un recado a la granja, en caso
de que pase alguien.
_ Ahora sí que le entró comején al piano_ Comenté.
_ Ya Dios nos mandará ayuda, hijo, no te apures.
_ Ojalá te oiga, Mima, ojalá.
El tractorista se alejó hasta la
sombra de un almácigo a orillas del terraplén.
Al cabo de una hora, pasado el mediodía, la vieja comentó como si no fuera
conmigo.
_ Sería mejor seguir a pie, la tortuga es lenta, pero llega.
_ En tal caso te llevaría a cuestas.
_ Qué va, no es para tanto, solo deja que me agarre de tu hombro.
Así las cosas, dimos las gracias al tipo del tractor y fuimos alejándonos al
paso de las mareas cuando el agua se va retirando de la orilla.
Todavía la carreta estaba a la vista, y se me antojó una visión surreal.
_ ¿No oyes un ruido, Pepito?
_ Déjame afilar el oído.
Efectivamente, una especie de ronroneo fue aumentado de volumen, hasta que
pudimos ver otro tractor deteniéndose junto al anterior. En un santiamén
reinició la marcha hasta alcanzarnos. Los dos hombres se apretaban detrás del
timón, pues no llevaban remolque alguno.
_ Milagro no engancharon la carreta. Brutos que son_ Me confesó Mima.
_ Si pueden, acomódense ahí, sobre los hierros de enganche_ Nos exhortó el
conductor.
Con mil precauciones acomodé a mi madre y yo me mantuve en cuclillas. Eran esos
artefactos de hierro para enganchar arados y carretas.
_ Dale suave, amigo, que la vieja se me puede caer.
_ No se preocupen, faltan par de kilómetros y el camino por acá está mejor_
Aseguraron los tipos entre carcajadas, pero aminorando la velocidad.
Todavía los vehículos abandonados eran visibles cuando todo se oscureció.
_ Lo que nos faltaba es un aguacero_ Dije.
Como por arte de magia el cielo el cielo se cuajó de nubarrones, y desde allí
pude ver como un huso gris rumbo a la tierra.
_ ¡Un rabo de nube, carajo!
_ No seas ave de mal agüero muchacho.
_ Lo estás viendo Mima, como aquellos de antaño.
Efectivamente, era un tornado que ya rozaba la tierra levantando un torbellino
rojo. Pudimos ver la carreta abandonada subir entre un sinnúmero de ramas,
hojas, polvo, y caer a pocos metros por un lateral. A todas estas nuestro
tractor aceleró para escapar.
_ ¡Agárrate de mí, vieja, que nos desbaratamos!
Pero en menos de lo que canta un gallo la tromba se recogió hacia su origen y
no cayó ni una gota sobre nosotros.
_ ¡Menos mal! _ Suspiré.
Mientras, el caserío de Jacán surgió alrededor, como por encanto.
_ Hasta aquí llegamos_ Nos alertó el chofer.
_ ¡Gracias amigo! _ Contesté.
_ Estamos a pocos pasos de la tienda_ Me aseguró Mima_ Allí vamos a encontrar a
alguien de nuestra zona.
Aunque no fue exactamente así, entre los clientes Mima descubrió a un viejo de
grandes bigotes blancos, como aquellos de los libros de historia.
_ ¿No eres de los Acosta?, ¿de los hijos de Sinencio?
_ Sí, ¿y ustedes?
_ Soy María, la del difunto Pepe, y este es Pepito, mi hijo mayor.
_ Dichosos los ojos, caramba, estás igualita a treinta años atrás. ¿Qué hacen
por estos rumbos perdidos en el mapa?
_ Quiero ver la finca, o lo que queda de aquello, por última vez.
_Ah, no les va a ser fácil darse cuenta. Lo que queda es caña raquítica y dos o
tres matas de caimito casi muertas. Hace un mes estuve por allá buscando una
vaca. ¿Y cómo piensan llegar? Con su edad no lo imagino. Son como cuatro o
cinco kilómetros.
_ Primero quería ir al cementerio_ Le dijo Mima.
_ Bueno, eso es fácil, está a cien pasos de aquí. Yo demoro un rato, los voy a
esperar para que vayamos a casa. Siempre hay algo de comer. Quién sabe si les
presto un caballo.
Al paso de Mima, en media hora llegamos a la puerta del cementerio, tipo arco
colonial. A partir de la entrada y por ambos lados se extendía el muro de poco
más de un metro de altura, para completar el área semejante a una cuadra de la
ciudad, en este caso, ciudad de los muertos. Entramos por el pasillo central
rumbo a la capilla, alrededor de la cual se disponían las bóvedas y después los
rectángulos con cruces y nombres. Yo recordaba que a la izquierda estaban las
dos tumbas de la familia paterna, una de ellas con los restos de mi padre y
abuelo.
_ ¡Cómo ha llovido desde aquel Julio del sesenta, Mima!
_ Fue el único trueno aquella tarde, y le tocó a él. Si cierro los ojos lo
revivo al detalle.
_ Eh, ¿qué se les ofrece? _ Era la vocecilla aflautada del sepulturero.
_ ¡Máximo! No lo puedo creer, no te retiras nunca_ Le dijo mi madre mirándolo
de arriba abajo.
Efectivamente, era nada más y nada menos que Máximo el lloroso, sin pestañas y
los ojillos todavía llorándole. Flaco y pequeño, con unos brazos que parecían
salirle de la raíz del cuello y que giraban acentuando sus palabras.
_ Llevas más de cuarenta años en este trabajito_ Le dije.
_ Mucho más, Pepito, mucho más. Allí está la tumba de tu padre, en el mismo
lugar.
_ Debí haber traído flores, qué pena_ Agregó Mima.
Estuvimos un rato en silencio junto a la cruz, hasta que mi madre se enderezó
halándome por un brazo.
_ Vamos, que se nos va el día.
Máximo nos acompañó hasta el terraplén central, y desde allí sus manos
gesticulaban hablándonos.
Ya en casa del hijo de Sinencio, comimos un plato de arroz con frijoles negros
y unas masas de cerdo fritas.
_ Bueno, ahí les ensillé el caballo, es muy manso, a veces se duerme con su
propio paso, porque a pie no llegarán ni en una semana.
Una vez que yo tomé las riendas, Mima fue ayudada para acomodarse en las ancas,
desde donde se sujetaba de mis hombros. Era una bestia muy vieja y mansita.
_ Acelera un poco, hijo, que se duerme el animal, es más lento que la mula de
tu difunto abuelo.
_ Déjalo así, que si se encabrona va a ser peor. Ya llegaremos antes de que
anochezca.
Pero en un recodo del camino y por causa del viento, se desprendió una hoja de
palma con gran escándalo. Apenas me dio tiempo de apretar las piernas contra la
panza del animal, cuando se desbocaba como un relámpago.
_ ¡Agárrate de mí, que nos vamos a pique! _ Grité a mi madre.
Yo sentí las manos huesudas a punto de arrancarme la camisa, mientras los
cascos ametrallaban la tierra roja del callejón. Por mucho que halaba las
riendas no había forma de aminorar la carrera, hasta que un río que no
identifiqué en mis memorias, se nos atravesó.
_ El río Santa Bárbara_ Suspiró mi madre aterrada.
El caballo, en vez de detenerse, quiso volar sobre el cauce que tendría unos
veinte metros de ancho, y todos nos fuimos a pique en medio de la corriente.
Por suerte soy buen nadador y en pocos segundos sostuve a Mima con una mano al
tiempo que con la otra me impulsaba hacia la orilla opuesta, por donde ya el
animal se enderezaba sacudiéndose.
A duras penas logré arrastrar a Mima, quien temblaba por la mojazón y el miedo,
pero gracias a Dios, sin daños mayores.
_ Ahora vamos a tener que dar un buen rodeo para llegar a la finca, hijo, digo,
si llegamos.
_ Mira vieja, el caballo se tranquilizó.
Efectivamente, el animal mordisqueaba unas yerbas a dos o tres pasos de
nosotros, con la silla chorreando aguas turbias.
_ El problema va a ser subirte sin ayuda.
_ Me subes a mi primero, y después lo haces tú.
Así hice, la acomodé sobre las ancas y con mucho cuidado, me elevé hasta la
parte delantera de la cabalgadura.
_ Quién me iba a decir que con mis años todavía era capaz de estas aventuras,
muchacho.
Así fuimos bordeando el río hasta un puente de madera, por donde retomamos el
camino real rumbo a San Lorenzo, que así se llamaba la sitiería de antaño.
_ Ya ni linderos quedan. Mira, allí estuvo la casa de Pepe Aguerrido, aquel
solterón, ¿lo recuerdas?
_ Claro que sí, Mima, dicen que
tenía a su abuela loca amarrada e un poste en medio del cuarto, pero nadie pudo
verla hasta el día del entierro.
_ No nos va a quedar tiempo para que vieras la laguna de Asiento Viejo, donde
tu padre pescaba manjuaríes y cazaba pájaros acuáticos.
_ No, pero ya me han dicho que no vale la pena. Con los diques del gobierno se
ha quedado apenas como un charco en la parte de la poceta, por donde dicen que
se ocultaba la madre de agua.
Y conversando, reviviendo con palabras lo inexistente, fuimos acercándonos a
una de las pocas casas de la zona, la del difunto Alfredo Pérez, tío de Mima.
Un bohío de paredes de tablas y techo de hojas de palmeras en medio de una
pequeña franja de tierra roja sembrada de yucas, maíz y plátanos. Allí vivían
su hija Esperanza y Caruco, el hermano menor, además de varios muchachos y el
marido de Esperanza.
_ Acá nos va a coger la noche_ Me aseguró Mima.
Nos vinieron a recibir al patio, con los primeros abrazos y gritos de júbilo.
_ Espera mujer, para ayudarte a desmontar_ Exclamó Caruco quitándose el
sombrero.
_ No han cambiado nada; Pepito un poco más blanco, seguro que en los países no
hay tanto sol_ Dijo Esperanza, agregando.
_ Seguro que no han almorzado, y ya es hora de comida, así que voy a preparar
la mesa.
_ No te preocupes, hija, que no contaban con nosotros.
_ María, siempre cocino para que sobre, por si acaso, como hacía tú.
A los pocos minutos nos sentamos frente al rectángulo de madera en sendos
taburetes con asientos de cuero. Había arroz con frijoles negros, plátanos
maduros fritos y masas de cerdo.
Esperancita, como le decíamos todos vigilaba para rellenar los platos.
_ Ya no puedo más_ Acabó diciendo mi madre.
_ Bueno, pero no pueden despreciar el postre. Buñuelos de tuca con miel de abejas.
Tenemos tres colmenas debajo de la arboleda.
_ Menos mal que aunque sea podemos ver una arboleda en este campo desolado_
Dije.
_ Así es, Pepito. Por allá por los Calderines vive Alfredo el de Perera. Allá
también queda algo. Se dedican a sembrar piñas para el turismo.
Alfredo era contemporáneo conmigo, y jugábamos a diario en el batey. Nos
llevábamos como hermanos. Después él se casó con la hija de uno de los
Calderines y se dedicó al campo alternando con el magisterio, pues daba clases
a tres niños que quedaban en la zona.
_ Bueno, si siguen viaje ahora, los agarrará la noche. ¿Por qué no se quedan
hasta el amanecer? Tenemos una cama lista_ Aconsejó Esperanza.
Aunque no dije palabra, me quitó la idea, sobre todo por Mima.
_ Imagina, el caballo es prestado, van a pensar que nos pasó algo_ Agregó mi
madre.
_ Ya ellos sabrán que no es hora para completar un viaje y estar de vuelta
antes de que anochezca_ Afirmó Esperancita_ No hay más discusión, se quedan, y
con el primer gallo siguen su camino, que falta casi un kilómetro.
Yo estuve soñando con lo del trueno que mató a mi padre aquel cinco de julio, a
pocos días de cumplir mis diez años de edad.
_ Te oí gritar dormido, hijo.
_ Debe ser por la pesadilla con lo de la muerte de Pipo.
Con los primeros claros el día, ya Esperanza nos esperaba con leche caliente y
café.
_ Para que entonen el estómago. Si llegan a los Calderines seguro los obligarán
a almorzar.
Una vez que me aseguré sobre el caballo, Caruco ayudó a subir a Mima, y al
momento enfilamos rumbo al recuerdo de la finca.
Todavía la guardarraya de antaño se alargaba entre cañaverales raquíticos, y
solo donde había vivido José Borges, hermano de mi abuelo materno, quedaba una
mata de ciruelas.
_ Tantas veces que vine a visitar a Vita y José, carajo. Ya estamos entrando a
los terrenos que fueron de abuelo Luciano, después otro callejón, la esquina de
la tienda del moro, y lo que fue asiento de nuestra casa.
_ Hijo, si no fuera por ti, me iba a morir sin ver todo est por última vez.
_ Nunca digas que es la última vez, te queda mucho por delante.
Cuando pasamos por un pequeño montecillo de zarzas, más allá, descubrimos la
única casa de los alrededores, la escuela primaria con su inodoro de tablas al
fondo, como en el siglo anterior. La escuela anterior fue de madera también,
pero durante mi cuarto grado, los alzados le dieron candela, y estuvimos recibiendo
clases en la casona de mis difuntos abuelos paternos, hasta que hicieron esta
construcción de concreto y techo de zinc.
_ Quiero bajarme aquí, Pepito. Dejemos el animal al lado de la escuela. A pocos
pasos me parece ver la guardarraya que atravesaba el batey rumbo a los
potreros. ¿Recuerdas cuando íbamos de visita a casa de tu difunto tío Juan?
Vivía pegado al cuartón de los terneros. Allí jugabas toda la tarde con tus
primos. ¿Qué será de sus vidas?
_ Quién sabe, Mima, ha llovido mucho desde entonces, y no solo lluvia, sino el
ciclón del comunismo que lo arrasó todo.
_ Veo otro caballo debajo de aquel ateje al fondo de la escuela, ¿será Alfredo
el de Perera? _ Pregunté.
_ No lo dudes, muchacho, si da clases como dice Esperanza, debe ser él.
Me deslicé a tierra primero para ayudar a desmontar a mi madre. Después nos
acercamos a la puerta de la construcción de una sola pieza, y nos asomamos al
aula. Contamos tres estudiantes. Al frente Alfredo, vistiendo una guayabera
blanca. Terminaba la clase. Acto seguido, mientras los niños escapaban al
patio, él dejó la guayabera en un pequeño escaparate junto al pizarrón y se
colocó una camisa de trabajo de mangas largas, y encajetó el sombrero de campo.
Uno de loa alumnos, hija suya, lo esperaba cerca del caballo.
_ ¡No puedo creer lo que mis ojos ven! ¡Nada menos que María y el desaparecido
Pepito! ¿O sueño despierto?
_ Cabrón, no has cambiado en nada. Por acá no pasa el tiempo. Dos o tres
canitas de lidiar con el magisterio, y nada más.
Enseguida él vino a abrazarnos. Ya la niña se aproximaba halando al caballo por
las riendas.
_ Esta es Azucena, mi hija menor, pues el mayor estudia secundaria en Colón.
Cualquier día les hacemos la visita allá.
Estuvimos charlando un rato durante el cual recapitulábamos la infancia, las
picardías que hacíamos, los juegos de pelota, las matas de la arboleda.
_ Miren lo que queda de todo aquello, tres matas de caimito moribundas. Pasaron
buldóceres para sembrar caña. Van a necesitar un adivino para encontrar dónde
vivían ustedes. Debe ser por allí_ Dijo estirando el brazo al sur.
_ Vayan ustedes, que nosotros nos quedamos un rato reconstruyendo tanto pasado_
Le dije.
_ Pero los espero con el almuerzo listo. Además, les tendré unas piñas para que
se las lleven. ¿Recuerdas el camino?
_ Claro, aunque hayan borrado el callejón hondo; no me perderé. Además, los
campos de piñas me avisarán_ Dije.
Alfredo se fue al paso de la bestia con su hija agarrada de sus espaldas.
_ Bueno, a lo nuestro_ Dijo Mima alejándose con inusitada rapidez entre los
primeros surcos de un cañaveral amarillento que no pasaba de la cintura.
_ ¡Pepito, mira, una mata de marilope de nuestro patio!
Efectivamente, las flores amarillas de la planta parecían insultar a las cañas
anémicas. Me puse a registrar la tierra roja mezclada con paja y saqué un
pequeño trozo de cemento que me eché en un bolsillo del pantalón.
_ Esto era del piso del comedor, estoy seguro. En aquel claro a veinte pasos
veo el esqueleto de la mata de limones, ¿te acuerdas cómo me mandabas a traer
dos o tres para la carne?
_ Claro que sí, y al lado estaba la mata de güira. Allí vivió, antes de que tú
nacieras, Dominga Melitina. La pudiste ver con la cabeza blanca, cuando se
había mudado al Desquite.
Mima parecía flotar sobre las cañas, sus gestos iban armando cada detalle de un
paisaje que solo su memoria hacía posible. Vi par de lágrimas en su rostro de
casi nunca haber llorado, pues acostumbraba a decir que ella, cuando lloraba,
lo hacía por dentro.
Nos quedamos más de una hora en silencio, a veces cerrando los ojos, hasta que
la escuché decir.
_ Ya, hijo, podemos irnos, estoy tranquila y como si me hubiera curado de la
vida.
Una vez más la empujé sobre el lomo del animal para después montar yo. Al rato
descubrí los campos de piñas y el caserío de los Calderines, el único que
sobrevivía en la zona.
La primera casa resultó ser la de Alfredo. Lazarita, hija de uno de los
Calderines y su esposa, nos esperaba con la mesa dispuesta, hasta una botella
de vino tenían.
_ Es vino de piña, lo hago yo mismo_ Exclamó Alfredo llenándonos sendos vasos
orgullosamente.
_ ¿Todavía existe la laguna del berraco? Recuerdo que cuando llovía mucho se
comunicaba con la de Asiento Viejo_ Pregunté.
_ Claro, pero ahora es un charco que casi se seca en invierno, ya ni biajacas
tiene, solo sapos_ Dijo Alfredo mientras su mujer nos repletaba los platos con
arroz, frijoles negros y cerdo frito.
_ ¿Y tu hermano Osva, el isleño, por qué no vino?
_ Está muy gordo, con diabetes. No le gusta salir del pueblo después que se
desmayó por la presión alta_ Le contesté a mi amigo.
La sobremesa se prolongó hasta media tarde. Vi que Mima se intranquilizaba y
concluí.
_ Bueno, familia, tenemos que irnos, ya van a ser dos días escapados de la
casa, y por allá deben andar preocupados.
_ Les ayudo a montar. Después les alcanzo este saco de piñas.
Así fue. Comenzamos a desandar lo andado rumbo a Jacán.
_ Va a ser muy tarde para encontrar en qué irnos a Colón, Mima.
_ Creo que sí, ya no me importa el tiempo, nada me importa después de hoy. Me
parece que he vivido más de cien años, hijo.
Pastor
Aguiar