A ver cómo lo cuento, es el título del último post que traemos para la sección de Narrativa del blog Ancile. Relato divertidísimo que exhibe las excelencias narradores de nuestro amigo y colaborador Pastor Aguiar, a quien reconocemos como baluarte fundamental de nuestros colaboradores.
A VER CÓMO LO CUENTO
Déjame ver por dónde empiezo. Estoy tratando de
entrarle a una serie de sucesos que han perdido el orden cronológico. Tampoco
voy a dejarme tentar por el deseo de exponerles acá mi tesis sobre la
inteligencia de los cipreses mientras coloco cada memoria en su lugar, así que
cierro los ojos y entresaco visiones como fotos del baúl de abuela Victoria,
que en paz descanse.
Hacía
poco que había llegado. Toda mi vida he sido un visitante, y esta vez recorría
la casa donde viví mis últimos años antes de la gran huida.
No vi
cambios llamativos, era la segunda vivienda de la cuadra. En la esquina, supuse
que aún Pericón y Marta soñaban con ser propietarios de aquella caja de
concreto con ventanas de madera remendadas, idéntica a las demás, alquiladas
por la revolución a profesionales de la salud.
Yo
estaba sentado en un taburete dándole la espalda a un paredón de apenas metro y
medio de altura y tres de ancho, entre lo de Pericón y mi destino de entonces.
La acera haraganeaba rozándome la punta de las chancletas con una de sus
orillas. La otra limitaba con un verdugón de pasto interrumpido de vez en
cuando por palmeras raquíticas, después la calle raramente transitada, porque
era el final del pueblo.
Yo
cazaba posibles apariciones, como el policía retirado que al atardecer iba de
regreso a su camastro y siempre me contaba alguna novedad sobre la fábrica de
jamones para turistas; pero en vez de él llegó de repente aquel niñote cabezón
hijo de Rótula y Velorio, vecinos cercanos con los que nunca tuve buenas
relaciones, ya sabes, por tanto chisme que merodeaba.
El
niñote tan ancho como alto, dijera tipo tonel, colocó un objeto alargado e
indescifrable a pocos centímetros por encima de mi cabeza, de forma que una
punta se apoyaba en el paredón trasero y la otra en sus manos. Era algo así
como una larguísima tabla de planchar, qué locura, y para colmo la soltó sin
avisar. Suerte que mis reflejos anduvieron a punto para detener el golpe, de
manera que eché la cosa a un lado próximo a la acera.
Al
instante llegó Velorio alérgico al saludo, con aires de padre ofendido.
_ Qué
pasó con el niño, a ver.
_
Nada. Quien debía quejarse soy yo, porque vino a colocar un tablón enorme por
encima de mi cabeza y si no ando rápido me la parte. Lo único que hice fue
esquivar el trastazo. El chico desapareció en el acto.
_ Ah,
bueno, era solo para saber_ Dijo alejándose por delante de una ventolera.
Yo me
quedé imaginando que nos habíamos entrado a piñazos, cura que merecía el hijo
de puta; y el niñote, de tal palo tal astilla. De seguro el mayorcito era peor,
con su aire de sabelotodo, e incapaz de limpiarse el culo.
Pero
bueno, mejor sin bronca, para evitar complicaciones con la policía y posible
confiscación de mi pasaporte.
Al
ratito decidí entrar a la casa para sorprenderme con la presencia de mi ahijada
Torina y su hermanito Rubicundo mar de pecas, como le decía el propio padre. Y
no solo ellos, pues entre la sala y los dos cuartos correteaban tres o cuatro
infantes desconocidos, bajo la persecución de la abuela de Torina. Quedé
pasmado al verlos a todos con la misma estampa, como si el tiempo no pasara por
ellos.
Mi ahijada apenas a la altura de mi ombligo, pero con ademanes de
adulta, me abrazó sin decir palabra, y todos hicieron lo mismo en fila.
Cuando
pensé que terminaba la saludadera, se apareció, creo (Creo que cayó desde el
techo) Ron, el primogénito de Agapito Caldero, un alcohólico crónico de la
finca Rebacadero, carajo, que esto no correspondía con la lógica de los hechos.
El
caso era que Ron semejaba un pichón de gorila de apenas cuatro pies de altura y
el triple de ancho, comparado conmigo. Sus brazos le llegaban al piso,
rematados por unas manazas descomunales, una de las cuales me extendió con
peligro de triturarme los dedos.
_
¿Qué haces aquí Ron? Jamás estuviste en este barrio, creo que ni lo soñaste.
_
Estoy de visita, igual que tú, pero veo que te pusiste viejo y eso no puedo
explicármelo_ Me dijo con una seriedad que metía miedo, y una voz de barítono
ensordecedora, a tal punto que los demás desaparecieron.
Al
verme a solas con Ron se me ocurrió algo insospechado.
_
¿Hace mucho que no te fajas?
_ Un
tiempito. Nadie quiere que le desbarate la cara_ Me confesó.
_
Pues acá tenemos unos vecinos pesadísimos, de esos que te dan ganas de hacerlos
papilla a puros trompones. ¿Qué tal si les das un escarmiento?
_
Para luego es tarde. Señálamelos nada más y déjamelos a mi cargo, que, muerto
el perro, muerta la rabia.
_ No
es para que los mates, solo dales un buen escarmiento.
_ No
te preocupes.
Salimos
al portalito y de inmediato divisé al niñote de Velorio a pocos pasos
arrastrando el tablón de antes sobre la acera.
_ Es
aquel adefesio, y ya verás que al instante viene el padrazo a defenderlo. Son
tuyos_ Animé a Ron, quien ya hinchaba el pecho y comenzaba a girar sus brazos
como aspas de molino.
Yo me
quedé en el portal observando a Ron en pleno ritual bélico, a pasos cortos,
sofocándose a propósito, sacando su pene de caballo para marcar territorios con
chorros de orina.
Desde
mi posición no pude ver claramente el rostro del niñote, pero sí su parada en
seco y su intento de levantar el madero para defenderse, porque ya Ron le
lanzaba un sopapo que lo dejó como una calcomanía sobre el cementado.
El
niñote dejó escapar un grito de cerdo en el matadero y no terminó cuando
Velorio llegó esgrimiendo una silla, vociferando mil insultos.
Ron
lo vio llegar y creo que por compasión le dejó lanzar un sillazo que atajó con
ambas manos. El mueble voló en añicos, y todavía no aterrizaban tales
fragmentos y Velorio era un guiñapo sanguinolento entre las patas del pichón de
gorila.
_
¡Déjalo ya, que lo vas a matar! _ Grité.
Por
suerte Ron me escuchó y vino hacia mí con su mejor sonrisa.
_
Gracias muchacho, creo que con esto tienen para el resto de sus vidas, digo, si
llegan a recuperarse. Pero te aconsejo que desaparezcas, no vaya a llegar la
policía.
Efectivamente, no demoró en llegar un carro patrullero
al lugar de la bronca. Los vi interrogando a lo que quedaba de Velorio, sin
hacer mucho caso a un niñote que era más quejido y llanto que otra cosa.
Yo no
me había movido del portal, aunque ya Ron era un recuerdo, un quizás invento
mío.
_
Usted, ¿vio algo? _ Me preguntó uno de los agentes.
_
Acabo de salir por causa de los gritos. Estoy de visita en esta casa. ¿Qué
pasó?
_ Eso
quisiéramos saber, porque lo que cuenta la víctima mayor no parece realidad.
Dice que un monstruo, algo así como un chimpancé, los atacó sin más ni más. No
podremos reportar una locura así hasta que se les aclare la mente.
Pastor Aguiar