Cerramos el ciclo sobre las utopías con el título: Étienne Cabet y las colonias icarianas, del profesor y filósofo Tomás Moreno, para la sección, Microensayos, del blog Ancile.
ÉTIENNE
CABET Y LAS COLONIAS ICARIANAS
Étienne Cabet nace en
París en 1788, hijo de un tonelero, pudo
abrirse camino como abogado y como
político, diputado electo desde 1831, gracias a la Revolución Francesa. Muy pronto se enrola en las actividades
conspirativas de las sociedades secretas que tanto proliferan en este período.
Su lealtad a los principios revolucionarios lo
convirtió en una persona extremadamente incómoda tanto para la restauración
borbónica como para Luis Felipe. Destinado
a los cargos más apartados, perseguido por su oposición dentro de la Cámara y
colocado finalmente en la alternativa de elegir entre la cárcel o el exilio, se
vio empujado cada vez más hacia la extrema izquierda, representada todavía por
el viejo Michelangelo Buonarrotti,
antiguo compañero de armas de Babeuf.
Como
Babeuf, Cabet
piensa que no son las pasiones humanas sino las instituciones sociales las que
han impedido que los hombres alcanzasen la felicidad común: la propiedad
privada ha engendrado la desigualdad. La comunidad deberá abolir por lo tanto
esta última y establecer la posesión colectiva de la tierra y de los medios de
producción lo que desembocará en una igualdad tan estricta entre los individuos
que incluirá los vestidos, la vivienda y las diversiones, que serán las mismas
para todos.
Sostuvo que la organización política debía ser democrática, basada en el sufragio
universal y en el carácter electivo de todos los cargos, incluso defiende la
revocación eventual de todos los cargos cuando la gestión gubernativa no fuese
satisfactoria. La democracia, pues, será elevada a su más alto grado de
perfeccionamiento, desde la representación municipal hasta la representación
nacional. Pero lo curioso y contradictorio con este esquema “democrático”, es
el hecho de que en su sociedad ideal se establecen la censura de prensa y la
limitación en los periódicos para preservar la estabilidad política.
La religión, fundada en el Evangelio (naturalmente bien entendido), inspirará a todos la humana
fraternidad. Pero como la comunidad se instaurará no por la fuerza, sino por la
divulgación de ejemplos concretos, será necesario un período de transición bajo
la dirección de un dictador que goce de la confianza del pueblo. Este comunismo
no es revolucionario y la comunidad no se extiende sino a los bienes económicos,
pues Cabet pretende conservar el matrimonio y la familia, influido en cierta
foram por al tradición cistiana. Hay que resaltar a este respecto que en Cabet,
como también en Owen y Saint-Simon, existe una dimensión religiosa, mesiánico-milenarista en algunos,
secularizada y filantrópica en otros. Darrin
M. McMahon ha subrayado precisamente esta característica como esencial en
el Socialismo utópico desde Owen
hasta el propio Fourier (que se
autocalificaba de “Mesías de la Razón”) pues ambos trataron de establecer el
reino de Dios en la Tierra, de hacer realidad el “paraíso terrestre”, construir
el Cielo en la Tierra. Saint-Simon
pensaba que su propia doctrina era un cristianismo renovado y mejorado,
reduciendo su doctrina a un solo precepto o regla dorada: el sublime
mandamiento de tratar a los semejantes como hermanos y “mejorar las condiciones
de vida de la clase más pobre”. Sus discípulos dirigidos por Prosper Enfantin,
desde su monasterio-iglesia en el retiro de Ménilmontant, en las afueras de
París, oficiaban sus ritos y ceremonias religiosas y enviaban legaciones a
Oriente (Egipto, sobre todo) para recabar informaciones sobre el próximo y
anhelado advenimiento de la Mujer-Mesías.
Étienne Cabet, por su parte, pasó
los últimos quince años de su vida tratando de demostrar que los Evangelios daban pruebas fehacientes de
que “toda la filosofía, toda la doctrina social de Jesucristo y del
cristianismo constituían en esencia una comunidad” (una forma de vida semejante
a la preconizada en su utopía). Cristo era, según el creador de Icaria, un revolucionario
que había predicado “la abolición de la esclavitud, la igualdad y fraternidad
de los hombres y del pueblo, la liberación de la mujer, la abolición de la
opulencia y la miseria, la destrucción del poder clerical y, fianalmente, la
comunidad de bienes”. El verdadero “comunismo era lo mismo que el cristianismo
en la pureza de su origen”, nos recordará seis años más tarde, en 1846 en su
escrito “El verdadero cristianismo”[1].
Pues bien, todas esas ideas van a
plasmarse con detalle, diáfana y pormenorizadamente, en la utopía Voyage en Icarie (1840)[2] que escribirá durante su exilio en Inglaterra, bajo el reinado de Luis Felipe, y en contacto con la realidad social creada
por el desarrollo capitalista industrial. Inspirada especialmente por la Utopía de
T. Moro y por el comunismo utópico
de Babeuf[3], el título evoca aquel personaje mitológico, Ícaro, que
intentó volar hasta el sol con unas alas de cera que el calor derritió. En ella, Cabet evoca y describe la existencia
feliz de una isla comunista, situada en un país remoto y desconocido, basada en
la comunidad de bienes y ausencia de moneda, en la democracia electiva en la
que se ha prescrito la abolición del derecho de
herencia y ordenado la exigencia de un impuesto progresivo sobre la renta y de
una reglamentación estatal de los salarios. Existen
talleres nacionales, una educación pública –desde los cinco años-,
complementada con 12 años de instrucción moral y cívica más tres de ejercicios
militares en la Guardia Nacional; un rígido control eugenésico del matrimonio,
como en la utopía de Campanella y, sorprendentemente dado su democratismo, un
solo periódico controlado por el gobierno y censura.
Lo
que más choca o sorprende a mentalidades más individualistas es el extremo
igualitarismo, y no sólo económico, impuesto en Icaria: todo el mundo debe
vivir en el mismo tipo de casa, cumplir
el mismo horario, comer la misma comida
o menú en los comedores comunitarios, repartirles porciones idénticas de
alimentos, trabajar el mismo número de horas cada día (siete), llevar un
uniforme igual todos los de un mismo sexo, edad, profesión o situación (sólo el
color puede ser variado)[4]. La novela y el manifiesto “Allons en Icarie”, publicado por Cabet tras su edición, suscitaron gran expectación y entusiasmo en el público
francés. Tras su publicación, y a su imitación, proliferaron sociedades
icarianas que aspiraban a hacer realidad el mundo fantástico que se describía
en la obra. El efecto de esta utopía novelada sobre la clase trabajadora
francesa fue muy grande, tanto que hacia 1847 Cabet contaba con un número de
partidarios que se estimaba entre doscientos mil y cuatrocientos mil, muchos de
ellos ansiosos de poner en práctica el icarianismo y sus colonias.
Pero su autor estaba
convencido de que Icaria tenía que ser buscada en América, para lo cual firmó
un contrato con una compañía americana para la compra de un millón de acres.
Por recomendación de Robert Owen trató de fundar una colonia “icariana” en Texas, reciente en la Unión y de escasa población, y otra, en Nauvoo (Illinois), abandonada
recientemente por los mormones. Ambas tuvieron
una vida efímera y nunca pudieron desarrollar plenamente el ideal comunitario
diseñado por Cabet. Cuenta Edmund Wilson
que cuando los primeros sesenta y nueve icarianos firmaron en el muelle
del Havre, momentos antes de embarcar, los “contratos sociales” por los cuales
se obligaban a mantener un régimen comunista, Cabet declaró que “ante tales
hombres de vanguardia” no podía “dudar de la regeneración de la raza humana”.
Pero cuando los icarianos llegaron a Nueva Orleans, en marzo de 1848,
descubrieron que habían sido estafados por los americanos: las tierras, en
lugar de encontrarse a orillas del río Rojo, se hallaban a cuatrocientos
cincuenta kilómetros de sus márgenes, hacia el interior del país, en medio de
estar concentrados en un solo lote. Llegaron, sin embargo, a su destino en
carros de bueyes. Todos cayeron enfermos de paludismo, y el médico se volvió
loco. Cabet y otros emigrantes se les unieron más tarde[5].
Edmund Wilson en su lúcido
relato de los avatares icarianos en los Estados Unidos –que seguimos en
apretada síntesis- nos informa de que, aunque los icarianos no se disolvieron
hasta casi finales de siglo, sus etapas de prosperidad fueron modestas y
escasas. A pesar de todos sus esfuerzos nunca lograron salir adelante;
dependían del dinero que recibían de Francia, pues no producían lo suficiente
para cubrir sus necesidades. La consecuencia fue que los icarianos contrajeron
grandes deudas que nunca pudieron pagar. Se dice que tardaron decenios en
aprender el inglés. Celebraban continuamente reuniones políticas, donde solían
pronunciarse interminables discursos en francés y se mostraban desunidos y
desgarrados por disensiones frecuentes (secuelas del conflicto entre los
instintos del pionero americano y los principios del doctrinario francés).
Influyó también en su fracaso el hecho de
carecer Cabet, en tanto que líder, de la superioridad espiritual de un Robert
Owen o de un John Humphrey Noyes.
Fue el más
burgués de los dirigentes comunistas y el menos carismático. No tenía verdadera
imaginación para adivinar las posibilidades de la agricultura o de la
industria; y, reduciendo siempre la comunidad a las más cautas dimensiones de
la pequeña economía francesa, prohibió el tabaco y el whisky, se dedicó a
supervisar los asuntos privados, minando así la moral de los miembros y
provocando que se espiaran entre sí. Finalmente, llegó a comportarse de forma
tan tiránica o dictatorial que los icarianos cantaron la Marsellesa bajo sus ventanas y le desafiaron abiertamente: “¿Hemos
recorrido tres mil millas para no ser libres?”. En 1856 Étienne Cabet fue destituido y expulsado por la mayoría de la
comunidad, muriendo poco después en San Luis de una congestión cerebral. “Cabet
dejaba el recuerdo de su inalterable entusiasmo, de su encanto persuasivo y
también de su autoritarismo difícil de soportar”[6].
Una segunda
revolución icariana emprendió el camino opuesto. Los miembros más jóvenes,
estimulados por la creación de la Internacional obrera y la Comuna de París de
1871, se alzaron contra los más veteranos, convertidos en pragmáticos
agricultores americanos. Reclamaron igualdad de derechos políticos para la
mujer y la puesta en común de los huertos privados, una de las principales gratificaciones
para la parca existencia de los viejos. Otra escisión provocó la marcha de
algunos a California, donde fueron desapareciendo poco a poco[7]. Hacia 1898, prácticamente ya habían desaparecido.
Los icarianos
también se expandieron por toda Europa, concretamente en España hubo algunas
comunidades icarianas y seguidores de Cabet. Antonio Elorza en su
investigación sobre el socialismo utópico español nos informó acerca de los
utópicos españoles –sansimonianos, fourieristas e icarianos o cabetianos-
durante los años iniciales de la Regencia de María Cristina, necesarios
precedentes para el nacimiento del anarquismo y del socialismo marxista en
España. Concretamente en su antología recoge
el grupo de catalanes que se agruparon en torno a Narciso Monturiol, el inventor del submarino “Ictinio” y de José Anselmo Calvé, fundador de las
sociedades corales, también fueron cabetianos. El primero fundó un periódico de
esta tendencia, “La Fraternidad” (1847-48), la que siguió “El padre de familia”
(1848-49)[8].
TOMÁS MORENO
[1] Una
historia de la felicidad, Taurus, Madrid, 2006, pp. 380-384.
[2] El libro había aparecido en 1839
con el título Voyages et aventures de
lord William Carisdall en Icarie, “obra de Francis Adam traducida del
inglés por Th. Dufruit, profesor de lenguas”. En 1840 aparece la nueva edición
ya a su nombre y con el título de Voyage en Icarie. El epígrafe decía: “Primer
drecho: vivir. A cada uno según sius necesidades y de cada uno según sus
fuerzas” (D. Desanti, op. cit., p. 374)..
[3] Según Morton, ya conocía
además la obra de Owen y de Harrington.
Los constructores de Icaria parecen haber imitado a los arquitectos de Amauroto
y el fundador de Icaria, Icar paree
descender en línea directa de Utopus,
el héroe de Tomás Moro; el mismo geometrismo: Icaria está dividida en 100 provincias y cada una en diez distritos
municipales; sus calles amplias rodeadas de jardines, cada manzana tiene 15
casas iguales; las aceras están cubiertas por tejadillos de cristal, para
proteger de la lluvia, y unas máquinas eliminan la “polución” de las calles.
[4] A. L. Morton, Las utopías socialistas, Ediciones
Martínez Roca, Barcelona, 1970, pp. 134-135.
[5]
Edmund Wilson, Hacia la estación de Finlandia, Alianza,
Madrid, 1972, pp. 131-138.
[6] Dominique Desanti, Los socialistas utópicos, Editorial
Anagrama, Barcelona, 1973, pp. 369-397.
[7] Edward Wilson, Hacia la Estación de Finlandia, op. cit.
pp. 132-134.
[8] Socialismo Utópico español, Selección de Antonio Elorza, Alianza
Editorial, Madrid, 1970, pp. 100-141.