Nos complace traer a nuestra sección de Narrativa del blog Ancile otro (inédito) de los espléndidos relatos a los que nos tiene acostumbrados el escritor y poeta (y amigo verdadero) Pastor Aguiar, esta vez bajo el título de El grillo, sugerente y simpática narración costumbrista que hará, de seguro, las delicias de nuestros habituales lectores.
EL GRILLO
(A mi amada esposa, quien me sugirió
escribir esta anécdota tomada de la realidad)
Andaría yo rozando los quince, sí,
recuerdo que la finca estaba bajo amenaza de desaparición. Otras más extensas
ya habían sido robadas por el gobierno. Ahora me parece humor negro, imagina,
la autoridad tomando posesión de la propiedad ajena; pero no iba a hablar de
eso. En realidad se trata del grillo. No vayas a imaginar una persona llamada
así, o apodada como tal.
Era lo que en realidad conocemos por
un grillo de seis patas. De seguro habrá muchas variedades, aunque a éste no
llegué a verlo. Digamos que era un grillo negruzco, lo que los campesinos
llamábamos “sangandongo”, por sus dimensiones; de pecho poderosísimo, casi
barril. Un grillo a punto de caballo al que tuercen los testículos, coño,
porque nunca olvidaré aquella voz tremenda. Ya dije voz y no quiero tachar lo
escrito; sin embargo, para ser fiel a la memoria, suma de todos los grillos del
mundo: échales pimienta en el trasero y mezcla tal retumbe de ametralladoras
con relinchos, mugidos. Así me pareció cuando debían ser las dos de la
madrugada.
Como estaba desarrollando la hombría
a todo tren, y mi madre adquirido esposo, me habían dispuesto una cama personal
en un cuarto que no era otra cosa que la mitad del portal forrado con tablas de
palma real. En una esquina, a los pies del camastro, se amontonaban diversos
cachivaches, desde varios sacos de maní con cáscara, latas, la montura de la
yegua, hasta el fogón de keroseno que pronto iba a sustituir la cocina de leña.
Aquella noche me había acostado un
poco más tarde, por lo de la caza de cocuyos con mis primos Bernardito y Raúl.
Al otro día mi padrastro iba a llamarme a las cinco para guataquear arroz en la
finca de los Calderines, así que necesitaba dormirme pronto. No había mirado el
reloj, pero serían alrededor de las once.
Parece que la excitación de las
carreras tras los cocuyos no se me apaciguaba. Me traté de relajar sobre el
hombro derecho. La oscuridad era una masa sofocante, propicia para los fantasmas,
como aquella poeta que solía caerle desde el techo a tío Martín y abofetearlo
hasta que éste le cantara las décimas que ella le iba dictando.
Como me consideraba hombre, por los
nuevos atributos que en los últimos meses me iba descubriendo, sacudí tales
bobadas de apariciones y me empeciné en la laguna de Asiento Viejo, el agua
mansita lamiéndome los pies como un bálsamo, el yerberío donde las truchas saltaban
tras las ranas en pelotas, con aquellos muslotes que se me antojaban de
Magalys, ya mujercita.
Boca arriba no, así tendría
pesadillas, precisamente los cabrones fantasmas. Mejor del lado izquierdo, para
que la pared me diera apoyo a la espalda; pero entonces el grillo.
Sí, cuando al fin el sueño me cubría
de telarañas, el primer timbre. No era el típico cric crac; era un timbrazo
alargado y filoso, entre serrucho devorando maderas y ese chirrido que lanza el
cristal de los vasos cuando se frotan.
_ Ah carajo, lo que me faltaba.
Si hubiera sido un grillo normal,
nada mejor para calzar el sueño, pero esta cosa que al minuto imaginaba como
dije al principio, me machacaba los sesos.
Calculé que se escondía entre dos
tablas, a la altura de mi región lumbar. Así que encogí la pierna derecha y con
el calcañal golpeé dos o tres veces la zona.
_ Menos mal, creo que se fue_ Pensé
ante el breve silencio.
Y fue breve en verdad la tregua,
tiempo mínimo para el segundo aire que lo potenció al máximo, porque entonces
tronó un repertorio de elefantes en estampida, toros durante la capazón. Algo
así, de seguro, era la causa de que la gente enloqueciera. Atanasio había
perdido la cordura con este grillo que debía tener medio siglo de edad y pesar
cerca de una arroba.
Para colmo, por aquella época yo ni
soñaba con los libros de yoga, las largas sesiones de meditación que mucho más
tarde me ayudarían tanto a nadar a través de las calamidades.
De haber tenido tales recursos de
autocontrol, no dudo que me hubiera relajado, respirado profundamente y con
toda la fuerza de mis sentidos hechos puños, sacado al grillo hijo de mala
madre hasta la luna misma.
Lo de tener que madrugar dejó de
preocuparme; ni siquiera dormir quedó en mis planes inmediatos. Ahora
me
enfocaba, desesperadamente, en asesinar al grillo.
Cerca de mi cabeza había una lámpara
de petróleo, los fósforos al pie. La encendí y una luz haragana y pestilente
apenas destejió cuatro a cinco varas de sombra alrededor.
Como tal penumbra no me hería los
ojos, pensé que de asustarse el animal, podría conciliar el sueño.
Todo lo contrario, creo que el
indecente bicho de los mil demonios se sintió en la Escala de Milán, y
terremótico, desguazó cuanta nota usted sea capaz de imaginar. La tablazón
vibró, los clavos lloraron a punto de ser escupidos. Fueron patadas entonces,
manotazos míos en cada juntura. Él tomaba un brevísimo reposo y contraatacaba con
burla creciente.
Cuando ya había decidido salir con la
colchoneta para el extremo sin paredes del portal y tirarme junto al seto de
yerba buena, se me ocurrió la venganza perfecta.
Agarré un caldero bien hondo y lo
repleté con agua. Acto seguido, con la mecha de la lámpara, encendí el fogón y
puse el recipiente a hervir.
Fue cuestión de veinte minutos en que
soporté la tortura gracias a la sorpresa mortífera que muy pronto iba a dar a
la desmadrada bestia.
La yema del índice me gritó que el
agua comenzaba a hervir. Apagué la hornilla y llené un jarro de medio litro.
_ Ahora vas a hacer gárgaras, hijo de
la putísima, vas a ver quién puede más, coño.
Lancé la primera roseada detrás de la
cama, justo donde debía estar. Parte del líquido rebotó y fue empapando el
colchón y anegando el piso.
Otra andanada debió mojar los sacos
de maní, ah, bonito lío me iba a buscar; pero ahora lo que me importaba era
freír al monstruo.
Cuando supuse que era cadáver, que al
amanecer lo iba a encontrar sobre la yerba cercana a la pared, más grande que
el cerdo Candito, sonó molto vivace en la unión de dos paredes, detrás del
fogón. Furibundo, así el caldero por las asas y lo vacié allí mismo, de
sopetón, y después lancé el recipiente vacío con todas mis fuerzas. El metal
retumbó por toda la casa armonizando con la gritería de la lámpara
desguazándose.
Desde el cuarto al otro lado de la
sala, me llegó la voz de mi madre.
_ ¡Pepito, qué te pasa!
_ ¡Nada, un grillo que no me dejaba
dormir; pero acabo de matarlo. Quédate tranquila!
Pastor Aguiar
Julio 8-13