Nos es muy grato traer a la sección, Narrativa, del blog Ancile, al narrador y profesor Fernando Parra Nogueras y algunos fragmentos de su novela, Persianas, finalista del premio Azorín de novela, editado por la editorial Funambulista, y cuya lectura desde aquí recomendamos vivamente y que se presentará en Granada en breve. Daremos puntual noticia del evento.
FERNANDO PARRA NOGUERAS
"PERSIANAS"
Fernando
Parra Nogueras (Tarragona, 1978) es profesor de Lengua y Literatura Españolas
de en Alicante. Desde hace una década, mantiene una columna semanal de carácter
literario en el Diari de Tarragona, amén de otras colaboraciones en
otros medios de prensa escrita y en revistas literarias, que recoge en su blog:
Cesó todo y dejéme. Algunos de sus artículos han quedado entre los
finalistas del prestigioso Premio de Periodismo Literario Francisco Valdés y
este mismo año se publicará una antología de los mismos bajo el título Acogerse
a sagrado. La literatura como salvación (Silva Editorial). En 2020
aparecerá su segunda novela, El antropoide (editorial Candaya)
Persianas,
con la que quedó finalista del Premio Azorín en 2017, es su opera prima.
PÁRRAFOS SELECCIONADOS POR EL AUTOR
“La sucesión perfecta, infalible, de las
persianas de mi calle, siempre las mismas, una detrás de la otra, en orden
inalterable y a las mismas horas, dotaba a mi mundo de una confortable
seguridad donde no había lugar para la sorpresa o la incertidumbre. Las
persianas eran la alegre constatación, un ejemplo de tantos, de que todo
funcionaba bien, según lo establecido, de acuerdo con esa alianza tácita de no
agresión que había rubricado con la vida o con un dios hecho a mi medida a
quien rezaba de manera irregular, caprichosa y egoísta. Igual que sabía el
orden meticuloso de las persianas, sabía también que mi madre cocinaría ese
mediodía gachamigas, que mi hermano estaría ya viendo los dibujos animados
matinales o que mis padres no habían muerto durante la noche anterior en su
cama. Aunque para esto último no hubiera podido evitar acercarme sigilosamente
hasta la puerta entornada de su habitación para escuchar sus respiraciones
acompasadas. Y así era cómo la vida o ese dios manufacturado cumplían con las
cláusulas de su contrato. Eran los tiempos en que la existencia no estaba
sujeta a la zozobra de lo azaroso”
“Aquella acera que de repente moría en un
lecho pedregoso de tierra amarillenta tenía algo de finisterre existencial. Con
ella no solo terminaban los límites del barrio iniciando, tras su último
vestigio de cemento labrado, un páramo de maleza y guijarros; era también la
puerta a un mundo inhóspito, repleto de inciertas noticias acerca de los
peligros que entrañaba adentrarse en él, mitos forjados por el celo protector
de los adultos que nos advertían del pozo oculto por las hierbas que se tragaba
a los niños o de las cabañas habitadas por extraños seres malignos. Todo aquel
paraje representaba la inseguridad extramuros de nuestra tribu de arrabal,
lejos de la protección de nuestros templos de hormigón armado. Solo nos
aventurábamos en sus inmediaciones para levantar la hoguera de San Juan como un
sacrificio de muebles viejos y cartones que hubiera que inmolar a los leviatanes del descampado o
para jugar a las canicas, irisando el yermo con los destellos que el sol
desportillaba en los cristales. En aquellos primeros metros del descampado
dejábamos los niños nuestro rastro de agujeros hollados para el gua o una
ristra de hormigas abrasadas por el armagedón de las lupas. Pero siempre cerca,
al amparo de aquella acera que en su último trecho iba erosionándose, cada vez
menos acera, hasta hacerse ruina en su estertor de argamasa”.
Querido Chanquete:
Es imposible escuchar tu acordeón y no
sentir que en cada una de sus notas se nos van, como evaporados, trocitos del
alma. Algo así como las partículas de agua que quedan suspendidas en el aire
tras haber roto la ola en los cantiles. Minúsculas y desamparadas, permanecen
unos segundos pendidas de la nada, y luego desaparecen arrastradas por la brisa
marina o se esfuman absorbidas por el sol. Tu acordeón es esa brisa de salitre
que peina las arenas de la playa o ese sol tibio de la media tarde que dora ya
sin fuerza los torsos desnudos de los niños en la orilla y perfila las sombras
de las escarpaduras que se adentran en el mar.
La canción de tu acordeón es triste porque
la han compuesto las conchas vacías de la ribera, las algas secas adheridas a
las peñas, el borboteo de la espuma agonizando en la orilla tras la última ola;
el rumor lejano de las gaviotas, la respiración profunda del océano, las ruinas
de un castillo de arena. La han compuesto los gemidos del maderamen de los
barcos fondeados, el óxido de los cañones de los galeones hundidos, las
botellas sin mensaje, las lánguidas sirenas despechadas. La canción de tu
acordeón es melancólica y nostálgica porque suena allí donde el cielo se junta
con el mar, creando el gran azul donde el mundo se extermina.
Deja, Chanquete, de tocar tu acordeón.
Enciérrate en tu camarote y no salgas de él; deja que la pleamar reflote tu
barco, abandónate al vaivén de la marea, no opongas resistencia a la corriente,
limpia la rémora de la quilla que te retiene aquí, entre los hombres de tierra,
y adéntrate con tu acordeón en el abismo infinito del piélago, a la deriva,
allá donde tus notas se confundan con el oleaje embravecido, con los embates
del viento, con los truenos de las tempestades, allá donde no podamos oírte. Y
muere, Chanquete, muere. Muérete con tu acordeón allá lejos, en mitad de los
líquidos taludes, y que las nereidas tejan tu mortaja y te entierren a ti y a tu acordeón, sepultado entre los
atolones de las perlas más negras de la mar.