Presentamos la quinta entrega de las Utopías maquetas, del filósofo y profesor Tomás Moreno, que lleva por título Organización política dirigista y autoritaria, para la sección de Microensayos del blog Ancile.
UTOPÍA MAQUETAS: ORGANIZACIÓN POLÍTICA
DIRIGISTA Y AUTORITARIA, QUINTA ENTREGA
UTOPIAS
MAQUETAS: ORGANIZACIÓN POLÍTICA DIRIGISTA Y AUTORITARIA
Uno de los rasgos comunes presentes
en la mayoría de las utopías literarias es el carácter dirigista y autoritario
de la organización socio-política de la Ciudad o del Estado que nos presentan
como modélica y deseable. En el caso de la Kalipolis de Platón (paradigma de toda utopía política) ése es uno de los más
más perceptibles y destacados. En el diseño de su “Politeia” el filósofo
ateniense ajustará el esquema de su Estado
Justo al modelo del Alma humana
perfecta, en total homología y correspondencia con ella.
Tres son, en
consecuencia, las partes o clases
sociales que lo constituyen, diferenciadas entre sí por su "función
específica": 1ª) la clase de los productores o trabajadores
(demiurgoi), representan el “Alma
concupiscible” de la Polis o Estado (epithymía);
su función es la de producir los bienes materiales y económicos necesarios para
la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos; deben ser educados en la
virtud de la “templanza” (sophrosyne);
2ª) la clase de los guardianes o auxiliares (phylaques), representan el “Alma Irascible” del Estado (el thymós, la sede del ánimo, del orgullo,
delvalor, del honor);su función es la defensa armada del Estado; deben ser
educados en la virtud de la “fortaleza” (
andreia);
y 3ª) la clase de los gobernantes o filósofos reyes (
philosophus basileus) representan el “Alma racional” del Estado (
Logos); su función es la de regir y
gobernar el Estado y administrar sus bienes; deben ser educados en las virtudes
de la “sabiduría” (
sophía) y de la “prudencia”
(
phrónesis).
De la ordenada armonía y
ajustamiento entre sus partes constituyentes se derivará el establecimiento de
la “Justicia” en la ciudad: el “Estado justo”. Este “ajustado” ordenamiento de
la sociedad se fundamenta sobre un Principio esencial: el principio de la especialización de las funciones. Una sociedad es “justa” y “armónica” únicamente y sólo si cada
clase social cumple estrictamente con las funciones que le son propias y que
tiene encomendadas, sin inmiscuirse ni alterar las funciones de las restantes. Es
decir: sólo “los que saben” deben gobernar; la función política debe estar
encomendada a los expertos, a los más sabios, a los mejores, a los
especialistas en política poseedores de la “episteme” o “téchne politiké”, de
la “areté” política; los “valerosos” y “fuertes” deben defenderla, luchar por
ella; y los “trabajadores” producir los bienes necesarios para la subsistencia
de la mayoría.
Todos
en general, y la clase dirigente en particular, deben subordinar su propia
felicidad en beneficio de la felicidad
del todo social, del Estado. Cuando, en el libro VII de República, Adimanto, extrañado de las deberes y obligaciones
exigidos a los miembros de la clase dirigente en el nuevo Estado que se
proyecta, interroga a Sócrates acerca de la dudosa felicidad de los gobernantes
entregados por entero al Estado, éste le contesta que la única “felicidad” que se persigue en su “proyecto
estatal” es la del todo social y no la de una única clase particular. Sólo son
dignos de gobernar aquéllos que son los mejores tanto intelectual como
moralmente: “-¿A qué otros obligarás” -se pregunta al respecto Sócrates- “a
dedicarse a la guarda de la ciudad sino
a quienes, además de ser los más entendidos acerca de aquello por medio de lo
cual se rige mejor el Estado, posean otros hombres y lleven una vida mejor que
la del político? –A ningún otro- dijo” [Adimanto] (Rep. Lib. VII, 521b).
En tal Estado la rebelión o sedición
es casi impensable, pues cada clase social ha sido educada en una virtud
reguladora específica y programada para aceptar su rol social sin discusión (véase
el “Mito de los metales”, Rep. Lib. III, 415 a-c), en el entendimiento de que
de igual manera que los enfermos para curar sus dolencias obedecen las
instrucciones de los “que saben” -los “médicos”-, así también todos los
ciudadanos están convencidos de que solamente los que poseen la “areté”
política
deben gobernar. Este principio funcional trata, por una parte, de
conciliar el “dato de la diversidad” de las partes con la exigencia de la “uniformidad
y cohesión” del todo estatal; y, por otra, de asegurar el orden social, que es
producto de la subordinación de lo inferior respecto de lo superior, del
dominio de la sabiduría sobre los apetitos.
En el Estado de la República platónica, por ejemplo, los
individuos, clases e instituciones fundamentales de la sociedad, a la manera de
un “organicismo social”, están orientadas a asegurar el orden y la armonía del
todo social, eliminando la propensión o tendencia intrínseca al “desorden”, que
es, según Platón, característica de la actividad política empírica. Un orden y
una armonía que serán todo lo eficaz que se quiera, pero que son profundamente
inhumanos. La familia, la educación, la organización del trabajo, el régimen de
propiedad, serán, en consecuencia, objeto de especial atención en el Estado
platónico.
La imagen analógica que
del político estadista utiliza Platón en República
es la de un artista pintor que
inspirándose en un bello modelo, la
Constitución Espartana, trata de seleccionar los mejores materiales, los más
dúctiles y moldeables, elimina obstáculos y asperezas, y utiliza un flamante
lienzo para plasmar en él su obra de arte:
Tendrán –dije- que coger, como se
coge una tablilla, la ciudad y los caracteres de los hombres, y ante todo
habrán de limpiarla, lo cual no es enteramente fácil. Pero ya sabes que este es
un punto en que desde un principio diferirán de los demás, pues no accederán ni
a tocar siquiera a la ciudad o a cualquier particular, ni menos a trazar sus
leyes, mientras no la hayan recibido limpia o limpiado ellos mismos (Rep. Lib. VI, 501a).
Al igual que en República, en donde para llevar a efecto su “Kalipolis” prescribe -obsesionado por recuperar una supuesta pureza
social prístina-
la
expulsión de su Polis ideal de todos los individuos mayores de diez años, una
verdadera “deportación en masa” (
Rep. Lib VI 540e-541a), ta
mbién en Leyes
establecerá como condición necesaria previa para el éxito de su proyecto
político un “nuevo comienzo” depurado de toda impureza o imperfección heredada.
Se trata, en este caso, del relato de lo que podríamos denominar la elaboración
de un “proyecto de ingeniería social utópica”, en el que se parte de cero y en
el que el Legislador tiene las manos libres para poder diseñar a su gusto, sin
asumir o arrostrar imperfecciones o condicionamientos de ninguna situación
política previa, el mejor Estado posible, la mejor de las Constituciones factibles o realizables. El
propio Clinias así lo expresa cuando afirma que se trata de crear un Estado
absolutamente nuevo “si nosotros”
-dice- “lo fundáramos desde sus orígenes”.
Tres son, en consecuencia, los objetivos que, mediante el oportuno
ordenamiento legislativo, debe perseguir el nuevo estado: el primero, alcanzar
una auténtica estabilidad y fijeza en las instituciones políticas; seguidamente
en segundo lugar, proporcionar cierta
movilidad al cuerpo social, pero pautada, ritmada, controlada y, en tercer
lugar, asegurar un orden armónico y cohesionado de toda la comunidad, evitando
la diversidad (poikilia). El Estado
Justo de Kalipolis, que diseña en su “República” se
ajustará, en consecuencia a estas exigencias.
El resultado, como veremos, será la
configuración de un Estado o sistema político sin conflictos; esto es: sin
actividad política, porque ésta es por esencia conflictiva; un régimen
conscientemente diseñado para impedir e imposibilitar todo cambio, todo
devenir, toda fluctuación y corrupción, geométricamente planificado y
rígidamente programado hasta en sus mínimos detalles y que se sitúa en el plano
del “deber ser”, en el plano ideal como “Modelo” con respecto al cual todo
estado empírico debería conformarse. En
este “Estado Justo” la comunidad social se organizará como un todo armónico y
ordenado en el que sus partes constitutivas deberán estar perfectamente
ajustadas y subordinadas entre sí, sus funciones estrictamente delimitadas y
sus instituciones cuidadosamente configuradas para posibilitar su permanencia y
conservación
.
En ninguna otra utopía posterior se organiza de
esa manera -aristocrática ilustrada y “perfecta”- el gobierno y dirección de la
ciudad. Antes de examinar el tipo de gobierno en alguna de las utopías
literarias que estamos analizando, es preciso decir que todo tipo de regímenes
políticos han sido elegidos por los distintos autores utopistas: desde la
democracia más hasta la anarquía más absoluta pasando por la monarquía
patriarcal o el absolutismo más rigorista.
Así Thomas More, paradigmático dentro del género utópico, nos presenta
un régimen político que en ningún caso podría calificarse de despótico o
tiránico. Su Utopía está organizada políticamente según un modelo
monárquico-patriarcal, en el que la autoridad política recae siempre en los
hombres (ancianos, padres y maridos). Los cargos o magistraturas políticas (los
magistrados se denominan sifograntes, entre los cuales se elige a
los traniboros) son electivas, se
renuevan anualmente. Las leyes se discuten, debaten y aprueban en un Senado
(constituido por 200 magistrados miembros) y con ellas se regulan todos los
aspectos de la vida política, social y económica. El Senado designa al príncipe
de la ciudad de entre los cuatro candidatos previamente propuestos por el
pueblo, y desempeña su cargo de forma vitalicia, salvo cuando se sospecha que
abriga la intención de convertirse en tirano. Lo asiste en sus funciones un
consejo o gabinete compuesto por veinte taniboros y dos sifograntes.
La organización política de la Taprobana de La Ciudad del
Sol de Campanella está diseñada,
por el contrario, según un régimen político de carácter teocrático y
jerárquico, en forma de una hierocracia inspirada en la religión natural o de
un claro cesaropapismo, en el que el Poder Supremo, político y religioso a la
vez, es ejercido por Hor, el “Gran Metafísico”, Sumo Sacerdote teólogo y
legislador, al que llaman "Sol", y que es príncipe y sacerdote. Reúne
en su persona todo el poder político y religioso: “Pues tienen un sumo
sacerdote, al que llaman Sol, o lo
que en nuestra lengua significa Metafísico.
Él es la suprema autoridad, tanto en lo espiritual como en lo temporal, en toda
materia o asunto, su decisión es la definitiva”.
Sabio
eminente, hombre de ciencia, representa, como los filósofos reyes de Platón, la sabiduría. Sólo puede ser desplazado
del Poder cuando aparezca alguien más sabio “
que sepa la raíz y la prueba de todas las artes y las ciencias”. Se
trata de un cargo electivo, no hereditario. Compartían con él el gobierno tres
Ministros (triunvirato) que se ocupaban, respectivamente, del “Poder” (llamado “Pon”),
que regulaba los asuntos políticos y la guerra; de la "Sabiduría"
("Sin"), encargado de las ciencias, las artes y la industria; y del
"Amor" ("Mor"), que entendía del amor, el régimen
matrimonial, la sexualidad y también de los asuntos económicos y comerciales
.
En la
Christianopolis luterana de
Johann Valentín Andreae
el gobierno de su ciudad ideal -ubicada en una islita, llamada Caphar Salama-
es también teocrático y está a cargo de un triunvirato porque, “aunque la
monarquía ofrece muchas ventajas, ellos prefieren reservar esa dignidad a
Cristo, y desconfían, no sin motivo, de la capacidad de los seres humanos para
gobernarse a sí mismos”. Los asuntos centrales del Estado son dirigidos por
ocho hombres y tienen a sus órdenes ocho subordinados. Hay veinticuatro
concejales elegidos por los ciudadanos. Los miembros del triunvirato, los
funcionarios y los concejales no obtienen sus puestos merced al nacimiento o la
riqueza, sino en gracia a sus virtudes superiores, a su experiencia en la cosa
pública y al amor y el respeto que inspiran. El Estado se rige por los mandatos
de la religión, por la ley de Dios. Sin embargo es el Legislador de esa
república cristiana (el propio J. V. Andreae) quien impone su suprema voluntad
de una manera dictatorial tanto en el diseño de la ciudad como en la legislación
y clase de instituciones que rigen la población de Christianópolis. Así, al
tratar de reformar la sociedad a partir del diseño que él mismo ha ideado
confiesa sin ninguna clase de escrúpulos: “Dado que nadie quiere que se le
reprenda y yo tampoco lo quiero hacer, me construí yo mismo una ciudad […] en
la que poder ejercer mi dictadura”.
El caso del régimen político existente en la
Nueva Atlántida de
Francis Bacon es muy
significativo y habitual en el género utópico: una especie de aristocracia
ilustrada o de despotismo elitista y
tecnocrático que en nombre de la ciencia organiza las instituciones sociales y
dicta las leyes
Bensalem, al parecer la forma de gobierno existente desde hace más
de dos mil años es la monarquía y las leyes del reino, promulgadas mil
novecientos años atrás por el rey Salomón, siguen aún en vigencia. La
institución más notable que nos legó este rey fue la creación de una orden o
sociedad científica denominada
Casa de
Salomón (conocida también por el nombre de
Colegio de los Trabajos de los Seis días) que está dedicada “a
investigar la verdadera naturaleza de las cosas, por lo cual Dios pudiera tener
mayor gloria en su creación y los hombres mayor fruto en el uso de ellas”,
institución que es la que verdaderamente rige los destinos de la ciudad.
La
Icaria de
E. Cabet es formalmente
una República Democrática, en la que la Soberanía popular delega a una
Representación popular (constituida por unos 2000 diputados) la capacidad para
escribir una Constitución y sancionar sus leyes y a un “ejecutorio” (el poder
ejecutivo) el poder de hacerlas ejecutar. Todos los funcionarios públicos y las
numerosas comisiones de expertos existentes son, por consiguiente, mandatarios
del Pueblo y todos son
electivos,
temporales, responsables y revocables. Sin embargo y a pesar de su formalidad
democrática nos sentimos extrañamente inquietados e incómodos cuando
comprobamos que en esa sociedad imaginaria existen rasgos en común con los
regímenes totalitarios que habrían de producirse en el siglo siguiente:
En efecto –escribe Maria Luisa Berneri-
la arquitectura grandiosa, reminiscente de la Italia mussoliniana; la afición
por los uniformes y el culto a la disciplina; la adoración profesada a Icar, el
dictador muerto, cuya imagen se exhibe en todos los lugares públicos y cuyo
nombre se invoca en canciones y discursos, nos traen a la memoria frescos y
dolorosos recuerdos. Por eso, sin ninguna sorpresa nos enteramos de que a la
implantación del régimen en Icaria siguió la quema de determinados libros y la
imposición de una rígida censura sobre toda la producción artística”.
Aunque en la pequeña muestra elegida para nuestra investigación y análisis
es variada la forma de gobierno y el régimen político de las distintas utopías –desde
la democracia, hasta el autoritarismo más despótico y absolutista, desde la
hierocracia o teocracia más rigurosa hasta la aristocracia más ilustrada- y
sabiendo además que ha habido algunas utopías literarias que han propugnado
incluso la anarquía (la ausencia total de leyes y de poder político
institucional), sin embargo la idea de gobierno que ha trascendido
históricamente en relación con las sociedades utópicas ha sido la de un régimen político dirigista, centralizado,
planificador y despótico. Recordemos si no estas palabras de uno de sus
tratadistas e historiadores más conspicuos:
“A menudo el estado utópico, comenzando
por el del espartano Licurgo, es la obra de un monarca absoluto que impone
rigurosamente sus conceptos personales de la virtud y de la felicidad al
conjunto social. En nombre de la justicia y la igualdad estos gobernantes
desconocen la libertad, para realizar la felicidad imponen la obediencia servil
y la conformidad; para lograr el orden niegan la aventura, la variedad, la
espontaneidad y la creación […]. No es la perfección estática, sino el constante
avance, renovación y trascendencia la mejor alternativa a la vida en Utopía”
.
A pesar de la absolutización
teocrática del poder político que podemos observar en algunas de desideratum o ideal al que aspira todo teórico
utópico es, sin embargo, la supresión definitiva de todo gobierno, por
considerarlo asiento y, a la vez, síntoma del mal. Objetivo éste que sólo será posible
cuando la humanidad alcance la perfección o madurez suficiente ya que -argumenta
el utopista- necesitamos un gobierno sólo en la medida en que los hombres somos
imperfectos o, como se establece en la tradición teórico política agustiniano luterana,
en tanto en cuanto “sólo los hombres pecadores necesitan gobierno”.
De ahí que el rechazo del principio político es, efectivamente,
rasgo común en gran parte de la literatura política utópica y su justificación
es que la desaparición del poder
político -poder del hombre sobre el hombre- terminará al fin por lograrse o efectuarse
ya por evolución (a través de la educación en la virtud cívica de los
individuos o por efecto de una alteración radical de la naturaleza humana ) o
por revolución (mediante una drástica y radical transformación de las
estructuras sociales y económicas que implementase una justa distribución de
los recursos y de los bienes materiales).
Agnes Héller ha enfatizado en
este sentido la paradoja de que los más reputados pensadores políticos
occidentales no teoricen sobre cómo hacer mejor política sino sobre cómo acabar
de una vez con la política. Fourier,
por ejemplo, excluyó expresamente la
política de su falansterio. Proudhon
enunció mediante su principio de
asociación su rechazo de la
política, del gobierno y de los funcionarios. En cualquiera de ambos casos y durante su transcurso, el individuo,
sin renunciar al poder social, reabsorberá en sí al ciudadano abstracto del
Estado (según Marx expresó en su escrito sobre la cuestión judía) oponiéndose a su instrumentalización política. Marx creía que el proletariado no
necesitaba más que adueñarse del aparato estatal para, primero, aprovechar todo
su totalitario poder, y, segundo, para disolverlo después desde dentro. Dando
lugar al paso revolucionario del gobierno
de los hombres a la administración de las cosas.
Para
Engels, por su parte
,
las instituciones podrían ser reemplazadas por relaciones interpersonales: una
vez que el proletariado se suprimiera a sí mismo como tal el Estado desaparecería,
al convertirse a sí mismo en algo innecesario. En
El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado (1884)
,
afirma que es evidente que el Estado no ha existido desde el principio de los
tiempos. Y predice: “La sociedad reorganizando de un modo nuevo la producción
sobre la base de una asociación libre de productores, enviará toda la máquina
del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de
antigüedades, junto a la rueca y el hacha de bronce” (Continuará).
TOMÁS
MORENO
Sobre la República platónica y su forma
de gobierno la bibliografía es inabordable. Nuestra interpretación de la misma
se inspira fundamentalmente en Karl Popper, La
sociedad abierta y sus enemigos, op. cit.; I. M. Crombie, An Examination of Plato’s Doctrines,
Londres, RKP, 1962; Sheldon S.. Wolin, Política
y perspectiva. Continuidad y cambio en el pensamiento político occidental, Amorrortu
editores, Buenos Aires, 1973, pp. 38-78; José Rubio Carracedo, Paradigmas de la Política. Del Estado Justo
al EstadoLlegítimo (Platón, Marx,
Rawls, Nozick ); Juan Antonio Rivera,
Carta Abierta de Woody Allen a Platón,
op. cit., pp. 17-33. Juan Antonio Rivera, Menos
utopía y más libertad, capítulo 5: “La beatería platónica y sus enemigos”,
op. cit., pp. 147-167 y del mismo
autor: Lo que Sócrates diría a Woody
Allen, Espasa, Madrid, 2003, pp. 45-48.
Lewis Mumford, “Prólogo a la edición en castellano” de la
obra de Maria Luisa Berneri op. cit., pp.
11-13. Ciertamente, aunque no todas las utopías literarias respondan a
ese modelo autoritario, es evidente que se trata en todas ellas de realizar o
reflejar con la mayor exactitud, casi al pie de la letra, el dibujo o copia
perfecta del modelo teórico o del diseño en el que se inspiran e imitan y
tratan de construir. Y, dado que el autor utopista se imagina a sí mismo en el
papel de Legislador supremo y todopoderoso, todo pensamiento o acción
espontánea por parte de sus ciudadanos perturbaría su diseño perfecto,
trastocaría sus cálculos y enredaría los hilos que van a dar todos a sus manos.
En consecuencias, nada, absolutamente nada, se deja librado a la improvisación.