Tercera entrega sobre un tema que diría de candente actualidad en virtud de los movimientos sociales e ideológicos que vuelven con especial fuerza en nuestros días, Las utopías maquetas: inmovilismo y antihistoricismo, por el profesor y filósofo Tomás Moreno, para la sección de Microensayos del blog Ancile.
LAS UTOPÍAS MAQUETAS: INMOVILISMO
Y ANTIHISTORICISMO, TERCERA ENTREGA.
LAS
UTOPÍAS MAQUETAS: INMOVILISMO Y ANTIHISTORICISMO (3)
I. Un rasgo común a toda utopía, una vez establecida,
es su fobia al cambio, su inmovilismo. Se trata, en
efecto, de sociedades organizadas
para evitar cualquier tipo de cambio o variación, para asegurar la perpetua
conservación de su perfección alcanzada de manera definitiva. Su evolución
político-social ya está concluida una vez alcanzado el poder e impuesto su
diseño de sociedad perfecta. Inalterables, petrificadas, terminadas de una vez
por todas por definición, son, precisamente por eso, radicalmente reaccionarias. Una vez logrado el Paraíso nada hay ya que decidir, no
queda esperanza de nada mejor y, en
consecuencia, esas sociedades perfectas desembocan inexorablemente en el
conformismo, la pasividad y la desilusión. Como decía Augusto Monterroso “lo
malo de irse al Cielo es que allí el cielo no se ve”[1].
Las utópicas son, por ello mismo, sociedades afectadas de acronía, esto es, carentes de movilidad histórico-temporal. Tras su
implantación permanecen estáticas, fijas, sin
dialéctica ni contradicción, reacias a toda crítica y manifiestan, en
consecuencia, un deseo obsesivo de impedir el devenir y el curso de la historia. Opuestas a todo cambio, a toda variación, a
todo conflicto o tensión, se caracterizan, efectivamente, por su “miedo a la
historia”. Resulta comprensible que esa fobia por el Platón, o decepcionado de él, que
es el de Thomas More.
Toda utopía es voluntarista, su
voluntad se halla implacablemente dirigida contra el hecho contumaz de que el tiempo,
la vida, la convivencia humana engendran necesariamente injusticias,
desigualdades, desacuerdos, conflictos, luchas y, por tanto, posibles
desenlaces inesperados, y quiere inmunizarse contra ellos. Los planificadores
de la felicidad -los utopistas- se esfuerzan por dotarla, ya desde sus mismos
cimientos, de una “eterna seguridad”. Una seguridad inalcanzable ya que la vida
misma está sometida ineluctablemente al cambio, a la variación, al azar, a lo
imprevisible y accidental.
R. Ruyer señala también, a este
respecto, que el utopismo es antihistórico por su propia esencia, y que se
trata de un proyecto humano para
interrumpir la historia, para saltar fuera de ésta y alcanzar un estado de
perfección continua e inmodificable. Hace notar por ello, citando a A. Doblin, que
tanto Hegel como Marx nos ofrecieron su faz utópica antihistórica al concluir
ambos -más allá de los procesos dialecticos a los que decían adherirse- en la
necesidad de un final de la historia:
Hegel veía ese punto final en el Estado prusiano; Marx en el estado comunista
posterior a la revolución proletaria[2].
Como señalara Thomas Molnar es evidente que el utopista -heredero del legado de
Thomas More- incapaz, por motivos culturales, de adoptar la primitiva visión
histórica de la repetición de ciclos e inmerso en un contexto cultural
judeocristiano, adoptará, una vez caído
en la herejía perenne de olvidar la
onerosa culpa del pecado original, un
happy end de la historia, un punto de
vista optimista y escatológico intramundano, según el cual será posible una
regeneración radical de la naturaleza humana que ponga término a la historia y
abra las puertas conducentes a una especie de tiempo intemporal en donde todo
estará ordenado y planeado científicamente, en donde todo será previsible y se
gozará de felicidad[3].
En
el caso de Platón, por el contrario, el utopismo se manifestará como
antihistoricismo, fobia a la historia o arcaísmo
primitivista. Ortega y Gasset se
ha referido en más de una ocasión a ese arcaísmo
de Platón, a su ontología primitiva[4].
Mircea Eliade, el gran historiador
de las religiones y antropólogo rumano calificó también a Platón de filósofo
arcaico o arcaizante señalando que “podría ser considerado como el filósofo por
excelencia de la mentalidad primitiva,
o sea, como el pensador que consiguió valorar filosóficamente los modos de
existencia y de comportamiento de la [5].
Y Karl Popper puso ya de
relieve en La sociedad abierta y sus
enemigos (1945)[6]
los esfuerzos del gran filósofo ateniense por idear una forma de sociedad
humana impermeable al cambio, ahistórica y nostálgica del pasado.
Es cierto que en el comunismo colectivista (y
aristocrático) platónico se ha querido ver, por parte de algunos, una
concepción utópica progresista,
cuando en realidad se trata de una hábil argucia para reconstruir el perfecto
estado de castas espartano y dejarlo varado en el tiempo, evitando su
degeneración. Karl Popper que, como Bertrand Russell en su Teoría y práctica del bolchevismo, ve en
la obra de Platón el más conspicuo antecedente del totalitarismo del siglo XX
en sus dos subespecies de nazismo y de comunismo soviético, dice por ello que
Platón trata a lo largo de su obra de convencernos de que “el cambio es el mal
y que el reposo es divino” y pone de relieve los esfuerzos del gran filósofo
ateniense por idear una forma de sociedad humana impermeable al cambio, una
sociedad cerrada y ahistórica, una
especie de “estado de castas”: una utopía
del estado detenido, como la denomina.
Recordemos cómo Arnold Toynbee nos dejó, en su Estudio
de la Historia, un brillante análisis de la constitución espartana como
ejemplo histórico de civilización
detenida[7]. Y cómo Ernst Bloch llegó a afirmar que Platón,
hostil a la historia y a todo cambio social, invierte el supuesto destino hacia adelante del navío utópico, dándole
viento contrario, ofreciéndonos así la
sopa negra espartana en lugar de la edad
dorada. Su organización del sistema de castas, filósofos, guardianes y
trabajadores, no sería sino una copia idealizada del régimen de Esparta –“el
sueño del estado dórico”- con sus ancianos regentes, sus militares espartanos y
sus ilotas[8].
Lewis Mumford, coincide con
todos los anteriores al sostener que la utopía platónica no es de facto un proyecto hacia el futuro,
sino más bien una mirada melancólica hacia un acontecimiento pasado en el que
tuvo lugar “la primera utopía […], la ciudad como tal”[9].
Y, en consecuencia, el movimiento utópico posterior debe entenderse como los
sucesivos intentos de “restaurar” esa originaria ciudad del pasado: “La
comunidad ideal de Platón comienza en el mismo punto en que llega a su fin la
temprana Edad de Oro: con el gobierno absoluto, la coerción totalitaria, la
permanente división del trabajo y la constante disposición para la guerra, aceptado
todo ello puntualmente en nombre de la justicia y de la sabiduría”[10]
.
De esta manera podemos concluir que el cierre
autárquico y antihistórico del universo utópico platónico, impermeable en el
espacio a toda injerencia o influencia foránea, y cerrado también en el tiempo,
por abominar de la historia y tratar de permanecer existiendo en un presente continuo, fixista,
sin cambios y sin devenir; económicamente autosuficiente; organizado
socialmente según una noble mentira política, de la delación y
de la propaganda, cuando sean necesarias para preservar la estabilidad del Estado;
y, finalmente, regido por una autoridad política absoluta y coercitiva (los
filósofo-reyes), convierte la República Ideal Platónica en un régimen político en
el que un Sócrates redivivo volvería de nuevo a ser condenado a muerte y que en
ningún caso sería elegido por nadie sensato como el ideal de una República en
la que fuese deseable vivir.
II. Nadie, pues, mejor que el utopista aborrece la
historia y su memoria colectiva; el utopista, siguiendo el ejemplo del maestro griego, pretende preservar a la
sociedad de la ley inexorable de la decadencia y de la degeneración a la que
está sometida toda obra humana histórico-temporal. Pero oponerse al cambio, al
tiempo y al devenir -como hacen Platón y los utopistas en general- es oponerse
a la vida misma. En su famoso ensayo Derecha
e izquierda Norberto Bobbio considera
que muchos han sido los efectos perversos de los modos de intentar realizar ese
tipo de ideal utópico colectivista e igualitario en la historia y de ello se
lamenta:
Ninguna
de las ciudades ideales descritas por los filósofos había sido propuesta jamás
como un modelo que se pudiera llevar a la práctica. Platón sabía que la
República ideal, de la cual había hablado con sus amigos y discípulos, no
estaba destinada a existir en ningún lugar, sino que sólo era verdadera, como
dice Glaucón a Sócrates, “en nuestros discursos”. Y, sin embargo, sucedió que
la primera vez que una utopía igualitaria entró en la historia, pasando del
reino de los “discursos” al de las cosas, dio un vuelco para convertirse en su
contrario[11].
En efecto, Platón configura su
República Kalipolis (la Ciudad bella,
la ciudad justa o armónica) como una especie de “pintura sin movimiento”[12], según su propia expresión, dudando a
veces acerca de su posible realización empírica, como una especie de Modelo
divino a imitar. O lo que es lo mismo a la manera de una Ciudad-maqueta ideal,
o de una “Utopía-maqueta” sin vida,
rígida e inmodificable.
J. L. Aranguren, uno de
nuestros más ilustres filósofos del pasado siglo XX, verdadero acuñador de esta
noción de utopía-maqueta, afirmará
por todo ello que la utopía propiamente dicha es siempre como una maqueta concebida
estáticamente, bien-ordenada de una vez por todas, inalterable. Un elaborado
proyecto de una futura o futurible
realidad siempre inalcanzada e inalcanzable y en la que el valor del “orden”
prevalece sobre una libertad que es siempre, intrínsecamente, amenaza de
desorden. Y, consiguientemente, en ella el Estado –estado de quietud e
inamovilidad de lo ya perfecto- predomina onerosamente sobre el individuo. “Paraíso,
si se quiere denominar así, pero sin libertad, o con libertad dentro de un
orden, el establecido. ¡No le toques más que así es la utopía! La
Utopía-maqueta, por su exceso de organización, es inevitablemente burocrática”[13].
La utopía es, en fin, la neurosis del orden total, del orden
absoluto. Pues como escribía George Kateb en la “Introducción” a su famoso ensayo sobre la utopía: “El pensamiento
utópico está dominado por un afán de orden. Un poderoso ímpetu utópico debe
salvar el mundo de toda la confusión y desorden que sea posible. La utopía es
un sueño de orden, de calma y quietud. Su trasfondo es la pesadilla de la
historia”[14].
Como hemos podido comprobar a lo largo de estas
reflexiones la mayoría de sus críticos ven
en la utopía platónica en particular
y en toda utopía en general una especie de nostalgia
del paraíso, de añoranza del orden y de la armonía perdidos, y perciben a
sus impulsores como imbuidos por un deseo inconsciente de vuelta al origen, de regressus ad uterum. Jean Servier[15],
por ejemplo, intuía que el esquema simétrico o concéntrico de las ciudades
utópicas representaba en realidad simbólicamente el seno materno (“como una matriz construida para reintegrar a los
hombres en la armonía del universo”). Y en consecuencia la utopía como un mito
regresivo está penetrada por una incuestionable pulsión de muerte[16], de retorno al estado homeostático anterior al nacimiento, de
regreso a la pre-vida. Algo que también pudo percibir en ella Lewis Mumford[17], quien llegó a señalar que las utopías están
gobernadas por una tendencia antivital:
Para
realizar su ideal Platón hace su República inmune al cambio; una vez
constituido, el modelo de orden permanece estático, como en las sociedades de
insectos, con las cuales guarda una estrecha semejanza [...]. Desde su mismo
comienzo aflige a todas las utopías una especie de rigidez mecánica. Según las
interpretaciones más generosas, esto se debe a la tendencia de la mente o
cuando menos del lenguaje, señalada por Bergson, a fijar y geometrizar todas
las formas de movimiento y de cambio orgánico; a detener la vida para
entenderla; [...]. De ahí que nada puede ser más funesto para la sociedad
humana que realizar estos ideales. (Continuará)
Tomás Moreno
[1] Augusto Monterroso, “El Paraíso Imperfecto”,
en Cuentos, fábulas y Lo demás es silencio, El País, Clásicos
del siglo XX, Madrid, 2003, p. 224.
[6] Karl Popper, en su La sociedad abierta y sus enemigos (Ediciones Orbis, dos tomos,
Barcelona, 1984) nos descubrió que las utopías
sociales pueden reflejar, junto al anhelo de una sociedad futura más justa,
la querencia por una forma de vida pasada. Esto es algo que ya advirtió en
relación con la utopía platónica (y también lo hizo Mircea Eliade, como hemos
visto). Y algo incluso que Marx también reveló indirectamente al llamar con el
mismo nombre, “comunismo”, tanto a las bandas de cazadores-recolectores
(“comunismo primitivo”) como a la forma última y culminante de estructura
social, en que la historia tocaría a su fin y dejaría de proporcionar
novedades: el comunismo poscapitalista Pero es muy difícil defender –como hacen
algunos apologistas de Popper- que el totalitarismo
teórico de Platón se haya transmitido a través de una secuencia
ininterrumpida de pensadores que lo transmitieran desde el siglo IV a C. hasta
el siglo XX. Más bien, habría que pensar que Platón fue uno de los que primero
y mejor supo reflejar una añoranza hondamente sentida hacia órdenes sociales
cerrados, pequeños, intelectualmente controlables y en los que las personas
comparten ideas comunes acerca de qué es conveniente para el grupo. Esa
nostalgia tienen seguramente una raíz evolucionista y está entroncada con el
hecho de que hemos vivido en comunidades así durante la mayor parte de la
historia de nuestra especie. Esta nostalgia
o sombra del pasado conoció avatares
posteriores y parasitó cabezas las cuales seguramente nada sabían de Platón y
sus ideas. Para toda importante esta temática véanse estas dos excepcionales
ensayos del filósofo español Juan Antonio Rivera, Carta abierta de Woody Allen a Platón (Madrid, Espasa Calpe, 2005,)
y Menos utopía y más libertad
(Barcelona, Tusquets, 2005).
[7] Arnold J. Toynbee,
Estudio de la historia, (Compendio), trad. Luis Grasset, tres tomos,
Alianza Editorial, Madrid, 1970, tomo 1,
pp 271-275.
[9] Lewis Mumford, “La Utopía. La Ciudad y la Máquina”, en
Frank E. Manuel (comp.), Utopías y pensamiento utópico,
Espasa-Calpe, Madrid, 1982, pp. 31-54.
[11] Norberto Bobbio, Derecha e izquierda, Punto
de lectura, España, 2000, pp. 167-168. Para
el pensador socialista italiano esa utopía invertida, como la denomina, no es otra que esa “grandiosa
utopía igualitaria, la comunista, anhelada desde hace siglos [que] se
convertirá en su contrario en el primer intento histórico de realizarla”.
[12] Como se dice al inicio del Timeo (19 b y
c) por parte de Sócrates. Platón alude en varios pasajes de sus Diálogos a esta cuestión. El texto
citado por Bobbio pertenece a República Lib. IX, 592b, en el que Sócrates confirma la objeción de
Glaucón acerca del carácter verbal (ficción, ficticio) de la Ciudad Justa: “La ciudad que veníamos fundando […]
no existe más que en nuestros razonamientos, pues no creo que se de en lugar
alguno sobre la tierra”. Sin embargo, en otros pasajes (Rep. Lib. V, 473a-473c, y en la Carta
VII) Sócrates sostiene claramente que la fortuna de que nazca un rey
filósofo o de que un filósofo llegue a ser rey es ciertamente lejana, pero no
absurda o imposible..
[13] José Luis Aranguren, “Utopía y libertad”, en Revista de
Occidente, Núms. 33-34, Orwell y 1984: De
la Utopía a la Libertad, Febrero-Marzo 1984, pp. 27-35.
[16] En efecto: desde la teoría termodinámica de
los procesos irreversibles y desde la teoría de la comunicación, Jorge
Wagensberg ha aplicado a la noción de utopía (evolución, revolución etc.) categorías
científicas propias de esas ciencias (adaptación, catástrofe y
autoeorganización) poniendo de manifiesto cómo pensar una sociedad (sistema
vivo o abierto en interacción con un entorno
que cambia y con el que interactúa e intercambia energía e información) sin
cambios, desequilibrios o contradicciones (sin catástrofes) es incompatible con
las leyes de la física y en consecuencia con la vida misma: desemboca
irremisiblemente en la homogeneidad, la uniformidad y la entropía absolutas: en
la muerte (Cf. Jorge Wagensberg, “Sobre Utopías
e Ideologías (o la esencia del cambio en el hombre)”, en Problemas en torno a un cambio de
civilización, colección El Laberinto 31., Barcelona, 1988, pp. 90-99).
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