Tengo el gusto de ofrecerles en rigurosa primicia un fragmente totalmente inédito de la novela, El patriota hereje, del novelista Juan José Ruiz Ruiz, que asombró a propios y extraños con la publicación de su primera obra (ya agotó la primera edición y creo que va camino de hacer lo propio con la segunda), El legado del escorpión. Así pues, disfruten de tan deleitosa y entretenida lectura de este singular fragmento, además, y para mayor delectación, con un poema traído para la ocasión de Ana María Arroyo. Para mí, como amigo y franco amante de la buena literatura (y desde luego de su entrañable autor) es motivo de gozo compartir esta entrada con todos los seguidores de este blog de Ancile.
I.
Al ocaso del 13 octubre 1815
Castillo de Pizzo, Calabria. Sur de Italia.
Recuerdo aquella espantosa tarde perfectamente.
Llovía abundantemente desde el anochecer en toda la región. Ese fue el motivo por el que se trasladó el cumplimiento de la sentencia a la sala principal del castillo.
El imberbe pelotón de ejecución me observaba detenidamente mientras me aproximaba al glorioso reo acompañado del joven teniente Barlotelli. Al llegar junto a él, me miró con esa arrogancia y los mismos ojos de vanidad que recordaba.
No obstante, el antiguo general de húsares, no pudo ya disimular su ira por estar a punto de morir.
─Mucho tiempo ha pasado desde que le vi por última vez, en el palacio de Versalles, capitán Ruiz. ─Me dijo el general. –Aún no me creo que usted tuviese la vida del emperador en sus manos… ¡Y qué pocos saben que pudo cambiar el curso de la historia!
─Cierto, general. —contesté a media voz a la vez que le entregaba un retrato de sus hijos y esposa. —¡Y muchas millas las que he recorrido con el único alimento de la venganza! Y lo del emperador Napoleón, aún hay tiempo de arreglarlo si los dioses me lo permiten…
─Es irónico que el destino le haya traído de nuevo ante mí. Usted, un oficial amado por sus soldados, respetado por sus jefes militares, pero temido y ninguneado por sus superiores…políticos. Se lo repito. Si alguien tuvo en su espada el poder de cambiar la historia ha sido usted…
No contesté. Simplemente le miré a los ojos y dejé que continuara conversando.
─Desde Trafalgar, capitán, su odio le ha mantenido con vida. A mí, sin embargo, me ha llevado a abjurar de Napoleón, separarme de la Coalición , ser abandonado por mi ejército, maltratado, traicionado y entregado por este pueblo ingrato…
─ Éste un final apropiado para usted… general Joaquín Murat
Hijo de un mesonero, se labró su destino al inicio de la revolución francesa. Dicen que fue imprescindible y decisivo para ganar las batallas de Auzterlitz, Jena y Eylau. Él fue el máximo responsable de reprimir con dureza y salvajismo el levantamiento del 2 de mayo. ¡Tan grande fueron sus atrocidades que incluso el mismísimo Napoleón le hizo llamar! Más tarde, firmó un tratado de paz con los austriacos pero al tener conocimiento que Napoleón habría huido a la isla de Elba, les declaró la guerra. Pero fue duramente derrotado en Tolentino y se refugió en Córcega donde la muchedumbre, literalmente, le puso de cara el paredón.
Y allí estaba yo, después de mucho, mucho tiempo buscándolo por media Europa.
─ El mismísimo cuñado de Napoleón. ―dije haciéndole una irrespetuosa reverencia. ―. ¡Rey de Nápoles, cuñadísimo de Napoleón y asesino del tres de mayo! Los inocentes madrileños asesinados por sus heroicos soldados y que dejaron a la intemperie para que se los comieran las alimañas o arrojaron a los pozos en Madrid, piden venganza a su infamia.
─ ¡Yo únicamente fui una marioneta más del triste destino de su país! Sus gobernantes suelen ser su mayor enemigo. ─me replicó con insolencia. ─Usted lo sabe bien…
¡Vive Dios que lo que me dijo es tan cierto como que el mundo es redondo!
─Lo que más me jode ahora mismo, general, —continué al cabo de unos segundos. ─es que por está maldita lluvia el pueblo no le vea morir. Porque su nombre tal vez se escriba en algún panteón rimbombante de París, dentro de muchos años, pero su cuerpo jamás viajará a la France … ¡Jamás!
Murat me fulminó con la mirada.
─¿Por qué manda usted el pelotón de fusilamiento? ─Me preguntó furibundo al cabo de unos instantes.
─Contactos, influencias y… ¡dinero! ─Le respondí acercándome a su oído.
En aquel instante, un titánico relámpago iluminó momentáneamente la sala de fusilamiento.
─¿Quiere usted una silla…majestad? ─pregunté con ironía.
─¡No!
─¿Y que te venden los ojos, Joaquín? ─Le pregunté tuteándolo. Algo que sabía que le tocaba los cojones y bajando la voz aún más.
─ ¡Tampoco! ¡Y tenga la decencia de guardar las formas y el respeto con un general! Es lo que haría un buen oficial. ─Contestó derritiéndome con la mirada y oprimiendo contra su pecho el retrato de su familia. Dos lágrimas saladas recorrieron sus mejillas. Su imperial arrogancia se resquebrajaba.
En aquel momento, un atronador trueno retumbó poderosamente en el castillo de Pizzo. ¡Los dioses del averno exigían su alma sangrienta!
─ Un buen oficial… si. ─respondí con desprecio dándole la espalda y dirigiéndome lentamente hacia el pelotón de fusilamiento.
Al llegar junto a ellos, les observé con tristeza. No más de veinte años tendría el mayor. Seguramente, la mayoría ni siquiera conocía quien era el hombre al que iban a ajusticiar. Una comisión militar tuvo el detalle de ordenarles tal cometido. Matar por tu vida, por tu familia y por tu país es una cosa, pero matar a un reo en un maldito paredón es algo muy diferente. Les expliqué que ese hombre, arrogante y pendenciero, ascendió por ser cuñado de Napoleón. Y que sus legendarias dotes de mando y valentía en el campo de batalla, que las tuvo, no eran menores a las de ninguno de ellos.
─¡No sientan remordimientos ni clemencia, porque ninguna recibirían ustedes si fuese al revés! —les dije con voz marcial. ― ¡Preparados…! ¡Apunten y agarren con decisión el fusil!...
─Capitán Ruiz, las últimas palabras del condenado… ─me susurró al oído el Teniente Barlotelli en aquel momento.
─Ah… si. Se nota que no tengo mucha experiencia en estos menesteres, ¿verdad?
─Bueno, esto…no es agradable para nadie.
─¡Condenado, sus últimas palabras! ─ grité masajeándome las sienes para intentar aplacar una terrible migraña.
Murat clavó de nuevo su mirada en mí y con gesto altanero exclamó:
─Bonita frase. ─ respondí frunciendo la cara.
No se porqué, pero aquellas palabras, y sobre todo, el tono en que las pronunció, hicieron que el odio almacenado en mi alma mes a mes, año a año, sacudiera mi cuerpo. Le quité el fusil al soldado más próximo a mí y le descerrajé un tiro a la cabeza, pero fallé. Le acerté en el cuello.
El teniente Barlotelli y todo el pelotón de fusilamiento se quedaron estupefactos. No obstante, nadie bajó su fusil. Murat apenas se tenía en pie porque los estertores de la muerte ya la llamaban. Respiré profundamente y con el corazón en los oídos señalé al oeste, a Francia, y le grité como nunca lo había hecho.
─¡Jamás, jamás volverás! ¡Atención pelotón! ¡No apunten a la cabeza! ¡Fuego!
Una pequeña nube blanca nos rodeó rápidamente a todos y el cuerpo de un defenestrado general cayó a plomo sobre la ensangrentada moqueta. Aún hay noches que me viene a la mente la escena aquella. Fue un sonido seco. Inerte. El de la muerte.
El teniente Barlotelli se acercó lentamente a Murat, le cerró los ojos y lo cubrió con una sábana vieja y oscura. Ordenó a continuación que trasladaran el cadáver, según lo acordado, a una Iglesia cercana y mandó disolver el pelotón de fusilamiento.
Como triste curiosidad os diré que, de todas las autoridades civiles y militares, que hubo en la ejecución, no quedó nadie en cuestión de minutos.
— ¡Qué triste destino, no lo ha acompañado nadie! ―Musitó Barlotelli cuando nos quedamos solos. ―Ni de los franceses, ni de su familia…
─ Así es, mi estimado amigo. Triste y merecido final para un general asesino de españoles. ¡Que la historia lo juzgue mañana, que nosotros ya lo hemos hecho hoy! Perdóneme un momento teniente, necesito salir a tomar el aire...
─¿Con lo que está cayendo?
Le hice un gesto con la mano disculpándome y abandoné la sala sin mirar a Murat.
Avancé, con prontitud y paso firme, por el corto pasillo que daba al circular patio de armas y me encaminé al centro del mismo. Busqué la luna, que se vislumbraba milagrosamente a través de un claroscuro de cielo y me quite la guerrera de mi añorada infantería de marina dejándola caer al embarrado suelo. La tormenta arreciaba pero necesitaba imperiosamente sentirme vivo. El agua purificadora me empapó instantáneamente la cara, el cuello, el pecho y la espalda. Penetró inmediatamente por los pantalones hasta encharcar mis botas. Entrelacé las manos por detrás de la nuca y, a la vez que respiraba muy profundamente, comencé a llorar recordando a mi gente muerta heroicamente en Trafalgar. El brigadier Churruca, Alcalá Galiano, Gravina…Bebía lentamente el agua de lluvia buscando apaciguar mi sed de venganza, pero únicamente me acordaba más y más de ellos.
No recuerdo el tiempo que estuve así. Barlotelli se acercó con un paraguas y palpándome levemente el hombro me rogó que le acompañara a una discreta dependencia del castillo para secarme, cambiarme de ropa y tomar un caldo caliente. Debido a la tormenta fui alojado en el a la Sur del castillo. En los aposentos regios. Por supuesto, esa noche no pude dormir. Y no sé porqué, pero pedí que me trajeran papel, tinta y varias plumas. Encendí la chimenea y les escribí un cuento de veinte páginas a mis hijos. “El demonio y el mar” lo titulé. Mo sé porque hice aquello. Me dio por ahí.
Y poco más quiero recordar de aquella tormentosa tarde del fusilamiento del general Joaquín Murat, gran duque de Berg y Cleves, mariscal de Francia y rey de Nápoles por mandato divino y napoleónico.
A la mañana siguiente cuando me disponía a montar en mi caballo y poner rumbo a España se me acercó una guapísima niña zíngara y me preguntó si yo era el que había acabado con el demonio de pelos rizados y ojos azules.
Asentí levemente con la cabeza y entonces con ojos emocionados me regaló una bolsita de peladillas y hermoso poema.
―De parte de mi familia. ― me contestó. ―Él mató a mis tíos a sangre fría.
Sin darme tiempo a más preguntas, me besó tiernamente y se fue corriendo sin mirar atrás.
El hermoso poema decía así:
Las gentes ya soñarán, sin miedo.
Mi regalo...
para endulzar el agrio de tu conciencia.
El súbito temblor de tu buen hacer.
De lluvia es mi gratitud.
De amor es mi mirada.
Te revelo ambas
para purificar tu regreso,
para bendecir tu camino,
para limpiar el rojo que ha teñido de muerte
mi corta historia.
Porque seremos historia.
Tú.
Quizás yo.
Todos.
O nadie.
Benditos sean tus trayectos,
mi dicha es tu sol
que ahuyenta demonios oscuros.
Para quererte...por toda la eternidad.
Algunos personajes ficticios. A ver, a ver...
Doña Begoña de Uztariz, condesa de Manrique y espía de Fernando VII en el Cádiz de 1812...
Don Esteban de Osuna y Moyna, oficial de infantería de Marina y leal amigo de uno de los protagonistas...
Doña María de la Cruz , hermana superiora de las Jesutinas de Cádiz, pero con un escandaloso pasado...
En fin, se aceptan sugerencias…
ahhh, se me olvidaba mi querida y admirada:
Doña Isabel Robles de Montalto, mujer adelantada a su tiempo, liberal y valiente que sorprenderá por su vitalidad y valor...
Estefanía Sokolova, hija del embajador español en la Rusia imperial de Alejandro I. Saldrá en un capítulo lleno de aventura, tensión y...y...en fin, ya irá saliendo solo.
Juan José Ruiz Ruiz