Presentamos, en exclusiva, para nuestra sección de narrativa, un fragmento –capítulo- de la novela histórica sobre la guerra de la Independencia española, del novelista y amigo Juan José Ruiz que prepara, como continuación de su prodigiosa primera obra El legado del escorpión, capítulo decía, intitulado: Ciudad Rodrigo, fuego y sangre; nos lo presenta, según sus propias palabras, en bruto y sin refinar… Con todos vosotros Juan José Ruiz en este vertiginoso relato.
CIUDAD RODRIGO, FUEGO Y SANGRE
“...Habiendo destrozado, por fin, la brecha pequeña, mi heroico pelotón de infantes de marina, siempre en primera línea de fuego, fue detenido en seco por los atrincheramientos fuertemente artillados de los franceses. Ordené retroceder y volver a combatir por la derecha, en dirección a la calle de la iglesia.
El intercambio de fuego fue intenso y demoledor. Prácticamente disparábamos a ciegas por las humaredas de pólvora y escombros. Pero al cabo de una media hora los Cazadores franceses se retiraron huyendo y desparramándose por la ciudad.
Tras el asalto se sucedieron escenas lamentables de saqueo, violaciones y asesinatos por parte de las tropas inglesas hacia los soldados y civiles enemigos.
Uno de estos terribles momentos fue el que me costó mi enemistad con el prepotente y guapito duque de Wellington.
Al entrar en una pequeña plaza destrozada por los bombardeos, nos encontramos a tres franceses violando a una mujer, y a otros cuatro riendo y empujando a una niña de unos diez años con las ropas arrancadas a jirones. Un último soldado francés rebuscaba en una maleta pequeña algo de valor, mientras de su chaqueta colgaba un pequeño rosario de oro, sin duda robado en ese mismo instante. Dos ancianos yacían muertos en medio de un enorme charco de sangre, aún fresco.
Yo fui el primero en llegar hasta ellos. Sin mediar palabra disparé a los que sujetaban los brazos y tapaban la boca de la pobre mujer. Su sangre me salpicó empapándome la cara y mi guerrera. Rápidamente me giré al que la estaba penetrando y le puse el filo de mi espada en el cuello. Mis hombres no preguntaron. El teniente Stefanos disparó primero contra el de la maleta y los demás ajusticiaron al resto allí mismo. Juicio, pruebas y castigo. Así era la puta guerra.
El tiempo se detuvo para que el mismísimo diablo fuera testigo de cómo los infantes de marina defendíamos nuestro país gobernado por un miserable felón, Fernando VII, invadido por Napoleón y liberado y saqueado por derecho, por nuestros enemigos de sangre, los ingleses. Y en medio, siempre en medio, el pueblo español.
Las mujeres nos explicaron que el matrimonio muerto, eran comerciantes franceses y que vivían en Ciudad Rodrigo desde la época de Carlos III. Por lo visto sus abuelos fueron amigos personales del rey o algo así. Las dos mujeres eran españolas. La sirvienta y su hija.
Justo en aquel instante, cuando el teniente Stéfanos, estaba tapando a la madre con su manta reglamentaria, llegó hasta la plaza Arthur Wellesley, el duque de Wellington junto a una veintena de oficiales y algunos soldaos más a caballo. Al verme con la espada en la yugular de uno de sus soldados me gritó:
―¡Le ordeno que se detenga, capitán! Ese hombre será juzgado por…
―Tiene usted razón, señor Wellington. Pero, con todo mi respeto, se equivoca usted en algo. ¡Acaba de ser juzgado y condenado por asesino y violador de una mujer española! ―le interrumpí con decisión.
Y así, sin que nadie más pudiera reaccionar, tiré al soldado inglés al suelo con un golpe de cadera y le clavé mi espada con tanta fuerza y odio que le atravesé el esternón y la columna. Tanta fuerza me dio dios, que incluso atravesé una placa de pedernal del suelo. Hicieron falta dos hombres para arrancarla.
Un terrible silencio se creó entre nosotros. Nadie movió un músculo. Ni los ingleses, ni nosotros.
―¿Cómo te llamas hija mía? ―pregunté al fin a la pequeña que se había acercado hasta mi empapada en sudor y lágrimas.
―María, señor…
―Todo ha terminado ya. ―le dije de rodillas y acariciándole la cara. ―¿tienes familia aquí o en algún lugar, pequeña?
―Unos tíos cerca de Valladolid, capitán. ― me respondió la madre.
―¿Quieren ir allí? ―le pregunté.
―No capitán, esta es nuestra tierra. Si tengo que morir, que sea aquí. ―Me respondió con valentía y mirando a Wellington.
―Pues así será y pongo a Dios aquí delante, que nada más les ha de ocurrir.
Y poco más sucedió esa tarde. Dos de mis hombres les acompañaron a su casa. Una modesta vivienda a la orilla del rio Águeda, donde acampamos nosotros también esa noche.
A la mañana siguiente, llegó un correo del guapito. Me llamaba a su presencia.
Juan José Ruiz, inédito.
Esperamos con ansias poder tener la novela en nuestras manos porque el fragmento nos produce esa sed y expectación que provoca la excelencia. Gracias por darnos la primicia y este adelanto que ha sido un placer leer.
ResponderEliminarUn abrazo cordial!
Jeniffer Moore
Miami, FL. USA