Concluimos la
serie de entradas en el blog Ancile, en
la sección de Microensayos, titulada De Pandora
a la Femme Fatale, en su cuarta y definitiva entrega, elaborada, como el
resto ya publicado, por el profesor Tomás Moreno. Colección de trabajos de
ineludible referencia para entender la situación de la mujer en la actualidad y
de las referencias culturales que han ofrecido de aquella, en no pocas ocasiones,
una imagen interesadamente distorsionada.
DE PANDORA A LA
FEMME FATALE (Y IV)
Tipologías de los Mitos sobre la mujer
Es un hecho
cultural constatable -lo hemos visto en el anterior epígrafe- que secularmente
el hombre ha inventado dos tipos de estereotipos o mitos arquetípicos sobre la
mujer: mitos y estereotipos exaltadores,
idealizadores, sacralizadores y glorificadores de la mujer y, en oposición a
ellos, mitos y estereotipos denigratorios
de la misma: mitos de autodepreciación, con imágenes
aterradoras de lo femenino (las de la feminidad “terrible”), mitos de
sumisión y subordinación femenina, tan estigmatizadores y lesivos
para su dignidad los unos como los otros. En un caso explícitamente, en el otro
enmascarada u ocultamente. Ambos responden a la misma función y
objetivo y cumplen con semejante
eficacia como elementos de apoyo del sistema patriarcal y como medios de
perpetuación de la sumisión de la mujer.
Gilles Lipovetsky |
En lo que se
refiere a la manera en que se han construido estos mitos, modelos y
estereotipos de mujer en los distintos ciclos históricos (incluyendo en ellos
tanto la imagen y la identidad femenina, como los roles asignados en la
división social y las relaciones entre los sexos) el libro de Gilles Lipovetsky, La tercera mujer, es de singular relevancia[1]. Alude Lipovetsky en él, a
tres figuras de mujer, o modelos
históricos, en los que -con todas las diferencias y variaciones respecto al
reparto de funciones y la posición social entre los sexos- han regido dos
principios básicos: el principio de la diferenciación y el principio del
dominio social del hombre sobre la mujer. Estos modelos habrían sido tres: 1º)
la primera mujer o la Mujer depreciada; 2º) la segunda mujer o la Mujer exaltada y 3º) la tercera
mujer o la Mujer indeterminada.
1) La primera mujer es una figura
cultural que se remonta a un “tiempo inmemorial” y es conceptualizada en
los mitos y discursos ad hoc como
inferior naturalmente al sexo
masculino. Lipovetsky recuerda que en este primer
modelo al hombre se le atribuyen siempre valores positivos y a la mujer
negativos, que la supremacía del sexo masculino sobre el femenino se ejerce en
todas partes y que, en fin, los intercambios matrimoniales, las tareas
socialmente valoradas, las
actividades nobles (de la guerra, de la política o de la religión) se hallan en
manos de los hombres.
En efecto: cuando las mujeres
participan en este tipo de actividades,
suele ser en calidad de agentes de segunda fila. Una sola función escaparía a
esta desvalorización sistemática de lo femenino: la maternidad. Mas no por ello la mujer deja de ser una “otra”
inferior y subordinada, y sólo la descendencia que engendra tiene valor. Por lo
demás, los ritos evocadores de la
función procreadora de las mujeres no desmienten en modo alguno la idea de que
la madre, por ejemplo en Grecia, no es otra cosa que la nodriza de un germen
depositado en su seno y de que el verdadero agente que trae una vida al mundo
es el hombre. “Exaltación de la superioridad viril, exclusión de las mujeres de
las esferas prestigiosas, interiorización de la mujer, asimilación del segundo
sexo al mal y al desorden […] la ley más general de las sociedades compone, a
lo largo del hilo conductor de la historia, el dominio social, político y
simbólico del varón”, concluye el sociólogo francés[2].
Eso no significa que las mujeres
carezcan de un cierto poder real y simbólico, puntualiza Lipovetsky. Pero,
ciertamente, no poseen, desde luego, ni el poder político, ni el militar, ni
mucho menos el sacerdotal, esto es: los poderes o funciones (roles) sociales capaces de procurar el
más alto reconocimiento social y la fuente de gloria y renombre:
Despreciadas o
desvalorizadas, apartadas de las funciones nobles, no por ello las mujeres
ostentan en menor grado temibles poderes. Desde los mitos salvajes al relato
del Génesis, domina la temática de la mujer como potencia misteriosa y
maléfica. Elemento oscuro y diabólico, ser que se vale de encantos y ardides,
la mujer se asocia con las potencias del mal y del caos, con los actos de magia
y de hechicería, con las fuerzas que agreden el orden social, que precipitan la
putrefacción de las reservas y los productos alimentarios, que amenazan la
economía doméstica. No cabe duda de que el principio de autoridad y la
superioridad masculinas jamás se pone en entredicho[3].
Cuando los hombres se expresan en
relación a las mujeres, suele ser para satirizar y estigmatizar sus vicios
“como ser engañoso y licencioso, inconstante e ignorante, envidioso y
peligroso”. Tal es el modelo de la “primera mujer”. Y tal estado de cosas habrá
de prolongarse durante la mayor parte de la historia de la humanidad, llegando,
de hecho, en algunos repliegues de nuestra sociedad hasta los albores del XIX e,
icluso, a nuestro parecer, hasta bien entrado el XX.
2) La segunda Mujer o la mujer
exaltada aparece como nuevo modelo de mujer respecto del cual, lejos de
entonar la eterna cantinela de las invectivas dirigidas a las mujeres, se ponen
por las nubes su papel y sus poderes. A partir del siglo XII, el código cortés
desarrolló el culto a la Dama amada y
a sus perfecciones[4];
en los siglos XV y XVI la Bella
alcanza el apogeo de su gloria; entre los siglos XVI y XVIII se multiplican los
discursos de los “partidarios de las mujeres”, que alaban sus méritos y
virtudes y hacen el panegírico de las mujeres ilustres; con la llegada de la Ilustración,
se admiran los efectos beneficiosos de la mujer sobre las costumbres, la
cortesía, el arte de vivir; en el XIX, se sacraliza a la esposa-madre-educadora, al ángel
del hogar. La mujer es cubierta así por alabanzas y honores por parte de
filósofos (Agrippa de Nettesheim), historiadores (Michelet) o poetas (de
Novalis o Musset a Aragon y Breton) e idealizada y venerada como criatura
celeste y divina, llegando incluso casi a su sacralización:
Por diferentes que sean,
todos estos dispositivos tienen en común el hecho de colocar a la mujer en un
trono y magnificar su naturaleza, su imagen y su papel: la mujer amada se
convierte en la soberana del hombre. Se declara al ‘bello sexo’ como más
próximo a la divinidad que el hombre, y se exalta a la madre en efusiones
líricas[5].
Denis de Rougemont |
Por supuesto, reconoce Lipovetsky,
esta idealización desmesurada de la
mujer no invalidaría su lugar real en la jerarquía social de los sexos. Las
decisiones importantes siguen siendo cuestión de hombres, la mujer no desempeña
papel alguno en la vida política, debe obediencia al marido, se le niega la
independencia económica e intelectual. “El poder de la mujer sigue confinado
tan sólo al ámbito de lo imaginario, de los discursos y de la vida doméstica”;
no se la reconoce como sujeto igual y autónomo. Así, se la excluye en el XVIII
del pacto
social y de sus legítimas pretensiones de ciudadanía. Es cierto que ya no
se la desprecia explícitamente, que se la adula y gratifica con el poder del eterno femenino de elevar al hombre
“hacia lo alto”, de formar a los hijos,
de civilizar los comportamientos, de ejercer una influencia oculta sobre los
grandes acontecimientos de este mundo y sobre los hombres importantes[6].
En realidad, podríamos añadir a lo
dicho por el agudo pensador francés que, a lo largo de esos siglos, la mujer
seguía ejerciendo el mismo rol de subordinación
al hombre, de sumisión al varón; seguía
sometida a una especie de castración
angélica, a una de esas manipulaciones del cuerpo y de los sentidos de la
mujer real y existente que bajo el señuelo de situarla en un pedestal, en
realidad la privaban de su auténtica sexualidad, de su genuina realización y de
una participación activa y adulta en la sociedad.
La idealización simbólica de la
mujer no es sino uno más de los ardides utilizados por el sistema patriarcal
para engañar a las mujeres, para que se sientan satisfechas con el exiguo papel
que se les ha impuesto. Haciéndolas
sentirse culpables o antinaturales si se rebelan, muchas han sido condenadas a
una existencia restringida o mutilada en nombre del ideal.
La Dama ensoñada y adorada del amor
provenzal, Isolda, Beatriz, Laura, Sofronia, Penélope, las pastorcillas de la
Arcadia, Ofelia, Julieta, Margarita, Lucía, Laura y tantas otras imágenes
femeninas de la posterior literatura occidental, eran todas criaturas que
tenían en común, junto con la perfección de sus modales, el pudor, la dicción
modesta y sumisa, la mirada baja, la reserva y cierta dulzura con respecto a
los hombres (que, afirmaban los glosadores, las hacía infalibles y constituían
su particular fascinación). Tenían una total ausencia de impulsos sexuales. Se
trataba de criaturas invisible y simbólicamente mutiladas o, aún peor,
infibuladas en su psique por un espiritualismo idealizante en extremo:
Eva ocultaba su
pubis, llorando. Y ellas, en cambio, se habían librado de él. Sólo
resplandecían, intermitentemente, y todas eran vírgenes o estaban a punto de
ser madres, pero sin pasar por la vergüenza del conocimiento carnal. Se
parecían a las ninfas o a la Virgen. Eran la Virgen y el Lirio. Eran el
inmortal modelo provenzal: la coagulación homosexual de la imagen de la mujer
[…][7].
En efecto, constituían el inmortal
modelo del amor en Occidente que los hombres -provenzales y, más tarde,
románticos- asignaban a las mujeres y que se objetivaba y transmitía a través
del arte, la literatura, la educación, la religión (depósitos milenarios de
esos modelos o estereotipos idealizados y míticos, dado que la humanidad no puede
vivir sin modelos últimos, sin ideales o referentes simbólicos de su propia
imagen y de su propio comportamiento). Criaturas excitantes pero etéreas,
libres de las pequeñas obscenidades de la carne, de las necesidades
fisiológicas propias de las mujeres reales. Modelo de comportamiento impuesto
por la sociedad varonil más insidioso cuanto más trascendente o angelical:
idealizadas como la Madonna o la
púdica Virgen. Y un estereotipo de
esa clase, a pesar de todas las variantes de Chrétien de Troyes a Goethe,
era indudablemente una reactualización de la Angelicada, de la Dama
del amor cortés provenzal. Denis de
Rougemont[8] ha demostrado que el propio
sentimiento del amor en Occidente se ha modelado sobre dicho estereotipo. Gilles
Lipovetsky resume así su acertada conceptualización de este modelo de mujer:
Potencia civilizadora de
las costumbres, dueña de los sueños masculinos, ‘bello sexo’, educadora de los
hijos, ‘hada del hogar’; a diferencia de lo que ocurría en el pasado, los
poderes específicos de la mujer son venerados, puestos en un pedestal. A partir
de la potencia maldita de la mujer se edificó el modelo de la ‘segunda mujer’,
la mujer exaltada, idolatrada, en la que las feministas reconocerán una forma
suprema de dominio masculino[9].
A la primera mujer se la diabolizó y
despreció; la segunda fue adulada, idealizada, colocada en un trono; la tercera
mujer[10] es todavía indeterminada, en expresión de
Lipovetsky, porque representa un proceso apenas iniciado hace unas decenas de
años, no más, en la segunda mitad del siglo XX, y para el que todavía es prematura
cualquier previsión de futuro.
En ambos casos, la mujer -tanto en
la primera como en la segunda de las caracterizaciones
tipológícas de Lipovetsky- se hallaba subordinada al hombre, se la definía en
relación con él, era él quien la pensaba; no era nada más que lo que el hombre
quería que fuese. Cuando no fue relegada explícitamente a la
“otredad”, fué designada por alguien
ajeno a sí misma, heterodesignada por
el hombre.
Esta es la tesis que trata de
desarrollar y ejemplificar este ensayo. El objeto del mismo no es tratar
estos mitos de exaltación o glorificación engañosa de la mujer, sino explicitar
y analizar algunos de los primeros modelos denigratorios de mujer -que por
cierto traspasan, a nuestro entender, el límite temporal fijado por Lipovetsky
para ellos. Y, como muestra
significativa, hemos elegido para su análisis y desarrollo los siguientes mitos
y figuras estereotipadas de la mujer:
el “Mito
de Pandora, el Mal amable”; el “Mito de Lilith, la Rebelde”; el “Mito de Eva, la
Mujer Tentadora (costilla de Adán)”; el “Mito medieval de la Doncella Venenosa”; y las figuras de la “Mujer Varón truncado” (de la antropología
aristotélico-tomista medieval); la “Mujer Bruja diabolizada” (del periodo
inquisitorial, de los siglos XVI y XVII); la “Mujer Histérica, útero devorador”
(de la medicina y de la psiquiatría decimonónicas) y, finalmente, la “Mujer Femme Fatale” (del Romanticismo finisecular y del teatro y el cine
de la primera mitad del siglo XX).
Tomás
Moreno
[1] La tercera mujer,
Anagrama, Barcelona, 1999 (cfr. pp. 213- 221).
[3] Ibíd, pp. 214- 216. Para una historia cultural del
miedo a la mujer por la peligrosidad del genital
femenino véase el reciente ensayo de Mithu M. Sanyal, Vulva. La revelación del sexo invisible, Anagrama, Barcelona, 2012.
[4] Ibíd., p. 216. Según nuestro autor, el amor cortés, en la Edad Media, se
construyó, con toda seguridad, a partir de “dificultades fecundas”; al prohibir
la agresividad y precipitación masculinas, el modelo cortés dio vida a una
nueva concepción del amor caracterizada por la sublimación del impulso sexual,
así como por la delicadeza y el lirismo. En el Medievo, la retórica del amor cortés se desarrolló sobre el
trasfondo de una sociedad estructurada por órdenes jerárquicos y por la disyunción
radical de las posiciones sociales de los dos géneros. El refinamiento amoroso
permitió a lo señores marcar distancias con respecto a los villanos. La
necesidad de elevarse mediante las palabras y los gestos por encima de lo
común, la sumisión a la Dama, la expresión hiperbólica de los sentimientos, los
juramentos eternos, todo ello “funcionó como un signo de distinción social” al
estilizar la división de los roles sociales (en esos tiempos desigualitarios).
“Conferir estilo al amor”: así calificaba Huizinga la obra del amor cortés”
(Ibíd., p. 76).
[5] Ibíd., p.217. Se refiere evidentemente a la mujer
provenzal y a la renacentista, por una parte, y a la ilustrada de los salones y
a la romántica, por la otra. Las dos últimas expresamente excluidas de la ciudadanía
por los teóricos del pacto social (Rousseau,
Kant) y por los misóginos románticos y epígonos (Schopenhauer, Kierkegaard,
Nietzsche, Weininger).
[6] Ibíd., p. 217. Cf. Carole Pateman, El contrato sexual, Anthropos,
Barcelona, 1995.
[7] Cf. Armanda Guiducci, La Manzana y la serpiente. Autoanálisis de una mujer, editorial
Noguer, Barcelona, 1976, pp. 105-106.
[8] Cf. El amor en
Occidente, Kairós, Barcelona, 2002. Aunque el mismo haya sufrido
algunas evidentes transformaciones, metamorfosis o inversiones, como así ha
sostenido Armanda Guiducci: “En el momento actual Beatriz ha perdido mucha de
su fuerza de irradiación, de su carga de evanescente sugestión. Pero el
estereotipo que ha entrado, después de Freud, con la “liberación lawrenciana” o
la rebelión antivictoriana: el modelo lady Chatterley, líder de todas las
ninfómanas u obsesas uterinas, de todas las Grandes vaginales que entonan la
frenética Canción del Sexo celebrando el Buen Pene en las novelas de Henry
Miller y Norman Mailer, y de todos los
novelistas de la escuela erótica actual, no es otro […] que la inversión exacta
de Beatriz, el mismo estereotipo invertido en el otro extremo. Es el mismo
modelo provenzal pero puesto al revés. La mística, oprimida y castrada, da
lugar a su contrario, que también es del todo irreal: la antimística, agresiva
y toda vagina. Una invención
masculina totalmente absurda y vengativa contra la mujer (…), idéntica al
modelo provenzal” (Armanda Guidicci, op. cit., p. 107).
[9] La tercera mujer,
op. cit., p. 217-218.
Ha sido una aventura de conocimiento, ya que el tema, si bien mencionado a menudo, nunca lo vi tratado con tanta profundidad y riqueza teórica. Un abrazo, amigo.
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