Fascinante relato de nuestro
querido y excepcional colaborador Pastor Aguiar, para la sección de Narrativa
del blog Ancile, intitulado el gran dolor. Sumérganse y disfruten de tan
sugestiva y absorbente narración.
EL GRAN DOLOR
El dolor le llegó como una
mordida fría retorciéndole las vísceras. Era la tercera vez que soportaba
aquella comezón por el lado izquierdo de su región lumbar. La contractura lo
achicaba por allí, sin hallar posición de alivio. Después la llamarada
zigzagueante hacia la vejiga, enlazándole testículos y esfínteres. Correr al
baño y no saber si defecar o destilar unas gotas de orine rojizo y ácido. En
pocos minutos iba a ser aniquilado.
Pensó en la inyección de
Espasmoforte; pero significaba pescarse una vena él mismo, y la picazón por las
ingles anunciando el desmayo. La vez anterior había tenido que ir al Hospital a
rastras, hasta que le hicieron un bloqueo espinal con Morfina.
Esporádicamente le llegaban
retazos de alivio entre los ataques; pero la tensión aumentaba con su lucha en
aquel cuarto de lozas verdes y paredes carmelita claro, donde el silencio parecía deslizarse a través de una clepsidra
a punto de explotar.
El miedo le cerraba el paso a
los gritos; si lo hacía iba a rebotar contra los costados calientes de la
habitación.
Estaba en el cuarto del fondo
con un librero a cada lado, un pequeño escritorio y par de sillas. Trató de andar
hasta la puerta hecho un arco, pero se detuvo a medio camino cuando divisó un
pequeño ejemplar de Teosofía en uno de los estantes. Un hombre desnudo en postura
de loto ocupaba la portada.
Se detuvo al tiempo que otra
mordida lo hizo enrollarse. Al minuto se quitó el pijama y se sentó cruzando
las piernas por delante, apoyando los antebrazos en sus rodillas.
Al fijarse en el libro supo
que iba a ensayar una lucha a muerte con el animal que le desguazaba los
riñones.
Estaba convencido de que el
cuerpo es energía, y que alcanzando su dominio era posible curar enfermedades, aliviar dolores, mover objetos y hasta influir
en los demás. Había sabido de casos desahuciados que se recuperaban gracias a
un autodominio absoluto.
Iba a concentrar toda la
energía contra el cólico, que ahora era una grampa hundiéndole el costado.
Sí, pretendía
soportar un cólico nefrítico sin mover un dedo, y para ello se relajó
como si los músculos de las extremidades y los hombros le colgaran de los
huesos, después cabeza y abdomen.
Con cada respiración profunda
y lenta se iba relajando más, a pesar del
nudo retorciéndole las vísceras.
Sudaba y temblaba en rachas
mientras continuaba reuniendo el aire y devolviéndolo suavemente para aumentar
el relajamiento. La sangre le pesaba como plomo e inundaba los riñones.
Más tarde el fuego se iría
ahogando para dar paso a la lluvia, un aguacero masivo, acariciante, que
tomaría posesión definitiva de sus órganos.
La respiración se fue
alargando, bajando de tono como un vuelo de ángeles. Sus músculos se
deshilvanaban en una masa caliente. Toda la energía del universo desde cada centro
vital hacia el nudo, impulsada por una voluntad que había dejado de ser suya.
Percibió un galopar de
caballos desde el bosque de sus propios huesos, pero desvió la maldita mente de
mono de allí. Nada que lo desviara del proceso de licuarse sería admitido.
Y entonces tuvo la sensación
imprecisa de desgajamiento de la mordida, como si de la carne cayeran los
dientes y la sangre retomara sus cauces, la sangre plomiza
Fue una percepción que no llegó
a la categoría de pensamiento, porque, simultáneamente, ya no era él mismo; era
un ser ajeno allí, al alcance de la mano,
y se vio la figura deshabitada, sentada en posición de loto y envuelta
en una luz blanca como talco de estrellas.
Había pasado a ser la
prolongación incorpórea de aquella luz, organizada en un nivel consciente.
Todo pasaba precipitándose
como en un tunel de sombras, por el que se alejaba en retroceso, contemplando
su caparazón hasta el último destello.
No hubo sensaciones ni
calificativos. Un suave frío estelar del que él formaba parte
transcurrió hacia
un estado de reposo en que todos los conflictos desaparecieron: Las dudas despejadas,
las pasiones inexistentes, para dar paso al goce absoluto de la sola existencia;
y supo que este nivel significaba el conocimiento de todas las claves sin
palabras que las definieran, la felicidad infinita.
Había cambiado de mundo sin
pasar por la muerte. Como si fuera un vigía ubicuo; era ojo en cada suceso.
Viajaba un espacio yuxtapuesto al espacio de antes, con otro tiempo y otro orden, y así existían
innumerables espacios; pero no simultáneos ni intercomunicados.
Aquella sensación de fuga
hacia su origen, sin perder el contacto totalmente, le causaba, a pesar de la
magnitud del goce, un susto de pequeños remolinos agitando espigas aquí y allá.
Ya no veía su cuerpo, ni debía
preocuparle. No quedaba dolor, ni sueño, ni hambre.
De pronto, una oscura y remota
sensación de su pasada existencia percibió un vaivén como de barco a la deriva,
casi agradable.
En aquel transporte tan profundo
había penetrado tal infinidad de espacios, que el vaivén apenas estremeció su
cuerpo astral, en el momento en que aquí, en nuestra realidad, la señora
Rodriguez abrió la puerta de la calle,
dejó la canasta en la sala y penetró hasta el cuarto buscando la ropa sucia,
para una vez atada, barrer y trapear un poco, como hacía una vez por semana.
Apenas cruzaban dos o tres palabras al mes.
Al entrar en la biblioteca la
señora Rodríguez, con el rabillo de un ojo, descubrió la espalda encorvada y la
cabeza colgando rumbo a las rodillas cruzadas.
Se detuvo más por curiosodad
que por susto, porque de él nada le sorprendía. No obstante, rodeándolo por un
lado, vio que sus ojos estaban muy abiertos, y al enfocarlos de frente se
horrorizó de encontrarlos vacíos, como sin vida. Las carnes le colgaban, y un
sudor de cristal sobre las mejillas y la frente.
La mujer quiso rozarle el
hombro a punto de dispararse, y al hacerlo, el cuerpo se fue sobre un lado sin abandonar
la flexión de los miembros que quedaron como alambres. Entonces corrió cuanto
la dejaron sus doscientas libras y cincuentaitrés años. El terror le impidió
notar que aún la masa estaba caliente, que aunque el pulso no se palpaba, el
corazón repartía una mínima porción de
sangre al cerebro y a las vísceras principales, y sus pulmones ventilaban tan
suavemente, que el cuello de una virgen no hubiera sentido su roce.
No fue capaz de notar estas
cosas y gritó en el policlínico que estaba muerto, y sonó como un planazo en
cada oreja.
El médico recién graduado
estaba deseoso de hacer su primera acta de defunción; y la
enfermera, ociosa a
aquella hora, se unió al coro: ¡Un muerto!
Habían hecho el diagnóstico de
una muerte en trance telepático, porque aquel disfraz de cadáver, aún vivo en
el más sutil reposo en que puede quedar la vida, estaba vacío de Alma.
Llegaron con el funerario, sí,
todo tan fácil y nuevo para ellos: Rigor mortis, lividez paradójica; quién sabe
si alguna respuesta supra vital de
músculo al pellizcarlo, en fin, muerta la persona que así quedó en una
categoría que pudiera resumirse en “el que antes fue fulano de tal”.
Como no concurrió familia, ni
noticia hubo de que la tuviera, el entierro se efectuó pocas horas después en
el Cementerio Municipal, en una fosa
común, y cubriéndola, un ramo de flores comunes.
Ese había sido el vaivén que
percibió su cuerpo astral infinitas plegaduras de espacio hacia dentro del tiempo.
Y el hilo de plata, tan delicado y elástico en su lazo con el cuerpo físico,
fue como cortado por una enorme espada de sombras de lo pasado y porvenir, en
cruce transversal a los pliegues, despegándolo como una vía láctea hacia los
orígenes del Universo.
Hubo un momento como de velas hinchadas,
era el retorno. Se venía de frente y las dimensiones eran un hueco delante de
él, hacia el principio de su ejercicio terapéutico.
Como un aletazo de luz se supo
inundando el cuarto, ahora polvoriento y sellado, y no encontró el vehículo en
que aún deseaba vivir.
Y según había gozado de todos
los secretos de la expansión del Alma
libre del cauce de la carne, fue de tremendo el miedo que lo dejó como en una gran fotografía, fijo
en el hueco de aquel recinto, sin poder pasar de largo hacia otras magnitudes.
No fue capaz de sacudirse del miedo que era él mismo para siempre, sin vida y sin muerte.
Pastor José Aguiar.
Un cuento cautivante, extraordinario. ¡Felicitaciones, Pastor!
ResponderEliminarUn gran abrazo agradecido.
Jeniffer Moore
Muchas gracias, amigo mío. Para mí es un premio inesperado cada vez que me honras con una publicación en este sitio único, rico en tanto buen material de todo género. Veo mi narración acá y no me parece mía, enriquecida con tan buenas imágenes, con un formato tan atrayente. Yo padecí cólicos nefríticos. No hay dolor mayor que ese, y no porque lo diga yo; lo dice la literatura médica. Quizás de ahí que haya tenido la vivencia en primer lugar como aliciente según contaba. Un abrazo profundo y gracias de nuevo.
ResponderEliminarexcelente y cautivarte relato...me agarró desde la primera letra.
ResponderEliminarun saludos paisano.
Carlos
Gracias, mi querido amigo. He sufrido cólicos nefríticos en el pasado, y son de los más terribles dolores descritos en clínica, hasta el punto de que pueden causar muerte. Solo el cólico hepático se le compara. Curiosamente al hepático le llaman "apático", porque la víctima se queda inmóvil; lo contrario del nefrítico, o "frenético", en el que la persona no encuentra una posición de alivio. Por aquella época en al que sufrí esos cólicos, escribí este relato. Un abrazo agradecido.
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