En la sexta entrega de Utopías maquetas, del profesor y filósofo Tomás Moreno, que lleva por título Planificación económica e igualitarismo radical, para la sección de Microensayos del blog Ancile.
PLANIFICACIÓN ECONÓMICA E IGUALITARISMO RADICAL, EN LA SEXTA
ENTREGA DE UTOPÍAS MAQUETAS.
UTOPIAS MAQUETA: PLANIFICACIÓN ECONÓMICA E
IGUALITARISMO RADICAL (6)
En la mayoría de las utopías el mal viene
derivado de la existencia de la propiedad privada. Se trata en ellas, en
consecuencia, de abolir el dinero y la propiedad privada. Platón
fue el primero de los pensadores utópicos que trató de establecer en su Estado
Justo un comunismo de bienes para la clase dirigente, un comunismo aristocrático de
filósofos-reyes y guardianes, teorizando
sobre la conveniencia y necesidad de suprimir la propiedad privada del mismo, aunque
más tarde en Leyes suavizara su
inicial posición[1].
En efecto, la abolición de la
propiedad privada, al igual que la supresión de la familia, tenía como objetivo,
en opinión del filósofo griego, erradicar todo tipo de interés particular o
egoísta, la codicia y la ambición entre los miembros de la clase gobernante. Platón considera que la propiedad privada y la
familia son la raíz última de los impulsos egoístas del alma humana y, por
tanto, los responsables de la desintegración del orden social (tópico que
aparece en la mayoría de las “utopías literarias” posteriores). Se trata, pues,
el suyo de un comunismo de bienes de
inspiración ético-política,
antes que propiamente económica o igualitaria en
sentido moderno: un “comunismo” por “razón de Estado” y limitado a la clase
gobernante. La clase trabajadora, apenas considerada en su proyecto estatal,
queda relegada a la “privacidad” y al duro trabajo productivo (aspecto éste
indicativo del desprecio aristocrático griego por el trabajo servil y por los “negocios”
(banausía).
En la “Utopía” moreana los dos pilares fundamentales de su organización económica
son la abolición de la propiedad privada
-“hasta que ella perdure cargará siempre sobre la parte mucho mayor y mucho
mejor de la humanidad el fardo angustioso e inevitable de la pobreza y la
desventura”, dice en una ocasión el protagonista de su relato Rafael Hytlodeo-
y la proscripción del dinero como medio
de cambio de bienes. Rige pues también en el pensador londinense un comunismo de bienes: todos los bienes de
consumo se ofrecen por parte del Estado para satisfacer las necesidades de
todos los ciudadanos. Existen comedores colectivos para cada 30 familias. La
ciudad, escribe Moro, está dividida en cuatro distritos iguales y en el centro
existe un mercado (o almacén) donde puede hallarse todo lo necesario para la
subsistencia. Cada familia acarrea a este mercado central los productos de su
trabajo y cada cabeza de hogar lleva a casa lo que su familia precisa para su
manutención. No tiene que comprar nada ni que realizar trueque alguno, y sin
embargo, no se le rehúsa nada, ya que en “Utopía” nadie va a pedir más de lo
que necesita.
Y
añade Moro, con una ingenuidad que lo deja a uno inerme: “Y en verdad, ¿por qué
una persona que sabe que nunca le ha de faltar nada va a buscar de poseer más
de lo que es necesario?”. Una honestidad y un desinterés así pueden darse en
comunidades pequeñas, como, por ejemplo, una orden religiosa o un “kibbutz”, ya
que son de naturaleza voluntaria, o bien es posible hallarlos en estructuras
temporarias donde la explosión entusiasta inicial permanece siendo
suficientemente poderosa, y cada cabeza de hogar lleva a casa lo que su familia
precisa para su manutención. No tiene que comprar nada ni que realizar trueque
alguno, y sin embargo, no se le rehúsa nada, ya que en “Utopía” nadie va a
pedir más de lo que necesita. Para propiciar la uniformidad y el igualitarismo
y evitar el apego a cualquier tipo de propiedad, se establece la separación
geográfica entre el trabajo y el habitat, otra característica casi universal en
utopía como comprobaremos en la ciudad solariana de Campanella. Según Thomas More, cada diez años uno tiene
que cambiar de casa, y los sitios de alejamiento se deben redistribuir por
sorteo.
No existen en Utopía clases sociales
ni una estricta “división del trabajo social” (en oposición a Platón). La
actividad productiva básica es la agricultura, aunque también existen
actividades relacionadas con las artes mecánicas para la producción de tejidos,
la elaboración de herramientas de labranza y la producción de granjas avícolas,
entre otras ligadas también a la actividad agraria. Los distintos grupos de
ciudadanos se reparten equitativamente el trabajo obligatorio para todos
(hombre y mujeres sin distinción), en función de sus capacidades, aptitudes o
preferencias en jornadas de 6 horas diarias, lo que les permite largos períodos
de ocio, lo que les deja un espacio libre que aprovechan para la lectura, otras
ocupaciones de su gusto o incluso para el placer. Cada dos años determinados
grupos de ciudadanos, por rigurosa rotación, se alternan en las tareas
agrícolas (que son las más penosas); en períodos de cosecha se prevén
movilizaciones suplementarias para agilizar la recogida de los frutos.
Los trabajos serviles son
desempeñados por los “servi”, que no son propiamente ni esclavos ni siervos
feudales, sino delincuentes de derecho común (ladrones, adúlteros, extranjeros
clandestinos, prisioneros de guerra, ateos etc.). Son tratados
humanitariamente. Al no existir cárceles para castigar los delitos de los reos
se rehabilitan de esta manera, reducen penas y prestan un servicio a la
sociedad. Se llega así, en algunas
utopías, a un rasgo o característica muy difundida en la generalidad de las utopías:
la proscripción del lujo. El poco lujo que admite la utopía queda reservado al
Estado, a los monumentos y a las ceremonias públicas. La moral social utópica
propone proscribir todo lujo y la abolición del Dinero. Los teóricos del
utopismo son, necesariamente, enemigos del dinero y de todas sus funciones
(comerciales, como elementos de ahorro o inversión etc.) ya que la posesión de
dinero permite al individuo elegir, cosa que termina por embarullar la
planificación centralizada y reforzar su sentimiento de autonomía e
individualidad. En el caso de la ciudad ideal de T. More y para mostrar su “desprecio” por los metales preciosos y
por las joyas, éstas son ofrecidas a los niños -muy aficionados a los objetos
brillantes- como juguetes. Las piezas de
oro se utilizan para fabricar bacinillas
o cadenas de oro que arrastran los servi,
con el fin de que sean despreciadas.
Por su parte, en la utopía de Campanella, La Ciudad del Sol, poblada
por filósofos -“que se decidieron a vivir en común de una manera filosófica”- se prescinde de todo lo privado: la propiedad, la
vivienda, e incluso los intereses y los sentimientos. El régimen de vida funciona
también como un sistema comunista, una comunidad de bienes, con propiedad
colectiva. Todo allí era común, no había nada privado, ninguna propiedad
particular, ni dinero (como ocurre en la sociedad ideal de Moro, Tommaso
Campanella considera que propiedad y dinero tienen un "poder corruptor").
El frenesí ambulatorio existente en muchas ciudades utópicas -que
llega a transformar lo utópico en una especie de farsa burlesca- va mucho más lejos en el caso de la
ciudad solariana de Campanella: el Estado o los magistrados, encargados al
efecto, deciden que los ciudadanos deben cambiar de residencia cada seis meses,
lo cual provoca un vaivén permanente en la ciudad del Sol, surcada todo el año
por los desplazamientos y mudanzas. Asimismo asignan los
muebles y enseres a cada uno de los ciudadanos. La finalidad a la que se apunta parece sumamente
explícita: zanjar gordianamente el sentimiento
de propiedad o pertenencia, expulsándolo
de todas partes, e impedir que se establezcan vínculos o lazos afectivos,
de apego o afiliación, respecto de su propio medio habitual, tendiendo así a un ideal propio de la
intercambiabilidad y el anonimato de la colmena. Es lo que habrá de preconizar,
por ejemplo, unos tres siglos más tarde, en el XIX, un socialista utópico como Owen y lo que le insta a construir Zup
lo más lejos posible del centro de las ciudades.
En
Taprobana todos trabajaban en
diversos artes, oficios, pero fundamentalmente en ocupaciones productivas
agrícolas y ganaderas. Había 4 horas de trabajo obligatorio para hombres y
mujeres, lo que bastaba para cubrir todas las
necesidades y se premiaba la cantidad y calidad de lo producido. El resto del tiempo podía dedicarse a
pasear, charlar, discutir, leer, escribir, cultivar las
artes y la filosofía, o en sus
propias palabras el resto es aprender
jugando, discutiendo, enseñando, caminando, y siempre con alegría.
(Campanella señala, de pasada, cómo, por el contrario, en la Nápoles de entonces de 70 mil
ciudadanos apenas trabajaban unos 1500, explotados hasta la extenuación y la
muerte por debilidad, mientras los demás se entregaban a la holganza y al
vicio). Todos
recibían lo necesario para vivir; la riqueza era colectiva. El reparto de cargos se efectuaba con arreglo al
grado de sabiduría y el trabajo sería obligatorio; para garantizar todo eso, se
establecía un rígido sistema de control global. En La Ciudad del Sol al trabajar en el campo, la cocina, etc., lo
llaman “aprender” y “es tenido de más grande nobleza aquél que más artes aprende
y mejor las hace. Por lo que se ríen de nosotros, que llamamos innobles a los
artesanos y decimos nobles a quienes no aprenden ningún arte y están ociosos”.
J.
V. Andreae dice por su parte que
la ciudad de Christianopolis es toda ella un taller, pues no hay nadie que
no sepa y no ejerza un oficio. La jornada obligatoria es de muy pocas horas
pero la prolonga voluntariamente porque le parece vergonzoso estar de más y
porque quieren demostrar que el trabajo, cuando no es una servidumbre forzosa,
no es nocivo para el cuerpo sino muy saludable. Muchas artesanos aprovechan
este tiempo sobrante para dar curso a la
ingeniosidad y jugar a los inventos.
Estas ideas igualitarias tienen, con
claros precedentes también precedentes en el cristianismo originario (los cristianos de la segunda centuria), practicantes de un comunismo de
bienes evangélico, inspirarán a lo largo de la Edad
Media y del Renacimiento tanto las visiones milenaristas de las sectas
heréticas anabaptistas que luchaban
por el advenimiento del reino de Dios,
como las rebeliones campesinas guiadas por Thomas
Münzer, que, según Melanchthon, enseñaban un igualitarismo radical, de tal manera que
todos los bienes se tendrían que convertir en comunes Y encenderán de pasión
revolucionaria las invectivas de Gerrard
Winstanley, conductor y teórico de
los “diggers”, que denunciaba en su
utopía The Law of Freedom (1649) el gobierno del rey, “el gobierno de
los escribas y de los fariseos que no se consideran libres si no son dueños de
la tierra y de sus hermanos”, y al que contraponía el gobierno de los
republicanos como “el gobierno de la justicia y de la paz que no hace
distinción entre las personas”.
Y constituirán, ya en el siglo XIX el núcleo de pensamiento de los socialistas utópicos, desde el Código de la Naturaleza de Morelly hasta la sociedad de la gran armonía de Fourier[2],
llegando hasta el Manifiesto de los
Iguales de Babeuf, que consideraba
“loco” a quien rechazara el
igualitarismo extremo y que declaraba: “Somos todos iguales, ¿no es verdad?
Este principio es incontestable porque, sólo estando locos, se podría decir que
es de noche cuando es de día. De manera que también pretendemos vivir y morir
iguales, como hemos nacido: queremos la igualdad efectiva o la muerte”[3].
En Icaria, la república ideal edificada sobre moldes comunistas e
imaginada por Etienne Cabet (1840)
el visitante (Lord Carisdall) nota que nadie paga su viaje, ni por bote, ni
cuando toma un carruaje. Se entera del porqué: ahí todo pertenece al Soberano,
la buena y hermosa República, que es a un tiempo el empresario exclusivo y la
proveedora universal. Los ciudadanos que viven en utopía ya no necesitan
dinero. Cabet lo suprime radicalmente de su Icaria. Un problema resuelto, por
tanto.
Edward
Bellamy utopista norteamericano del XIX proscribe el ahorro de dinero por
parte de los ciudadanos: en su utopía el gobierno es adverso a esa práctica ya
que los habitantes no necesitan hacerse de reservas, pues el Estado le
garantiza a cada uno una seguridad social completa. Además, debido a que el
Estado es el único inversor, puede utilizar cualquier porción de la fuerza
nacional de trabajo para cualquier propósito según decida (también de esto se
deduce lo innecesario del ahorro o capital privados) y llega a afirmar en su Loking
Backward (El año 2000) que en
el año 2000 ya no existirá más el dinero
puesto que, como explica, la moneda es importante únicamente cuando se la
necesita como medio de cambio. Y tan pronto como el Estado se transforma en el
único productor y distribuidor, cesa todo intercambio mercantil entre los
individuos. En su celo antipropiedad, Edward
Bellamy llegará hasta prohibir en su ciudad el uso de los paraguas, por
considerarlos, sin duda, peligrosamente individualistas, y sustituirlos por un
único paraguas colectivo que los poderes públicos extienden sobre las calles no
bien se descarga la lluvia.
Este igualitarismo será profesado en adelante por
todos los socialistas utópicos y también por los novelistas decimonónicos
seguidores del socialismo desde Williams
Morris a H. G. Wells. En este
sentido, apunta Bobbio, la persistencia del ideal utópico en la historia de la
humanidad -¿podemos olvidar que también Marx
codiciaba y pronosticaba el paso del reino de la necesidad al reino de la
libertad?- es una prueba irrefutable de la fascinación que el ideal de la
igualdad, además
de los de la libertad, de la paz, del bienestar (el “país de Jauja”) ejerce sobre los hombres
de todos los tiempos y de todos los países”[4].
Cosa similar acontece con otros utopismos más modernos. Y al referirse a otras utopías igualitarias escribe el gran
pensador socialista italiano Norberto Bobbio: “La igualdad en su formulación
más radical es el tramo común de las ciudades
ideales de los utopistas, así como una feroz desigualdad es el signo
amonestador y premonitorio de las utopías al revés, o “distopías” (“todos los hombres son iguales, pero algunos son más
iguales que otros”, ironizaba Orwell en Rebelión
en la granja)”.
Comentando el ensayo de Paolo Bellinazzi L’utopia
reazionaria[5],
afirma N. Bobbio que en este diseño utópico de transformación radical de la
sociedad –“común a todas las utopías igualitarias y colectivistas y cuyo
arquetipo sería la República Platónica”- está implícita una idea claramente
antiliberal, porque, en su opinión, el liberalismo es una ideología antiperfeccionista, que cree que la historia de
la libertad es una historia de continuos pasos titubeantes y oscilantes del
bien al mal, de intentos logrados y fallidos, y que no hay un fin obligado, una
meta necesaria de la historia “en la consecución final de la sociedad perfecta”,
mientras que el comunismo que es una utopía
perfeccionista, como todos los igualitarismos, sí cree en ese final feliz de la historia[6].
(Continuará)
Tomás Moreno
[1] En Leyes Platón atempero un poco este
comunismo aristocrático de República. Ya no se rechazan o abolen tan
drásticamente como en "República" ni la propiedad privada ni tampoco
la familia. Se restablecen tímidamente
como "células" básicas del nuevo Estado. En el momento de su
fundación el Legislador o Estado dotará a todos los ciudadanos de un "lote
equivalente" de tierras, inalienable, incrementable en cuatro veces y
transmisible por herencia al hijo mayor. Esta medida tiende a evitar
diferencias excesivas entre ricos y pobres. Con el fin de propiciar la defensa
del territorio estatal una parte de ese lote de terreno se ubicará en una zona
alejada de su lugar de residencia. Pero sigue considerárseles factores de
privacidad y egoísmo, elementos disolventes del orden social y fuentes de
discordia y disgregación social.
[2] Sobre la utopía y el pensamiento de Fourier véase Octavio
Paz y Otros, Aproximación al pensamiento
de Fourier, Castellote,, Madrid, 1973; Carlos Sánchez-Casas y Felipe
Guerra, Fourier, ¿Socialista utópico?,
Zero, Madrid, 1970.
[5] P. Bellinazi sostiene en dicha obra (Name Edizione, Génova, 2000) que
aunque nazismo y comunismo sean ideologías opuestas, contrariamente a la
opinión común tendrían matrices comunes: los dos combaten el mundo
burgués-capitalista del mercado y de los estados parlamentarios; los dos casan
con la “Gemeinschaft” contra la “Gessellschaft”, la comunidad arcaica
(aquella en la que el individuo es sólo parte de un organismo) contra la
sociedad moderna de los individuos singulares (y, en cuanto tales, en libre
relación entre ellos); los dos se oponen al individualismo y son partidarios
del organicismo social. Nazismo y comunismo serían, en fin, “enemigos de la modernidad” y, en
consecuencia, sus ideólogos tanto Carl
Schmitt como György Lukacs se
apoyarían más o menos en las mismas
ideas, porque tienen un mismo enemigo: la burguesía y las filosofías del
mercado; los dos se oponen a la misma producción de riqueza. Ambos serían
reaccionarios.
[6] Declaraciones de N.
Bobbio a “El País”, 29 de enero de 2001.
En consecuencia, Bobbio señala la necesidad de revisar las ideas según las
cuales el marxismo, en su intento de autolegitimarse,
se presentaba como una “exageración o exceso del racionalismo abstracto e
ilustrado”, como una ideología de la
Modernidad, como una continuación y superación de las Luces, en total oposición
al nazismo, exceso del irracionalismo y enemigo de las Luces.
No creo en utopías igualitaristas radicales. Todos somos diferentes y además hay que valorar el mérito y el trabajo.
ResponderEliminarTenemos además el ejemplo del fracaso de la utopía comunista. No se puede construir una sociedad valida si no se respetan las libertades individuales.
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